La participación suele ser uno de los grandes problemas que se plantean los sistemas políticos contemporáneos. Los porcentajes de abstención superan 50 por ciento del padrón o censo electoral. Y no será por falta de opciones. En la mayoría de los países del llamado mundo libre el número de partidos legales supera las dos docenas. […]
La participación suele ser uno de los grandes problemas que se plantean los sistemas políticos contemporáneos. Los porcentajes de abstención superan 50 por ciento del padrón o censo electoral. Y no será por falta de opciones. En la mayoría de los países del llamado mundo libre el número de partidos legales supera las dos docenas. De esta manera el día de votación la oferta ideológica es amplia. Hay para todos los gustos. Puede uno decantarse por aquellos que propugnan el amor libre, la despenalización de la mariguana o los tradicionales de izquierdas, centro o derecha. En España, sin ir más lejos, hay más de 100 en todas sus variantes, acuden a todas las convocatorias y se presentan sin complejos al Parlamento Europeo, o para elegir presidente de gobierno. Si nos adentramos en América Latina, constatamos que en Argentina hay 42 legalizados, en Panamá 33, los mismos que en Nicaragua. Mientras tanto en Ecuador hay 19, en Brasil 32, Guatemala admite 16, El Salvador 21, Costa Rica 23, Colombia 18 y Chile supera los 40. En Europa occidental ningún Estado baja de los 50. El espectro cubre todo el campo posible de opciones personales. El «mercado electoral» está representado en su totalidad. Entonces, ¿por qué este elevado índice de abstención?
Los avezados politólogos del orden responden desde la obviedad. Tanta oferta satura. Incluso llegan a plantearse que existe un exceso de elecciones. Aburren y cansan. Se vota por todo, y eso no es bueno. Hay que distanciarlas. Buscar otras soluciones. Sin embargo, su conclusión es aún más sorprendente: con todo ello, plantean que hoy por hoy, dada la solvencia de las instituciones y la calidad de la democracia, la abstención no es un problema para el sistema. Hoy se transforma en una opción más dentro de las múltiples posibilidades que tiene el supuesto votante. En pocas palabras, aunque se abstuviese 90 por ciento del electorado real ¡¡¡no pasaría nada de nada!!! Así, ya no sólo se trata de elecciones corruptas, ahora se puede elegir un presidente de gobierno o un jefe de Estado con una abstención de 60 por ciento, obtener un 20 por ciento de los votos emitidos, ganar y gobernar con el 10 por ciento real de la población. El orden no sufre pérdida de legitimidad. Todo un logro para una gobernabilidad oligárquica.
Pero si queremos profundizar en el problema, la respuesta debe ser otra. Existe un proceso de despolitización. La pérdida de ciudadanía política. A la cual debemos unir otra afirmación: el pluripartidismo o la poliarquía no supone elevar la participación política, ni es índice de prácticas democráticas. En otras palabras, democracia y partidos políticos no van juntos. De ser así, en muchos países latinoamericanos o africanos o asiáticos debería haber democracia, por el número de partidos políticos legalmente admitidos. La democracia, como práctica política y forma de vida, conlleva y exige más que una multiplicidad de oferta de partidos políticos para ir a votarlos el día de las elecciones. De ser ese el objetivo o síntesis de la democracia, hoy es un hecho auténticamente democrático ir a votar y morirse de hambre.
El actual orden neoliberal produce una pérdida de valores éticos en el yo ciudadano, que no identifica su participación con la multiplicidad de productos o partidos políticos que emergen para las elecciones, aunque siempre hay excepciones. El resultado, un individuo atomizado, operador sistémico, que en su gran mayoría prefiere realizar otra actividad. Ver un partido de futbol, una película, disfrutar del día de fiesta, y si llueve, mejor no hablar. Los mecanismos institucionales para romper el hastío son variados, y van desde las campañas previas para acudir a votar hasta las fórmulas represivas. Sin embargo, la abstención sigue en aumento. Penalizar a millones de infractores es una quimera. Poner las elecciones en días laborables tampoco resultó eficaz.
Asimismo, la despolitización favorece la emergencia de grandes mayorías afincadas en un bi o tripartidismo, con retoques apoyados en partidos «bisagra» o de coyuntura. Bienvenido el abstencionismo. La legitimidad del sistema se garantiza, y con ello la validez del orden constitucional. El resto de partidos son efímeros y su existencia sirve para avalar un orden neoligárquico y falsamente democrático. Salvo coyunturas, momentos de politización en los cuales la ciudadanía sale de su apatía, vota y expresa su repulsa a una decisión o manera de gobernar, la abstención es un símbolo de estabilidad y buen hacer. Orden y progreso. Como ejemplos de lo dicho sirvan la guerra de Irak, los atentados terroristas en Madrid Atocha o los escándalos de corrupción en Italia. Estos acontecimientos puede desatar un estado de conciencia que culmine con una movilización masiva de la ciudadanía a las urnas, alterando el nivel de abstencionismo, y con ello cambiando los resultados según sea el tipo de ley electoral. Pero abstenerse o votar ya no es un dilema. Las campañas institucionales llamando al voto se realizan a título de reclamo publicitario y como una obligación legal. Los índices de abstención de 60 o 70 por ciento no alteran en nada el funcionamiento del «sistema». En los actuales órdenes sistémicos la abstención es una variable dentro de un conjunto de factores procedimentales cuya resolución forma parte del mismo orden de la democracia representativa. No importa cuánto sea su proporción, la absorbe, no tiene grado de saturación. Bajo esta premisa podemos concluir que dentro de pocos años nos encontraremos con más partidos políticos que votantes, y todo ello nos hará decir que la abstención es el corazón de la democracia.