«El lector sabe sin duda que soy comunista: pero sabe también que mis relaciones de compañero de viaje con el PCI no implican ningún compromiso recíproco». Pier Paolo Pasolini, Tempo, 6 de agosto de 1968 No se puede seguir así. La agonía del sistema de partidos y, por extensión, de la democracia de mercado española […]
«El lector sabe sin duda que soy comunista: pero sabe también que mis relaciones de compañero de viaje con el PCI no implican ningún compromiso recíproco».
Pier Paolo Pasolini, Tempo, 6 de agosto de 1968
No se puede seguir así. La agonía del sistema de partidos y, por extensión, de la democracia de mercado española es evidente. La ciudadanía desconfía. Piensa que la casta política es un problema real para la vida cotidiana y se aleja del amparo moral de las instituciones. En los partidos políticos mayoritarios, convertidos en implacables maquinarias de poder y corrupción, afloran escándalos, denuncias, y resuena el eco pícaro, tan nuestro, mediterráneo, del enriquecimiento personal (y partidario) ilícito; la monarquía, antaño refugio de inseguros, se tambalea entre los cinegéticos errores del Rey y los convolutos colaterales de algún pariente. La economía, dominada por especuladores, multinacionales y agencias de calificación, escapa al control público. La protección social y los derechos laborales son restos arqueológicos de épocas de falso esplendor y fondos europeos de cohesión. En este estado de cosas, con un aumento exponencial del desempleo, pensar otra manera de organización económica, jurídica y social se hace indispensable. El modelo de convivencia surgido del «consenso» de 1978 se resquebraja. La crisis -contra los voceros neoliberales- no es sinónimo de oportunidad: es la antesala de una fría dictadura tecnocrática. Eso, en el mejor de los escenarios posibles.
Brutamente asesinado en un descampado de Ostia, cerca de Roma, la madrugada del 2 de noviembre de 1975, Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922), teñido de sangre, tórax y corazón aplastados por un coche que huye conducido por Guiseppe, Pino, Pelosi (único acusado en un caso penal lleno de lagunas), poeta, narrador y cineasta de la heterodoxia, del lado salvaje de la convención política, social y cultural, sigue siendo un referente ético del pensamiento subversivo y transformador, un referente de la acción colectiva.
Imprescindible para tiempos de apatía, capitalismo avanzado y democracia de poliuretano, Pasolini plantea, meses después del espontáneo impasse de mayo del 68, una ruptura radical del caduco sistema de partidos italiano y una vuelta de tuerca, definitiva, al modo de convivencia social.
Enfrentado a las dos culturas hegemónicas, el todopoderoso PCI -fue, hasta su voladura (des)controlada, el partido comunista más importante de Occidente- y el represivo universo católico de la DC (Democracia Cristiana), el autor de Teorema y Las cenizas de Gramsci pronosticará que el juego de poder y contrapoder, con su reparto calculado de funciones, encerraba su propia destrucción, al ser ambos mundos, y sus argumentos, incapaces de frenar una vida que avanzaba hacia la modernidad individualista propuesta por el consumo.
Salvadas las distancias intelectuales con sus homólogos italianos (DC-PCI) de los «años de plomo», la sombra de la grisura franquista es alargada, PP y PSOE, rígidas estructuras de poder de apariencia antagónica, han llegado, en este horribilis 2013, al mismo atolladero que denunciaba, años atrás, el más radical y valiente de los poetas italianos del siglo XX.
Convertidos en marcas, fábricas de producción y difusión de ideologemas, los dos partidos mayoritarios, a los que hay que sumar los grupúsculos surgidos de las burguesías autonómicas -inexistentes, sino fuera por una ley electoral antidemocrática- han mostrado, desde la aparición (negada por el PSOE) de la crisis (estafa) financiera, una imposibilidad ontológica, esencial, para solucionar, o al menos, imaginar, un futuro inmediato.
Resulta sorprendente, cuando menos, que los dos grandes partidos, y sus principales representantes, no muestren mayor preocupación ante la deriva autodestructiva del sistema partidista (con permiso del teórico Giovanni Sartori), limitando su actividad la refutación del contrario con banalidades, inconsistentes propuestas parlamentarias y estudios pormenorizados de intención de voto.
Mientras tanto, el cuerpo social, sujeto a la agitación ideológica y comercial de los medios de comunicación de masas, pasa -poco a poco, pero sin tregua- del desconcierto y la indiferencia cómplice a la reivindicación emocional desarticulada, germen, quizá, de otro tipo de movimiento constituyente y autónomo de mayor envergadura.
En las colaboraciones semanales de Pasolini en Tempo (recogidas en El caos, Ed. Crítica, 1981), combativos artículos de denuncia política y cultural, antesala de su definitiva etapa corsaria -hemos perdido un poeta, nacen tres o cuatro cada siglo, recordó el escritor Alberto Moravia en su homenaje fúnebre- PPP, hijo de la histórica città rossa, se muestra indignado (era uno de sus estados de ánimo) y asustado, en alerta, por mejor decir, ante el crecimiento de la represión institucional y policial en la Italia de finales de los años 60. Una represión policial, vivimos en un «estado de excepción permanente», ha escrito el filósofo Giorgio Agamben, que se observa, con preocupación, en nuestros días ante las manifestaciones y diversos actos de protesta que barren, Espriu dixit, la pell de brau.
A punto de ser superados por la pulsión crítica de la ciudadanía, por el llamado «desbordamiento democrático», el Estado hace uso del monopolio de la fuerza, denunciado ya por Pasolini, convirtiendo las ciudades en lugares terribles, donde reina la irracionalidad. El reciente caso de Alfonso Fernández, un joven detenido durante la huelga general del 14N y excarcelado casi dos meses después, es prueba del terror institucionalizado ejercido por las autoridades, el miedo que pretenden imponer, ante la crecida natural del río contestatario.
Su columna de Tempo, escribió Pasolini, se hubiera podido llamar, también, Contra el terror. Cuando el Estado actúa con violencia contra sus ciudadanos, por temor a una pérdida de autoridad, y vive, como en la actualidad, secuestrado por instancias supranacionales, la semántica toma el mando: terror y terrorismo de Estado (represión), tienen la misma raíz.
Hombre de pensamiento y acción, teórico y práctico, heterodoxo dentro de una radicalidad subjetiva, emancipadora, comunista ajeno al férreo dictado PCI, «yo amo ferozmente, desesperadamente, la vida. Y creo que esta ferocidad y esta desesperación me llevarán a la muerte», declaró, la recuperación de la obra de Pasolini, películas, poesía, novelas y artículos -el próximo marzo cumpliría 91 años- es una llamada de atención contra la opresión de la fatalidad, un alegato en defensa de la absoluta libertad individual y colectiva y, al tiempo, un poderoso golpe de mano contra las diversas formas, disfraces, del poder.
Sirvan como rápida aproximación, al margen de las películas disponibles, los textos y poemas de Escritos corsarios (Oriente y Mediterráneo, 2009), Las cenizas de Gramsci (Visor, 2009), la novela gráfica El caso Pasolini de Gianluca Maconi (Gallo Nero, 2010) y Nueva York (Errata naturae, 2011). «Pasolini fue un hombre político», afirmó Gianni Scalia, en 1976, «y no hablaba en tanto que ciudadano. Sino en tanto que corsario. Fue i-legal, extra-legal, diferente, no-ciudadano. Pero un compañero». Pasolini, político, concibió una obra llena de verdad y sentido, sensual, ardiente, social, resistente, combativa: dramáticamente humana.
El periódico L’Unità publicó, mayo de 2006, la edición íntegra de su última entrevista, 1 de noviembre de 1975. «Pasolini, el que vio antes que nadie lo que iba a suceder», en palabras de su entrevistador, Furio Colombo, aportó un elocuente titular premonitorio: «Estamos todos en peligro».
Fuente: http://www.eldiario.es/zonacritica/Pasolini-necesidad-politica_6_95250479.html