Traducción: Antonio Zighelboim
Hace algunos años en Nueva Inglaterra, un grupo de ecologistas le preguntó a un ejecutivo cómo podía su empresa (una fábrica de papel) justificar el vertido de sus efluentes industriales crudos en un río cercano. El río, que le había tomado a la Madre Naturaleza siglos para crear era usado como fuente de agua potable, para pescar, para hacer canotaje y natación, en pocos años, la fábrica de papel lo había convertido en una cloaca a cielo abierto altamente tóxica.
El ejecutivo de la empresa se encogió de hombros y dijo que esa era la forma más rentable de eliminar los desechos de la fábrica. Si la empresa hubiera tenido que absorber el costo adicional de limpiar después, no habría podido mantener su ventaja competitiva y hubiera quebrado o se habría mudado a un mercado laboral más barato, lo que habría resultado en la pérdida de puestos de trabajo para la economía local.
Mercado Libre, Über Alles
Era un argumento conocido: la empresa no tenía otra opción. Se vio obligada a actuar de esa manera en un mercado competitivo. La planta no estaba en el negocio de la protección del medio ambiente, sino en el negocio de generar utilidades, el mayor beneficio posible a la mayor tasa de rendimiento posible. Lo único que importa, como los líderes empresariales dejan claro cuando se les pregunta sobre el tema, son las ganancias. El objetivo principal de un negocio es la acumulación de capital.
Para justificar esta actitud especuladora, las corporaciones estadounidenses promueven el clásico laissez-faire, la teoría que afirma que el libre mercado -una congestión de empresas desreguladas y sin restricciones que persiguen sus propios intereses egoístamente- es gobernado por una «mano invisible» benigna que milagrosamente produce resultados óptimos para todos.
Los propulsores del libre mercado tienen una profunda fe en el laissez-faire, porque es una fe que les beneficia. Esto significa que no son supervisados por el gobierno, ni tienen que rendir cuentas por los desastres ambientales que causan. Como ávido niños mimados, que en repetidas ocasiones han sido rescatados por el gobierno (¡que tal libre mercado!) para que puedan seguir asumiendo riesgos irresponsables, saqueando la tierra, envenenando los mares, enfermando comunidades, devastando regiones enteras, y embolsándose beneficios obscenos.
Este sistema corporativo de acumulación de capital trata los recursos de la Tierra, que dan sustento a la vida (las tierras arables, las aguas subterráneas, los humedales, los bosques, la pesca, el suelo marino, las bahías y los ríos y la calidad del aire), como ingredientes desechables de suministro presumiblemente ilimitado, que se consume o envenena a voluntad. Tal como lo demostró el derrame de BP en el Golfo de México, las consideraciones de costos pesan mucho más que las consideraciones de seguridad. Y como concluyó una investigación del Congreso: «Una y otra vez, parece que BP tomó decisiones que aumentaron el riesgo de explosión, sólo para ahorrarse tiempo y dinero».
En efecto, la función de la empresa transnacional no es promover una ecología sana, sino extraer tanto valor del mundo natural como sea posible, incluso si esto significa tratar el medio ambiente como una fosa séptica. Este capitalismo corporativo en expansión y nuestra frágil ecología están en curso de colisión, tanto así que los sistemas de soporte de la delgada exosfera -la delgada capa de aire fresco, agua y tierra vegetal del planeta- están en peligro.
No es cierto que los intereses político-económicos dominantes estén en un estado de negación acerca de todo esto. Mucho peor que la negación, han demostrado un franco antagonismo hacia aquellos que piensan que nuestro planeta es más importante que sus beneficios. Así que difaman a los ambientalistas como «eco-terroristas», «Gestapo de la EPA», «alarmistas del Día de la Tierra», «amantes de los árboles», y promotores de una «histeria verde».
En un gran alejamiento de la ideología de libre mercado, la mayoría de las deseconomías de las grandes empresas son impuestas sobre la población en general, incluyendo los costes de la limpieza de desechos tóxicos, el costo del monitoreo de la producción, el coste de la eliminación de efluentes industriales (que compone 40 a 60 por ciento de las cargas tratadas por las plantas de alcantarillado municipales financiadas por los contribuyentes), el costo de desarrollar nuevas fuentes de agua (mientras que la industria y la agroindustria consume el 80 por ciento del suministro de agua de la nación cada día), y los costos de la atención médica por enfermedades causadas por toda la toxicidad creada. Después de transferir al gobierno muchas de estas deseconomías, el sector privado se jacta de su gran eficiencia, supuestamente superior a la del sector público.
Los super-ricos son diferentes a nosotros
¿No sería un desastre ecológico una amenaza para la salud y la supervivencia de los plutócratas corporativos al igual que lo es para nosotros, los ciudadanos comunes? Podemos entender por qué las grandes corporaciones querrían destruir la vivienda pública, la educación pública, el Seguro Social, Medicare y Medicaid. Estos recortes nos acercarían a una sociedad de libre mercado carente de la financiación pública «socialística» de servicios humanos que tanto detestan los reaccionarios. Y estos recortes no privarían a los super-ricos y sus familias de nada. Los super-ricos tienen más de la riqueza privada suficiente para adquirir cualquiera de los servicios y la protección que necesitan para sí mismos.
Pero el medio ambiente es una historia diferente, ¿no? ¿Acaso estos ricos reaccionarios y sus grupos corporativos de presión no habitan el mismo planeta contaminado que los demás, acaso no comen los mismos alimentos químicamente contaminados, ni respiran el mismo aire tóxico? De hecho, no; no viven exactamente como todos los demás. Experimentan una realidad de clase distinta, a menudo residen en lugares donde el aire es notablemente mejor que en las áreas de ingresos bajos y medios. Tienen acceso a alimentos orgánicos, especialmente transportados y preparados.
Los vertederos tóxicos de la nación y las autopistas por lo general están lejos de sus elegantes vecindarios. De hecho, los super-ricos no viven en vecindarios como tales. Por lo general, residen en extensos terrenos rodeados de áreas boscosas, arroyos, praderas, y sólo unas pocas bien controladas carreteras de acceso. Sus árboles y jardines no son tratados con aerosoles de pesticidas. La tala indiscriminada no afecta sus ranchos, haciendas, y bosques familiares, ni sus lagos y sus centros vacacionales.
No obstante, ¿no deberían temer la amenaza de un apocalipsis ecológico provocado por el calentamiento global? ¿Quieren ver destruida la vida en la Tierra, incluyendo sus propias vidas? En el largo plazo, de hecho están sellando su propio destino, junto con el de todos los demás. Sin embargo, como todos nosotros, no viven en el largo plazo, sino en el aquí y el ahora. ¿Lo que está en juego para ellos es algo más próximo y más urgente que la ecología mundial, son sus ganancias globales. El destino de la biosfera parece una abstracción distante en comparación con el destino inmediato de sus enormes inversiones.
Con la vista puesta en el balance, los líderes de las grandes empresas saben que cada dólar que una empresa gasta en cosas raras como la protección del medio ambiente es un dólar menos de ganancia. Alejarse de los combustibles fósiles y hacia la energía solar, eólica o pelágica podría ayudar a evitar el desastre ecológico, pero seis de las diez mejores empresas industriales del mundo están involucradas principalmente en la producción de petróleo, gasolina y vehículos a motor. La contaminación por combustibles fósiles trae miles de millones de dólares en retornos. Y los grandes productores están convencidos de que las formas ecológicamente sostenibles de producción son una amenaza para dichos beneficios.
La ganancia inmediata para uno mismo es una consideración mucho más convincente que una pérdida futura compartida por el público en general. Cada vez que usted conduce su automóvil, pone su necesidad inmediata de llegar a algún lugar por delante de la necesidad colectiva para evitar el envenenamiento del aire que todos respiramos. Lo mismo es válido con los grandes actores: el costo social de convertir un bosque en un desierto pesa poco en contra de la ganancia inmensa e inmediata que proviene de la cosecha de la madera que representa dinero en efectivo. Y siempre se puede racionalizar: hay muchísimos otros bosques para que la gente se pasee, no necesitan este; la sociedad necesita la madera; los leñadores necesitan los puestos de trabajo, y así sucesivamente.
El futuro es ahora
Pero algunos de los mismos científicos y ecologistas que ven la crisis ecológica como urgente nos advierten de una crisis climática catastrófica «al final de este siglo». Pero para eso falta unos noventa años, cuando todos nosotros, y la mayoría de nuestros hijos, estaremos muertos -lo que hace que el calentamiento global sea un tema mucho menos urgente.
Hay otros científicos que logran ser aún más irritantes al advertirnos de una crisis ecológica inminente, luego poniéndola aún más lejos en el futuro: «Vamos a tener que dejar de pensar en términos de millones de años y comenzar a pensar en términos de siglos», dijo un sabio científico, citado en el New York Times en 2006. ¿Se supone que esto debe ponernos en alerta? Si una catástrofe global está a un siglo o a varios siglos de distancia, ¿quién va a tomar las decisiones terriblemente difíciles y costosas, cuyos efectos se harán sentir en un futuro tan lejano?
A menudo se nos dice que debemos pensar en nuestros nietos, que serán las víctimas de todo esto (llamado que, normalmente, se hace en tono suplicante). Pero la mayoría de los jóvenes con los que converso en las universidades tienen dificultades para imaginar el mundo en el que sus inexistentes nietos vivirán en treinta o cuarenta años.
Debemos olvidarnos de estos llamados. No tenemos siglos o generaciones, ni siquiera décadas, antes de que los desastres estén sobre nosotros. La crisis ecológica no es una urgencia a distancia. La mayoría de quienes estamos vivos hoy probablemente no tendremos el lujo de decir «Après moi, le déluge» porque todavía estaremos aquí cuando empiece la catástrofe. Sabemos que esto es cierto, porque la crisis ecológica ya está actuando sobre nosotros con un efecto acelerado y agravado y que pronto será irreversible.
La locura de la especulación
Es triste decirlo, el medio ambiente no puede defenderse por sí mismo. Depende de nosotros proteger lo que queda de él. Pero todos lo que los súper ricos quieren es continuar transformando la naturaleza viva en mercancías y las mercancías en capital muerto. Los inminentes desastres ecológicos no significan nada para los saqueadores corporativos ya que la naturaleza viva no tiene valor para ellos.
La riqueza es adictiva. La fortuna despierta el apetito por mayor fortuna. No hay fin a la cantidad de dinero que uno podría desear acumular, impulsado por la sagrada fama, la maldita hambre de oro. Así que los adictos al dinero cogen cada vez más para sí mismos, más de lo que se puede gastar en un millar de vidas de ilimitada indulgencia, impulsada por lo que empieza a parecerse a una patología obsesiva, una monomanía que borra toda consideración humana.
Los súper-ricos están más apegados a sus riquezas que a la Tierra en la que viven, más preocupados por el destino de su fortuna que por el destino de la humanidad, tan poseídos por su afán de lucro que no ven el desastre que se avecina. Hay una caricatura del New Yorker que muestra a un ejecutivo corporativo hablando en una reunión de negocios: «Y así, mientras que el escenario del fin del mundo estará lleno de horrores inimaginables, creemos que el período de pre-fin estará lleno de oportunidades de lucro».
No es una broma. Hace años comenté que quienes negaban la existencia del calentamiento global no cambiarían su opinión hasta que el Polo Norte comenzara a derretirse (nunca pensé que empezaría a derretirse en mi vida). Hoy estamos frente al derretimiento del Ártico con sus terribles implicaciones para las corrientes oceánicas del golfo, los niveles de las aguas costeras, toda la zona templada del planeta y la producción agrícola mundial.
Entonces, ¿cómo están respondiendo los capitanes de la industria y las finanzas? Como era de esperarse al igual que los especuladores monomaníacos. Ellos escuchan la música: ca-ching, ca-ching. En primer lugar, el deshielo del Ártico abrirá un paso directo entre los dos grandes océanos, un sueño más antiguo que Lewis y Clark. Esto hará más cortas y más accesibles las rutas del comercio mundial. Ya no tendrán que cruzar por el Canal de Panamá o el Cabo de Hornos. Los menores costos de transporte significan más comercio y mayores beneficios.
En segundo lugar, alegremente notan que el deshielo está abriendo vastas reservas de petróleo a la perforación. Podrán seguir perforando en busca de más de los mismos combustibles fósiles que están causando la calamidad que desciende sobre nosotros. Más deshielo significa más petróleo y más beneficios, tal es el mantra de los propulsores del libre mercado, que piensan que el mundo les pertenece sólo a ellos.
Imaginemos ahora que estamos todos dentro de un gran autobús a toda velocidad por un camino que se dirige hacia una caída fatal en un profundo barranco. ¿Qué harían nuestros adictos a las ganancias? Estarían corriendo de arriba a abajo del pasillo, vendiendo cojines y cinturones de seguridad a precios exorbitantes. Ya estaban preparados para esta oportunidad de venta.
Tenemos que levantarnos de nuestros asientos, y colocarlos bajo la supervisión de adultos, correr al frente del autobús, botar al conductor, agarrar el volante, frenar el autobús y darle la vuelta. No es fácil, pero quizá todavía sea posible. Para mí, ese es un sueño recurrente.
Michael Parenti ha impartido clases en numerosas universidades de Estados Unidos. Entre sus libros más recientes están God and His Demons (Prometheus) y The Face of Imperialism (Paradigma).
www.michaelparenti.org, 28 de febrero de 2011