Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
El presidente Bush ha llamado al Congreso, al público estadounidense, al pueblo iraquí, y al mundo a esperar con su opinión – por lo menos hasta septiembre – sobre el éxito de su escalada de la guerra, bautizada con el eufemismo de «oleada.» Pero el hecho es que: Ya ha fracasado y es obvio por qué.
Se ha prestado mucha atención al reciente informe de la Casa Blanca que registró un «desempeño satisfactorio» en ocho de los parámetros del Congreso y «un desempeño poco satisfactorio» en seis otros (y cuatro más recibieron evaluaciones mixtas). Fred Kaplan de Slate y Patrick Cockburn del Independent, entre otros, han demostrado la fraudulencia de esta evaluación. Cockburn resumió su ensañamiento con el documento como sigue: «En realidad, los seis fracasos tienen que ver con temas que son críticos para la supervivencia de Iraq, mientras que los ocho éxitos son asuntos generalmente triviales.»
En realidad, sin embargo, esos parámetros no tienen casi nada que ver. No representan en nada los objetivos cruciales de la oleada, que fueron enumerados claramente por el presidente en su discurso de enero en el que anunció la operación:
«Nuestras tropas tendrán una misión bien definida: ayudar a los iraquíes a despejar y asegurar sus vecindarios, ayudarles a proteger a la población local, y ayudar a asegurar que las fuerzas iraquíes que dejemos atrás sean capaces de suministrar la seguridad que Bagdad necesita.»
El éxito de semejantes «parámetros» puede ser apreciado de modo relativamente fácil. Como lo describió el propio presidente Bush: «Podemos esperar que veremos a soldados iraquíes persiguiendo a asesinos, menos actos descarados de terror, y creciente confianza y cooperación de los residentes de Bagdad.»
Se suponía que esto sería logrado mediante dos iniciativas importantes. La más visible: los militares de EE.UU. adoptarían una estrategia más agresiva para pacificar vecindarios de Bagdad considerados como baluartes de la insurgencia suní. Funcionarios de la ocupación culpan a esta última por la mayoría de los vehículos bomba y otros ataques suicidas que han devastado sobre todo vecindarios chiíes. La segunda, menos visible (pero no menos importante) involucraba el sometimiento del ejército Mahdi del clérigo Moqtada al-Sadr – la mayor y más feroz de las milicias chiíes – a la que funcionarios de la ocupación culpan de la mayor parte de los asesinatos por escuadrones de la muerte dentro y alrededor de la capital.
Estos cambios ya deberían haber sido discernibles en julio. Para entonces, como dijo un «alto oficial militar estadounidense» al New York Times, ya sería oportuno reconcentrar la atención en «la restauración de servicios y la reconstrucción de los vecindarios.»
Para juzgar la oleada ahora mismo – según los «parámetros» reales del presidente – sólo tenemos que buscar una caída dramática en los atentados con vehículos y de otros «de múltiples fatalidades» en áreas pobladas, y una caída dramática en la cantidad de cuerpos torturados y ejecutados hallados cada mañana en varios vertederos alrededor de Bagdad.
Según estas medidas, la oleada ya ha sido un miserable fracaso, algo que ya comenzó a ser documentado en abril cuando Nancy Youssef de los periódicos McClatchy informó que no había habido una disminución en las muertes por atentados suicidas, y que, después de una disminución inicial en la cantidad de cuerpos descartados por escuadrones de la muerte alrededor de la capital, la cantidad estaba aumentando de nuevo. (Estas tendencias han sido sustanciadas por la Brookings Institution, que recolecta hace tiempo las últimas estadísticas de Iraq.)
Una manera más vívida de apreciar la naturaleza del fracaso casi instantáneo de la operación oleada en general es anecdóticamente la lectura de informes de campañas específicas – como el informe que Julian Barnes y Ned Parker de Los Angeles Times enviaron desde el vecindario Ubaidi de mayoría suní en Bagdad, con el título: «El aumento de las tropas de EE.UU. en Iraq no estuvo a la altura.» Concluyó inquietantemente: «Hasta ahora las fuerzas de EE.UU. no han sido capaces de establecer la seguridad, ni siquiera para sí mismas.»
O podríamos señalar que, en lugar de desvanecerse, la violencia en Iraq se desborda hacia nuevas áreas, más allá del alcance de las brigadas de combate de EE.UU. involucradas en la oleada. O tal vez valga la pena subrayar que, en julio, la altamente fortificada «Zona Verde» en pleno centro de Bagdad – diseñada como el refugio invulnerable para funcionarios estadounidenses e iraquíes – se convirtió en un objetivo regular de atasques de morteros y cohetes cada vez más destructivos lanzados desde vecindarios no pacificados en otros sitios de la capital. Según los periodistas del New York Times Alissa J. Rubin y Stephen Farrell, la Zona ha sido «atacada caso a diario durante semanas.»
O nos podríamos concentrar en el hecho de que las prolongadas líneas de suministro necesarias para apoyar la oleada – masivos convoyes de camiones con armas, munición y suministros que van hacia al norte desde Kuwait hasta Bagdad – se han convertido en objetivos regulares de los insurgentes. El periodista empotrado Michael Yon, informó recientemente que, para convoyes en esta ruta, «no es poco usual que sean desviados o demorados una media docena de veces o más por bombas reales o presuntas.»
A fin de cuentas, sin embargo, tal vea el mejor indicador es la fuerza creciente del objetivo primordial de la oleada en las áreas chiíes. Desde que el plan de la oleada fue lanzado oficialmente a mediados de febrero, según Rubin del Times, el ejército Mahdi «se ha apoderado efectivamente de vastas franjas de la capital.»
Actualmente hay veinte mil soldados combatientes estadounidenses más dentro y alrededor de la capital. (El resto de los 28.500 soldados que el presidente envió en la oleada a Iraq fue despachado a otras provincias fuera de la capital.) Esto ha significado que las tropas estadounidenses en patrulla en cualquier momento dado han sido triplicadas, pero que este hecho no ha producido ni significativamente «menos actos descarados de terror» o progresos en «la restauración de servicios y la reconstrucción de los vecindarios.» Así que no puede sorprender que la oleada no haya generado «creciente confianza y cooperación de los residentes de Bagdad.»
¿Por qué no tratan de proteger las tropas de EE.UU. los mercados y mezquitas chiíes?
¿Por qué, por lo tanto, ha fracasado la oleada? ¿Y por qué ha sucedido tan rápido?
Esto sólo tiene sentido si se explora la estrategia utilizada por los militares de EE.UU. para reducir el número de atacantes suicidas y los «atentados con múltiples fatalidades» que perpetran. Los ataques terroristas de este tipo requieren cuatro elementos para tener éxito: una organización capaz de crear esas bombas; un conjunto de individuos dispuestos a arriesgar el sacrificio de sus vidas para posicionar esos explosivos; una comunidad protectora dispuesta a ocultar los preparativos; y una comunidad objetivo incapaz de impedir la llegada de esas armas letales, de destrucción indiscriminada.
Virtualmente todos esos ataques son organizados por yihadistas suníes y, mientras la base de datos del Brookings muestra que muchos son orientados contra objetivos militares o gubernamentales, la mayoría de las muertes ocurre en atentados espectaculares en sitios de reunión pública – «objetivos blandos» – en vecindarios chiíes. Hubiera parecido lógico que los comandantes estadounidenses concentraran su mayor fuerza militar en esas áreas obvias de atentados, estableciendo puntos de control o puestos de guardia que registraran el tráfico de autos y camiones que ingresen a áreas altamente vulnerables.
Esa estrategia ciertamente podría haber funcionado si EE.UU. estuviera dispuesto a formar una alianza con las fuerzas locales chiíes de defensa vecinal. Lo que sucede, sin embargo, es que las comunidades chiíes en Bagdad ya son bien patrulladas por el ejército Mahdi, cuyos combatientes callejeros han demostrado su efectividad en la ubicación de vehículos extraños o en su reacción ante informaciones de residentes locales sobre coches o personas sospechosos. Sin embargo, enormes lugares públicos, repletos con gran cantidad de no residentes y de vehículos externos, requieren prácticas de patrullaje denso. Los mahdis han sido capaces de generar esa «densidad» de patrullaje sólo en la comunidad de su central, Sadr City – el vasto barrio pobre en la parte oriental de Bagdad. Allí, donde los mahdis tienen una inmensa presencia, casi no hubo ataques suicidas hasta fines de 2006 cuando los militares de EE.UU. comenzaron a enviar patrullas a la comunidad con el objetivo de desarmar, desestabilizar, o destruir la milicia sadrista. Esto los obligó a abandonar las calles, abriendo el paso para que los atacantes suicidas llegaran a sus objetivos.
Si EE.UU. hubiera decidido unir sus fuerzas con los mahdis, aumentando sus patrullas vecinales con una fuerte presencia estadounidense en los sitios de reunión pública, ciertamente habría interceptado a la mayoría de los atacantes, con la excepción de los más decididos, imaginativos, o afortunados. Sin embargo, no se adoptó esa estrategia, por lo menos en parte porque habría fortalecido a los mahdis, un grupo al que los militares de EE.UU. y el presidente Bush habían – antes de su reciente obsesión con al-Qaeda en Iraq (AQI) – señalado repetidamente como su enemigo más peligroso.
En su lugar, la oleada ha sido obligada a concentrarse en el «aspecto de suministros» de los atacantes suicidas. El teniente general Raymond T. Odierno, comandante de las operaciones militares cotidianas de EE.UU. dijo a Barnes del Los Angeles Times que la estrategia contra los atentados se orientaba contra al Qaeda en Iraq porque «son los que están creando los camiones bomba y los coches bomba… Así perseguimos a los refugios que les permiten construir esas cosas sin mucha interferencia.» Según Barnes, los generales encargados de realizar el plan apoyaron la oleada contra los vecindarios suníes porque: «por primera vez, tenemos suficientes fuerzas para desarraigar a los combatientes de al Qaeda entrando a refugios en los que las fuerzas de EE.UU. no han estado durante años.»
Por lo tanto, la estrategia estadounidenses para impedir atentados suicidas en las comunidades chiíes involucró la inundación de comunidades suníes con inmensas cantidades de soldados.
Invadiendo los semilleros de la insurgencia.
Históricamente, para «desarraigar» exitosamente a grupos como los combatientes de al Qaeda se requiere una fuerza de ocupación capaz de alistar la ayuda de grandes cantidades de personas dentro de la comunidad anfitriona. Después de todo, los que planifican atentados con múltiples fatalidades necesitan un nivel de tolerancia, si no el apoyo o la participación directa de la comunidad circundante. Si los residentes locales están totalmente alienados del esfuerzo, alguien emprenderá una acción directa o tomará contacto con las autoridades ocupantes, que entonces podrán hacer una redada en los sitios cruciales, capturando o matando a los conspiradores.
Un ataque contra «el lado del suministro» podría por lo tanto haber sido una opción viable para los estadounidenses, si la comunidad anfitriona fuera hostil a los yihadistas. En los hechos, esa hostilidad existe en numerosas comunidades suníes, incluso entre grupos insurgentes que constituyen la espina dorsal de la lucha contra la ocupación estadounidense. Esa hostilidad se origina en parte en una oposición por principio contra ataques a iraquíes – la mayoría de los cerca de 30 principales grupos insurgentes han declarado explícitamente que apoyan el uso de la fuerza armada sólo contra las fuerzas de la coalición dirigida por EE.UU., excluyendo a menudo de los ataques a las unidades policiales y militares iraquíes. Pero la hostilidad también proviene de las exigencias impuestas con violencia por los yihadistas de que los ciudadanos locales se ajusten a sus creencias fundamentalistas – incluyendo las prohibiciones del consumo de alcohol y tabaco – así como en su insistencia de que los hombres se dejen crecer barbas y que las mujeres lleven pañuelos de cabeza.
Como resultado, una alianza táctica de conveniencia entre la ocupación y la insurgencia suní nacionalista contra AQI y otros yihadistas fundamentalistas ha constituido una opción para los militares de EE.UU. desde los últimos meses de 2004, cuando EE.UU. rechazó una oferta de dirigentes insurgentes en Faluya de expulsar a los yihadistas si EE.UU. renunciaba a su inminente ataque contra la ciudad. El año después, durante una gran ofensiva en la provincia Anbar Occidental, los comandantes militares de EE.UU. se quedaron con los brazos cruzados – a pesar de llamados explícitos pidiendo ayuda – mientras los insurgentes locales libraban feroces batallas contra los yihadistas, diciendo a reporteros empotrados que estaban dejando que dos enemigos igualmente inaceptables se debilitaran mutuamente. Los comandantes estadounidenses han enunciado repetidamente un principio general de que jamás formarían una alianza con, o ayudarían a, algún «grupo suní que haya atacado a estadounidenses.»
Desde comienzos de 2007, al parecer han transigido en este principio en la provincia al Anbar; en julio, bajo la presión del fracaso de la oleada, también estaba siendo debilitado en Bagdad. Pero estas alianzas con grupos de milicias locales de varios tipos involucran su propia serie de problemas. Sólo crean enigmas para los estrategas de EE.UU. ya que, por cierto, debilitan los objetivos principales de la ocupación. Después de todo, los insurgentes contrarios a al Qaeda – no los atacantes yihadistas con coches bomba – forman, de lejos, la mayor fuerza en la insurgencia y son enemigos totales de la ocupación así como del gobierno central iraquí dominado por chiíes y kurdos, al que ven como un agente sea de la ocupación estadounidense o de las intenciones imperialistas de Irán.
El general de división Rick Lynch, que participó en negociaciones con los insurgentes de Anbar, los citó como diciendo: «Os odiamos porque sois ocupantes. Pero odiamos aún más a al Qaeda, y odiamos aún más a los persas.» Bajo esas circunstancias, es casi seguro que cualquier alianza sólo puede ser temporal, al fortalecer, como lo hace, al principal antagonista de la presencia de EE.UU. Cockburn, del Independent resumió la situación como sigue:
«EE.UU. está atrapado en un cenagal de su propia creación. Los éxitos que logra son usualmente el resultado de endebles alianzas con tribus, grupos insurgentes o milicias anteriormente hostiles. La experiencia británica en Basora fue que esos matrimonios de conveniencia con bandas locales debilitaron al gobierno central y contribuyeron a la anarquía en Iraq. No dieron resultados a largo plazo.»
En Bagdad, EE.UU. prefirió – por lo menos en los primeros meses de la oleada – mantener su posición contra una alianza semejante con los insurgentes chiíes. En su lugar, utilizó la presencia de militantes de al Qaeda en comunidades suníes como una invitación para atacar a las comunidades en sí, intentando «desarraigar» a los insurgentes, que han sido su principal adversario durante todos estos años, mientras capturaban o mataban a los activistas de al Qaeda responsables de los ataques suicidas contra vecindarios chiíes.
Pero esta estrategia ambivalente no tiene la menor esperanza de lograr el apoyo de comunidades suníes locales y, sin ese apoyo, EE.UU., no tiene otra alternativa que adoptar una estrategia sombría, aunque directa, de utilizar la fuerza bruta en vecindarios donde sus fuentes de información (y por lo tanto de selección de objetivos) son, en el mejor de los casos, extremadamente limitadas. Los militares, en realidad, han tomado medidas tácticas tan burdas – y, a fin de cuentas, contraproducentes – como erigir masivas barreras alrededor de comunidades suníes elegidas como objetivos para impedir que su presa se escape; dotar de personal puntos de control en todas las entradas para capturar a sospechosos con armas y explosivos en sus vehículos e instalar puestos avanzados dentro de esas comunidades hostiles para crear una presencia de reacción rápida durante las 24 horas. Peor todavía, han realizado allanamientos casa por casa con destrucción de las puertas a la busca de individuos sospechosos, armas, o literatura – el tipo de actitud que, desde hace años, es conocida porque enajena a fondo a los habitantes de los vecindarios afectados.
Esta estrategia asegura que el fracaso de la oleada no sea un fenómeno pasajero. Lleva, ante todo, al tratamiento brutal de los civiles locales (de un tipo documentado recientemente en la revista Nation por Chris Hedges y Laila al-Arian a través del testimonio de personal militar estadounidense) – en puntos de control, por patrullas, y de modo más impactante durante esas invasiones de hogares. Esos ataques sólo generan más odio contra la ocupación, lo que, por supuesto, aumenta el apoyo para las guerrillas locales. Como recordaba un soldado, quien, antes en la guerra, participó en un allanamiento de morada a medianoche que aterrorizó a una docena de miembros de una familia iraquí: «Pensé entonces en mi familia y pensé: ‘Si yo fuera el patriarca de la familia, si soldados vinieran de otro país e hicieran esto a mi familia, también sería insurgente.'»
Esas aplicaciones localizadas de fuerza «abrumadora,» cuando encuentran una resistencia continua, llevan a pedir apoyo aéreo o, en algunos casos, fuego de artillería. Una estrategia que asegura que se matará y herirá a guerrilleros y habitantes locales por igual, destruirá casas, generará más refugiados, arruinará las economías locales y, finalmente, creará vecindarios fantasmagóricos, inhabitables.
Irónica (pero lógicamente), mientras las comunidades afectadas han sido inhabilitadas por semejantes operaciones prolongadas, tanto la insurgencia como los yihadistas sólo se han fortalecido. Los ataques repletaron las filas de la insurgencia, mientras un suministro pequeño pero suficiente de individuos amargados se mostraron dispuestos a sacrificar sus vidas para lograr una cierta venganza contra la ocupación estadounidense y / o sus aliados chiíes.
En cuanto al pequeño grupo de planificadores y fabricantes de bombas yihadistas, la mayoría escapa de los vecindarios afectados cuando estos están bajo presión, después de cosechar una nueva ola de amargura para alimentar una nueva ola de atentados suicidas.
Mientras tanto, de vuelta en Sadr City…
En las áreas chiíes, por otra parte, los estadounidenses aseguraban una oportunidad sin precedentes para que atacantes suicidas rompieran la seguridad el ejército Mahdi. En el segundo flanco de la oleada, patrullas estadounidenses fueron enviadas a esas comunidades chiíes para atacar a dirigentes locales del ejército Mahdi. Aunque estas operaciones no llegaron a parecerse a las invasiones de envergadura realizadas contra vecindarios suníes tendieron, a pesar de ello, a forzar a las patrullas del Mahdi a abandonar las calles, abriendo esas comunidades a los ataques suicidas yihadistas.
Después de haberse trasladado a nuevos locales (aparentemente en los suburbios de Bagdad), la dirigencia yihadista utilizó a voluntarios suicidas recientemente reclutados para aprovechar esta repentina vulnerabilidad con una ola de ataques que aumentó la cantidad de muertes chiíes por atentados con múltiples fatalidades registrada en la base de datos del Brookings, de menos de 300 antes del comienzo de la oleada a mucho más de 400 en los meses después de su inicio.
Y luego vinieron los escuadrones de la muerte. Originalmente, parecían haber sido organizados con miembros de la milicia chií por personal militar y de inteligencia de EE.UU. y ubicados en el Ministerio del Interior iraquí. Copiados de los escuadrones de la muerte organizados por EE.UU. en Centroamérica en los años ochenta, tenían el propósito de asesinar a presuntos dirigentes suníes de la resistencia y así debilitar a esta última.
Después del atentado contra la Mezquita Dorada en Samarra el 22 de febrero de 2006, los escuadrones de la muerte lograron una independencia parcial o plena de sus organizadores estadounidenses y comenzaron a atacar a hombres suníes en campañas indiscriminadas de tortura y ejecución, justificadas con el argumento de que se les sospechaba de participar en ataques contra comunidades chiíes. Tal como los atacantes con coches bomba se veían como ejecutores de represalias contra atrocidades estadounidenses y del gobierno iraquí en comunidades suníes, los escuadrones de la muerte se ven como ejecutores de los perpetradores yihadistas de ataques contra sus vecinos y sus posibles partidarios.
Cuando comenzó la oleada, disminuyó la cantidad de asesinatos de los escuadrones de la muerte, aparentemente en parte porque los miembros de los escuadrones de la muerte esperaban que las ofensivas estadounidenses en las comunidades suníes reducirían significativamente los ataques suicidas. Pero como esta esperanza fue defraudada, la cantidad de asesinatos por los escuadrones de la muerte comenzó a aumentar de nuevo.
La ocupación enfrenta un dilema de «perder o perder»
Ante esta última debacle, el presidente Bush y sus generales comenzaron a argüir – ante el Congreso, la opinión pública estadounidense, el pueblo iraquí, y el mundo – que hay que reprogramar el momento para los parámetros. Primero, fue de julio a septiembre, y luego de septiembre a noviembre, y pronto después de 2007 a 2008, y últimamente de 2008 a 2009. El Congreso (que ha suspendido temporalmente su debate sobre la política en Iraq) y la opinión pública estadounidense (en la que Bush registró recientemente una mejora excesivamente modesta en el nivel de «aprobación») podrían dar al presidente algo más de respiro sobre la base de estos llamados.
Pero los eventos en el terreno en Iraq no reaccionaron ante los llamados presidenciales o el risueño testimonio de los generales. En Bagdad y en las provincias circundantes, la situación ya ha llegado a lo que se podría considerar como la realidad post-oleada. En parte como consecuencia de la estrategia de la oleada, la limpieza étnica en los principales vecindarios de Bagdad puede estar cerca de ser completa; mientras tanto, en el norte, la tambaleante relación entre los kurdos y Turquía vacila al borde de una guerra caliente, mientras el caldero kurdo-turkmeno-árabe en Kirkuk, ciudad rica en petróleo, puede estallar en todo momento para convertirse en un nuevo Bagdad.
Mientras sucede todo esto, dirigentes militares estadounidenses desesperados han adoptado, amplificado, y expandido su alianza contra al Qaeda en Irak con guerrillas locales en la provincia al Anbar – y hablan del desmantelamiento de milicias iraquíes – y nos orientamos hacia una nueva serie de desastres. Estos ya pueden haber comenzado, comenzando con una confrontación entre el comandante estadounidense del plan de la oleada, general David Petraeus, y el jefe del cada vez más asediado y tambaleante gobierno iraquí, el primer ministro Nuri al-Maliki. Según Juan Cole en su sitio en la Red, Informed Comment: Maliki «teme que una vez que los miembros de las tribus suníes hayan despachado a ‘al Qaeda’ se vuelvan contra el gobierno de mayoría chií con sus nuevas armas estadounidenses.» Para impedirlo, «ha considerado pedir a Washington que saque al general de Bagdad.» Para el presidente Bush, que evidentemente se lo jugó todo con la carta de la oleada del general Petraeus, esto sería inconcebible, lo que significa que la próxima crisis en la política en Iraq – y probablemente varias posteriores – ya ha comenzado.
Como lo describe Mahmud Othman, veterano política iraquí: «Los estadounidenses han sido derrotados. No han logrado ninguno de sus objetivos.»
Michael Schwartz, profesor de sociología y director de facultad en el Colegio de Pre-Grado de Estudios Globales en la Universidad Stony Brook, ha escrito extensivamente sobre la protesta popular y la insurgencia, y sobre la dinámica empresarial y gubernamental estadounidense. Sus libros incluyen: «Radical Protest and Social Structure and Social Policy» y «The Conservative Agenda» (editado, con Clarence Lo).
Su trabajo sobre Iraq ha aparecido en numerosos sitios en Iternet, incluyendo a Tomdispatch, Asia Times, Mother Jones, y en ZNET; e impreso en Contexts, Against the Current, y Z Magazine. Su correo es: [email protected].
http://www.zmag.org/content/showarticle.cfm?SectionID=15&ItemID=13431