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Protestas, cambio político y elecciones

«Permítanos a nosotros tomar decisión por nuestras propias vidas»

Fuentes: La Joven Cuba

Las protestas de los días 11 y 12 de julio de 2021 fueron un test fiable del estado de las estructuras de oposición al Gobierno, o de su endeblez y nula capacidad política para convocar, o al menos intentar de alguna forma capitalizar un acontecimiento de tal magnitud. Parece bastante obvio que las referidas protestas […]

Las protestas de los días 11 y 12 de julio de 2021 fueron un test fiable del estado de las estructuras de oposición al Gobierno, o de su endeblez y nula capacidad política para convocar, o al menos intentar de alguna forma capitalizar un acontecimiento de tal magnitud.

Parece bastante obvio que las referidas protestas eran hijas del demoledor impacto social de las medidas económicas tomadas, las consecuencias económicas de la pandemia, así como del inédito reconocimiento oficial de la existencia de un pensamiento de oposición al Gobierno y al Socialismo que habían gestionado palabra a palabra, frase a frase, los autores y ejecutores de la polarización política.

Para algunos analistas, la parte de la población que no salió a protestar a las calles durante el verano de 2021 es mucho más importante a la hora de hacer un balance de los acontecimientos, o evaluar el posterior desarrollo de la vida política del país. Sin embargo, el hecho mismo de que tampoco saliera, al menos no significativamente, para oponerse a los manifestantes, parecía una compleja incógnita política a despejar en el futuro, más que una garantía de apoyo.

Si los datos empíricos de las jornadas de protestas remiten directamente al perfil sociológico que los inductores y operadores de la polarización política habían ayudado a construir y expandir en sus programas televisivos y artículos: hombres y mujeres jóvenes, estudiantes, intelectuales, negros, mestizos, desempleados y pobres; la imagen de una anciana habanera afirmando en medio de las protestas: «nos quitamos el ropaje de silencio», permite también atisbar la existencia de un ángulo ciego a la hora de entender la formación, movilización y comportamiento de los consensos sociales y políticos en Cuba, sus déficits, fracturas y cursos en el tiempo.

La propia alocución televisiva del Presidente cubano el 11 de julio, y su conocida orden de combate, a pesar de ser considerada por muchos como irresponsable llamado a la guerra civil, era un implícito reconocimiento de que las capacidades de auto-movilización espontánea de las bases políticas del gobierno y de las organizaciones de masas y políticas habían sido comprometidas por la envergadura y volatilidad con que se expandieron las protestas, pero también de la atomización y progresiva disfunción política y social que ellas venían sufriendo, desde incluso antes que las circunstancias de sucesivos aislamientos sanitarios y de reforma económica afectaran su funcionamiento.

De hecho, la represión inicial —prevista en planes de contingencia de acuerdo a los escenarios que avizoraban el impacto que tendría la reforma económica—, recaería fundamentalmente sobre fuerzas policiales convencionales, unidades antidisturbios especializadas, así como reclutas movilizados apresuradamente, y los muchas veces dubitativos integrantes de grupos para-estatales que respondieron al llamado.  

Una hipótesis que compite contra las versiones que sobre los hechos, sus motivaciones y causas dieran las autoridades antes y después de controlar a los manifestantes, es que la represión fuera en realidad el gatillo que desencadenó casos de enfrentamientos entre manifestantes y agentes de la autoridad.

Asimismo, que generara situaciones de agresiones y lesiones a funcionarios públicos (que encuadraban en el delito de atentado), detenciones y/o golpizas, tratos degradantes y abusos, y disparos con armas reglamentarias —causantes de al menos un muerto y un número hasta ahora indeterminado de heridos—, en lo que habían sido hasta el momento de la alocución presidencial, protestas mayormente pacíficas con esporádicos incidentes de saqueos y destrozos de tiendas e instalaciones de comercio y servicios en lugares no protegidos por las autoridades.

Las marchas, casi invariablemente, seguirían el patrón concéntrico inicial que se había apreciado en San Antonio de los Baños, epicentro de las protestas. Empezarían desde las periferias de ciudades y pueblos, nutriéndose desde los barrios más pobres, hasta confluir a sus centros urbanos. Esa ruta es quizás reveladora de algo cuya importancia no se ha valorado lo suficiente: una vez allí, en la mayoría de los casos, los manifestantes se dirigieron a las sedes de los gobiernos municipales, provinciales, o del Partido Comunista. En ningún caso, aun estando débilmente protegidas, se intentó tomar dichas instalaciones por los reclamantes, que superaban en número a los efectivos policiales y trabajadores que las custodiaban.

Las reflexiones que se desprenden, tanto de ese patrón concéntrico como del re-direccionamiento de las marchas hasta los lugares en que física y simbólicamente radicaba el poder, permiten valorar las causas económicas y políticas subyacentes en las protestas e igualmente interpretar sus impactos a más largo plazo.

No todas las inconformidades podrían ser explicadas, ni circunscritas, a las condiciones impuestas por varios ciclos de aislamiento pandémico, sus efectos económicos y psicológicos, o los condicionamientos que imponía a la vida social la política estadounidense contra el Gobierno cubano. Parece más probable la influencia de procesos continuos y prolongados de empobrecimiento y estratificación de segmentos cada vez más numerosos de la sociedad, el deterioro de las infraestructuras públicas que garantizaban los derechos y la seguridad y asistencia social, o su pérdida de alcance y eficacia por recortes presupuestarios y, sobre todo, por una muy baja inversión social en ellas.

Por otra parte, el estado calamitoso e inhabitable del fondo habitacional, la caída en picada de la producción de alimentos, las primeras señales e impactos de una crisis estructural de la producción de energía eléctrica, y la sostenida tendencia al incremento de la desigualdad y diferenciación sociales, también de su percepción social, se unieron de forma catastrófica a los efectos de la reforma económica gubernamental.

Una serie de procesos desaceleraron, restringieron y acorralaron dramáticamente los proyectos de vida de la población en contextos urbanos, suburbanos y rurales en un tiempo increíblemente corto:

– Acelerada y súbita pérdida de ingresos, poder adquisitivo y acceso a bienes y servicios básicos experimentada por los trabajadores. 

– Dramática devaluación de sus ahorros e imposibilidad de invertirlos de forma legal y segura antes de que ello ocurriera por inexplicables tardanzas en la entrada en vigor de un nuevo marco para la actividad económica privada. 

– Caída del empleo formal e informal, o su precarización, por la paralización de la industria del turismo y de los servicios asociados a ella.

– Exclusión económica estructural de la mayoría de la población que supuso la dolarización de la economía.

– Inflación galopante, promovida por escasas ofertas de bienes y servicios de las empresas estatales y depresión del comercio minorista.

Las historias de vida, a medida que el grado de diferenciación social entre individuos y grupos aumentaba, reflejaban cada vez más las distancias entre triunfadores y perdedores de la reforma económica; pero también entre los políticos, funcionarios, empresarios y los ciudadanos. Se evidenciaba el declive de más de tres décadas de un modelo de justicia social, y la impotencia e imposibilidad de cambiar su destino para miles de personas.

Por otro lado, que en muchos casos los manifestantes improvisaran diálogos, hicieran peticiones e interpelaran a autoridades y funcionarios frente a las sedes de instituciones gubernamentales y políticas, era demostrativo del nivel de obstrucción de los canales de comunicación política y administrativa con la ciudadanía y de su manejo burocrático y formal.

Que esos intercambios ocurrieran en el espacio tenso y potencialmente inestable de las protestas, era también un paradójico dato de que, a pesar del grado de erosión de la confianza política de los ciudadanos en las instituciones y sus dirigentes —y de la escasa preparación, empatía y capacidad exhibida por muchos de estos últimos para discutir, explicar y rendir cuentas de múltiples problemas de la realidad—; los manifestantes reconocieron y buscaron a las autoridades como interlocutores.

Igualmente, que personas sumergidas en muy difíciles condiciones de vida corearan la palabra ¡Libertad! en lugar de demandas más concretas, no puede ser descartado como poderosa expresión de la percepción que miles de ciudadanos tenían de su realidad política y/o económica, pero también como consecuencia de la arrogancia, insensibilidad, pedantería y comportamiento despótico y autoritario que exhibían no pocas veces las autoridades, o sus agentes.    

Lo explicado hasta aquí —obstrucción de los canales de comunicación política y administrativa con la ciudadanía; persistencia, pese a todo, en reconocer a las autoridades como interlocutores; y percepción de miles acerca de los límites que experimentaban sus libertades políticas a medida que se alejaban del ideal de consenso político y social que las autoridades asumían como válido—, tironeaban ya para entonces al sistema político cubano. 

Más de un año después de los hechos, un hombre descamisado y sereno, habitante de un asentamiento improvisado en El Cepem, cerca de Playa Baracoa, al oeste de La Habana, le diría a autoridades y altos grados policiales en las postrimerías de un incidente violento entre fuerzas del orden y vecinos que preparaban una salida ilegal del país:

«Somos cubanos como ustedes, que tienen otra posición en este momento, pero alguna vez se les fue la corriente, alguna vez no tuvieron comida como no la tenemos nosotros hoy. Alguna vez no tuvieron nada como no tenemos nosotros. ¿Qué cambiaron de posición? Felicidades. Permítanos a nosotros tomar decisión por nuestras propias vidas».

Aunque el improvisado discurso fue más largo, la frase: «Permítanos a nosotros tomar decisión por nuestras propias vidas», más allá del contexto de pobreza, represión y migración en que se produjo, funcionaba como resumen de una contradicción política que se hacía cada vez más importante en Cuba.

El quiebre

La represión de las protestas fue, por así decirlo, el fin de una difícil luna de miel del Gobierno con la Constitución de 2019. Aunque es imposible saber con certeza la percepción que ellos y los directivos del aparato ideológico del Partido Comunista de Cuba tuvieron del proceso de apropiación de valores y contenidos constitucionales que hicieron muchos ciudadanos; es absurdo desconocer que en su totalidad provenían de una cultura y prácticas de poder ajenas, cuando no hostiles, a los procesos de autonomía y autodeterminación política que experimentaban muchos ciudadanos, también al sometimiento a la Ley.    

No obstante, puede deducirse que las tensiones políticas previas a las manifestaciones, y los intentos de los ciudadanos de usar dichos contenidos como herramientas para transformar la realidad —que iban desde la protección de animales, creación de asociaciones civiles, defensa de derechos y reivindicaciones de grupos, defensa contra distintas formas de discriminación, y ampliación y eficacia de la participación política, entre otras—, debieron inquietarlos lo bastante como para mirar con desconfianza la paulatina aunque creciente y novedosa repolitización de la ciudadanía que los derechos, libertades y garantías reconocidos en la nueva Constitución habían implicado.

De hecho, el mandato constitucional establecido en las disposiciones de la Constitución de 2019 para que se elaborase una normativa que allanara el camino a demandas de protección activa de los derechos humanos ante tribunales por parte de los ciudadanos frente a violaciones de funcionarios públicos; sería obviado por el Gobierno hasta que, después de posponerlo reiteradamente con el pretexto de la situación pandémica, finalmente lo aprobaría dentro del cronograma legislativo del verano de este año.

Las advertencias que algunos intelectuales habían hecho sobre la posibilidad de que el Estado de Derecho que proclamara la Carta Magna acabara siendo un Estado de Derechos del Estado y los funcionarios frente a los derechos de los ciudadanos, se estaba volviendo una muy dura realidad incluso desde antes de las protestas.

Los casos de Luis Robles Elizástigui, joven trabajador por cuenta propia detenido, procesado y condenado a varios años de privación de libertad por exhibir durante escasos minutos en un céntrico paseo habanero un tosco cartón de embalaje en el que aparecía un mensaje de libertad para los presos políticos; el de Karla Pérez González, joven estudiante que había sido privada arbitrariamente del derecho a la educación cuando cursaba su primer año en la Universidad, y a la que años después se impediría entrar al país al concluir su carrera en Costa Rica; y el de Leonardo Romero Negrín, otro estudiante universitario que en medio de una protesta enarbolara un cartel que proclamaba: «Socialismo Sí, Represión No»; ocurridos todos durante la vigencia de la nueva Constitución cubana, eran, sin ser los únicos, suficientemente diferentes entre sí como para identificar la existencia, o si se quiere continuidad, por parte de las autoridades y funcionarios de un patrón de actuación disruptivo de las normas y valores constitucionales.

El escaso impacto que tuvo la nueva Constitución en la cultura institucional cubana, la ausencia de esfuerzos y exigencias para adecuar los protocolos de comportamiento y actuación de sus miembros a sus contenidos de derechos y garantías, la promoción sistemática de códigos de cultura política que reñían con su reconocimiento y respeto en las interacciones con los ciudadanos, y el no desmantelamiento de una densa madeja de normas administrativas típicamente inconstitucionales que abarcaban casi todos los aspectos de la realidad; fueron algunos de los factores tenidos en cuenta para pronosticar un escenario en que la eficacia de muchas normas constitucionales se vería sustancialmente afectada, o finalmente cancelada.

Que algunas normas administrativas fueran activadas de forma selectiva y discrecional por funcionarios que no motivaban legalmente su decisión, ni ofrecían posibilidad alguna de recurrirlas —como las que implicaban la prohibición de entrada o salida del país, o de abandonar inmuebles residenciales—, demostraban que, al estilo de las antiguas lettre de cachet, el poder se reservaba interferir en la vida de los ciudadanos de forma particularmente arbitraria e impune.

Para algunos intelectuales, la represión a manifestaciones había sido colofón de un proceso similar a una respuesta biológica autoinmune, pero en este caso contra el cambio de cultura política y jurídica, de creencias, prácticas y ejercicios ciudadanos que había producido la Constitución del 2019. Si fuera posible tal eufemismo, era el inicio de un golpe del Estado contra el nuevo modelo de derechos —y libertades—  políticos que ella reconocía.

Las protestas fueron interpretadas por muchos manifestantes, y por distintos analistas, como ejercicios espontáneos y legítimos de algunos de esos derechos y libertades. No obstante, para el Gobierno —más allá de los desórdenes, saqueos, e incidentes de violencia que se produjeron—, tales ejercicios fueron percibidos como inicio de una intolerable secuencia que era necesario detener y suprimir por todos los medios antes de que se tornara una peligrosa bola de nieve política.

A casi un año de las protestas, el Gobierno pondría a punto dos legislaciones que tenían el rol de antídotos penales y administrativos contra el ejercicio de los derechos y libertades políticas que reconocía la Constitución: el Código Penal y la Ley de Comunicación Social.

Las durísimas penas de privación de libertad impuestas a los manifestantes, habrían servido para disuadir a cualquiera que pretendiera usar los derechos y libertades políticas que reconocía la Constitución de 2019. Era un atajo para recuperar, o consolidar, la iniciativa política interna. Sin embargo, por más efectivo e incluso tranquilizador que pudiera ser tal despliegue de poder, la represión del conflicto era realmente una paradoja en la que la incapacidad política pretendía producir un resultado político.       

Por muchas razones, las protestas fueron extraordinarias en la historia cubana de los últimos sesenta años, pero sería un serio error confundir sus límites temporales con su finitud. En realidad, ellas formaban parte de un proceso político en desarrollo. Pese a la represión, las protestas expandieron increíblemente la apropiación cultural de los derechos y libertades constitucionales; contribuyeron a la consolidación de actitudes, prácticas, experiencias e ideas sobre lo político y lo democrático, que empezarían a mediar de forma cada vez más importante las relaciones e intereses entre la ciudadanía y los funcionarios del Gobierno y el Estado. Y también los sueños y aspiraciones de los cubanos.

Su represión, en cambio, expondría y dejaría irresuelto, pospuesto, el conflicto que aquel hombre, descamisado y sereno, había sintetizado lúcidamente en el litoral habanero como el centro de todas las contradicciones políticas en Cuba.

La celebración a finales de septiembre de 2022 del referéndum para la aprobación del nuevo Código de las Familias, fue, dentro de ese contexto, la oportunidad para muchos de un anhelado ejercicio de tomar decisión sobre sus propias vidas. Para otros, era una elección basada en la afirmación de una cultura política transversalizada por el poder de tomar decisión sobre —y por— otras personas, y no pocas veces excluirlas también, de derechos de los que ellos disfrutaban.

El Gobierno, que monopolizó la campaña por el SÍ, no pudo sin embargo evitar usar dentro de ella un núcleo de nociones y principios que remitían enfáticamente a la legitimidad de la pluralidad, la necesidad de reconocer, proteger y garantizar el respeto a la opción personal, así como proscribir la discriminación y exclusión. El propio Díaz-Canel, en encuentro organizado días previos a la votación, reconocería en la exclusión algo dañino y un factor de atraso para la sociedad cubana. Tal afirmación fue entendida por muchos como acto de hipocresía, que no pasó desapercibido en medio de los enconados debates.

Pero su utilización como argumento, quizás no solo se correspondía a una comprensión personal del terrible drama que había significado —y aún era— para miles de personas que de diversas formas fueron víctimas de discriminación por motivo de identidades y prácticas sexuales. Probablemente su manejo obedecía también a la necesidad de utilizar algunos contenidos fundamentales del paradigma político democrático que manejaban amplios sectores de la población —como parte del cambio político que la Constitución de 2019, las protestas, e incluso la represión, habían acrisolado culturalmente— como punto de apoyo para alcanzar y maximizar consensos sobre una cuestión en concreto.      

Más allá de las repercusiones inmediatas del resultado del referéndum del Código de las Familias —y aunque no fuera prácticamente advertida—, la convocatoria a elecciones municipales hecha a inicios del pasado septiembre, con la que se inicia el ciclo electoral al final del cual podrá ser electo —o re-electo— el Presidente de la República de Cuba, se vislumbraba como una oportunidad mucho más compleja para las expectativas de los cubanos de tomar decisiones políticamente relevantes para sus vidas.

Para el cuarto sistema político vigente en Cuba desde 1959, esta será su primera prueba de funcionamiento electoral. Sin embargo, desde su entrada en vigor en 2019, la respuesta dada a la conflictividad política de la población generó dinámicas y crecientes niveles de exclusión política que podrían influir en la marcha del proceso.

Hay que tener en cuenta que distintas circunstancias internacionales y deformaciones internas de todo tipo, así como los resultados desastrosos de planes y decisiones económicas implementadas por el Gobierno en un corto período de tiempo, han disminuido de forma sensible su capacidad para proponer y articular políticas públicas capaces de lograr la inclusión social y económica de las mayorías.

Esto podría haber comprometido la vitalidad del nuevo sistema político, no solo ya para cumplir su función de soporte eficiente del encauzamiento de consensos, inclusión y participación de los ciudadanos —tal como lograron en buena medida los sistemas anteriores, incluso en momentos de crisis—; sino para renovar formalmente su legitimidad mediante elecciones, o la representación de la diversidad de sectores, clases e intereses de la sociedad.

La acumulación a través de los años de déficits de interrelación y comunicación entre funcionarios electos y ciudadanos, puede haber llegado ya a su punto más alto de rendimiento político. Los ciudadanos cuyas posibilidades reales de comunicarse, ser escuchados, atendidos y representados efectivamente por los diputados nacionales son desnaturalizadas, viciadas, o imposibilitadas; acaban por ser indiferentes, no participar, y desear un modelo diferente al que tienen.  

Para un sistema político que —pese a la preferencia por la elección presidencial directa expresada por miles de ciudadanos en la consulta popular de la Constitución de 2019—, ratificó la elección de segundo grado, será también un enorme desafío que muchas inconformidades, problemas y antipatías de la población hayan sido firmemente dirigidas y personalizadas en el actual Presidente cubano y Primer Secretario del Partido Comunista.

Esta última es, sin dudas, la peor circunstancia que deba enfrentar un político en cualquier tiempo y país. En el caso de Díaz-Canel, puede explicarse por factores diversos, que van desde sus características personales y actitudes, el tratamiento mediático recibido, la vigencia o emergencia de tipos o estructuras de autoridad distintas a la ejercida por él, las percepciones sociales sobre el papel del liderazgo, o su entorno familiar, o imagen y edad; hasta su evaluación a partir de los criterios y expectativas de su cohorte generacional, o de otras generaciones, y la capacidad de lograr una comunicación efectiva y empática a través del discurso e interacciones con los ciudadanos.

No se puede subestimar el papel que desempeña la trasformación de cuestiones claves de la sociología política de la población cubana que tienen que ver con: los paradigmas de confianza política, exigencia de responsabilidad pública, nuevas formas de entender la democracia y lo democrático, igualdad política y uso y límites del poder, así como de distintas representaciones de la política, su institucionalización, finalidades y funcionamiento, adquiridas por nuevas generaciones de ciudadanos.

Una joven cubana recientemente entrevistada afirmó:

«(…) el arribo al poder en Chile de uno de los líderes de protestas estudiantiles de hace una década (aquí serían vándalos o mercenarios), de Petro en Colombia, o la derrota de Donald Trump en elecciones, son una metáfora de nuestras frustraciones y aspiraciones como generación. Uno siente que tampoco vamos a tener nunca un Mujica, que sea Presidente y siga viviendo en su destartalada casa de siempre, y eso duele, la impotencia duele. Ninguno de nosotros somos elegibles por el sistema. De eso se trata».    

Por otro lado, si durante los debates previos al referéndum del Código de las Familias, y en la propia jornada electoral, llamamientos y argumentos a favor de un voto de castigo contra el Gobierno posiblemente fueron motivadores en la opción del NO, la abstención y la anulación consciente de boletas; es evidente que la sostenida tendencia a la abstención y anulación de votos registrada en los últimos procesos electorales, pudiera ser indicador substancial del grado de desgaste, contradicciones e insuficiencias de un modelo político unipartidista, que nació y se legitimó en circunstancias muy concretas, pero que, por eso mismo, no puede funcionar eternamente a contramarcha de la dialéctica de los cambios sociales sin acabar siendo anacrónico.

Probablemente Rubén Remigio Ferro, presidente del Tribunal Supremo Popular, cuando reconoció en una comparecencia ante medios de prensa en días siguientes a las protestas de julio del 2021 que manifestarse era un derecho, condensaría sin intención lo desafiante que resultaba siempre al poder la frase que Giuseppe Tomasi di Lampedusa había acuñado en su célebre novela Il Gattopardo.

Ciertamente, no era tan fácil hacer que todo cambiara y conseguir que todo siguiera igual.

René Fidel González García. Doctor en Ciencias Jurídicas. Profesor de Derecho. Ensayista

Fuente: https://jovencuba.com/permitanos-nosotros-decision/