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La Primera Ley de la “Petropolítica” se vuelve contra Thomas Friedman

Petróleo y democracia: ¿quién dijo que eran incompatibles?

Fuentes: Rebelión

La confluencia de procesos electorales a lo largo del pasado año en distintos países cuyo denominador común era la abundancia de recursos naturales y, especialmente, en algunos con importantes reservas de petróleo dio lugar a una línea de opinión en los principales medios de comunicación que cuestionaba la naturaleza realmente democrática de sus sistemas políticos […]

La confluencia de procesos electorales a lo largo del pasado año en distintos países cuyo denominador común era la abundancia de recursos naturales y, especialmente, en algunos con importantes reservas de petróleo dio lugar a una línea de opinión en los principales medios de comunicación que cuestionaba la naturaleza realmente democrática de sus sistemas políticos y advertía de la influencia perversa que la elevación de los precios de las materias primas podía ejercer sobre dichos sistemas.

Una de las principales aportaciones al respecto, tanto por la relevancia de su autor como por los diferentes medios en los que fue publicado, fue el artículo Las leyes claves de la ‘petropolítica’ del prestigioso y tres veces ganador del Premio Pulitzer de periodismo, Thomas Friedman. Artículo aparecido originalmente en la revista Foreign Policy en sus ediciones tanto en inglés como en castellano y que, en España, publicó a finales del mes de julio el periódico El País ilustrándolo, por cierto, con fotografías del presidente de Venezuela, del de Irán y de instalaciones petroleras venezolanas. ¿Mera casualidad o mensaje subliminal al lector?

En ese artículo, el reputado periodista parte de la consideración de que la subida del precio del crudo ha tenido una serie de consecuencias relevantes en la política internacional contemporánea. Las manifestaciones más evidentes de esas consecuencias serían, a su entender, básicamente dos.

Por un lado, un presunto deterioro de la salud democrática de las instituciones y de los gobiernos de los principales estados productores de petróleo.

Y, por otro, Friedman también destaca que se ha producido una elevación del tono de los discursos y un robustecimiento de la actitud desafiante de los máximos mandatarios de esos estados frente al resto del mundo y lo ejemplifica remitiéndose a las declaraciones públicas más recientes de los presidentes de Irán (Ahmadineyad), Venezuela (Chávez) o Rusia (Putin).

A partir de esas consideraciones, el autor propone lo que él considera, sin empacho, que puede ser una nueva ley científica, la Primera Ley de la Petropolítica. Esta Ley postularía la existencia de una relación inversa entre el precio del petróleo y el avance de las libertades políticas de forma que, según Friedman, «cuanto más sube el precio mundial medio del crudo, más se deterioran la libertad de expresión, la libertad de prensa, las elecciones libres y limpias, la independencia del sistema judicial, el imperio de la ley y los partidos políticos».

Tras la enunciación de la Ley, Friedman ofrece al lector una serie de argumentos que en su opinión vendrían a respaldar su solvencia. Trata con ello de convencerlo de que dicha Ley no sólo es cierta sino de que, además, es universal y estable en el tiempo y de que, por lo tanto, reúne algunos de los atributos necesarios para que pueda ser considerada como ley científica similar, por ejemplo, a la de la gravedad.

Pues bien, el artículo, que a ojos de un lector incauto pudiera parecer bien fundamentado y no carente de cierta lógica interna no resiste, por el contrario, una lectura mínimamente pausada y crítica.

Y es que, como veremos a continuación, Thomas Friedman mejor haría en seguir dedicándose a publicar crónicas sobre Líbano o Israel, que tanta gloria periodística le reportaron, que a tratar de convencer a sus lectores, con una presuntuosa retórica cientifista, de que, efectivamente, existe algún tipo de correlación significativa y estable entre ingresos petroleros y democracia.

La retórica científica al servicio de la ideología

Uno de los mecanismos más espurios, y a la vez más frecuentes, que ciertos intelectuales utilizan para tratar de esconder sus juicios de intenciones y sus prejuicios es remitirse al discurso científico y a la metodología que le otorga de un rigor casi universal para revestir aquéllos de una supuesta neutralidad y asepsia política.

El motivo de esa usurpación de un método y un léxico que resultan impropios y pretenciosos para un mero artículo de opinión es tratar de situar los argumentos y conclusiones que el autor intenta defender en un peldaño por encima de la simple expresión de pareceres y alejarlos, con ello, del cuestionamiento público. El autor busca deliberadamente marcar una distancia insalvable con un lector medio que, apocado y acomplejado ante una terminología que le resulta distante y casi taumatúrgica, asume acríticamente los supuestos de los que parte el autor para la elaboración de su tesis, la secuencia de su razonamiento y las conclusiones que de todo ello se derivan.

En este sentido, el artículo de Friedman constituye un ejemplo prototípico de este tipo de manipulación y, por ello, también lo es de artículo tramposo en el peor sentido de la palabra.

De entrada, el autor señala que es «el primero en reconocer que éste no es un ningún experimento científico de laboratorio, porque el ascenso y la caída de la libertad política y económica en una sociedad nunca puede ser perfectamente cuantificable o intercambiable». Sin embargo, no deja de insistir, seguidamente, en que sí cree «que sirve de algo tratar de mostrar esta correlación absolutamente real entre el precio del petróleo y el ritmo de la libertad, aun con sus imperfecciones».

A partir de esa expresión explícita de intenciones es evidente que, en primer término, el artículo deberá ser juzgado a la luz del rigor y éxito con el que Friedman consiga constatar la existencia o no de dicha correlación.

El problema es que el autor, llevado de sus ínfulas cientifistas, no espera a demostrar su tesis para, una vez contrastada, convertirla en ley general sino que, confundiendo las leyes científicas con las revelaciones divinas, se permite afirmar desde el principio, casi en términos de axioma, que «la Primera Ley de la Petropolítica dice lo siguiente: el precio del petróleo y el avance de las libertades van siempre en direcciones opuestas en los Estados petrolistas«.

Y, claro está, la pregunta que uno debe hacerse inmediatamente después de la lectura de esa «Ley» es qué es un Estado petrolista.

Pues bien, y aquí llega la primera trampa, Friedman llama Estados petrolistas a «aquéllos que dependen de la producción de crudo para la mayor parte de sus exportaciones o su producto interior bruto y, al mismo tiempo, poseen unas instituciones débiles o unos Gobiernos claramente autoritarios» (la cursiva es mía).

Sí, exactamente eso que están pensando es la conclusión del tautológico planteamiento que Friedman trata de revestir de ciencia: en unos Estados que, por definición, son calificados de autoritarios es impepinable que el nivel de libertades públicas y políticas sean mínimas o inexistentes. Y ello con independencia de si sus economías dependen de la producción petrolera o de la de cualquier otro producto.

Porque, a fin de cuentas, lo que realmente le interesa destacar a Friedman para su argumentación es que esos estados son autoritarios. Y, en este sentido, la cuestión de la influencia que el elevado peso de la industria petrolera pudiera tener en las instituciones políticas del país queda relegada a un segundo nivel de importancia. Es más, podría haber establecido como variable explicativa del presunto bajo nivel democrático de esos países cualquier otro factor que él entendiera que éstos tuvieran en común, hasta el más disparatado, porque el resultado seguiría siendo ineludiblemente el mismo.

Además, basta con atender a la lista de estados que Friedman considera como petrolistas para constatar que, como se ha señalado, su preocupación sea generar en el lector la impresión de que todos los estados con elevadas reservas de petróleo son autoritarios: Azerbaiyán, Angola, Chad, Egipto, Guinea Ecuatorial, Irán, Kazajistán, Nigeria, Rusia, Arabia Saudí, Sudán, Uzbekistán y Venezuela.

Lo destacable del anterior listado es cómo Friedman escamotea del mismo a otros estados que, si se atiende a la primera parte de su definición -esto es, la que se refiere a la alta dependencia de sus economías de los ingresos del petróleo-, sí que debieran estar incluidos pero que, claro está, difícilmente pueden ser considerados autoritarios. Tal es el caso paradigmático de Noruega, cuyas exportaciones de crudo y gas supusieron, en 2002, el 44% del total de las mismas y el 19% de su producto interior bruto.

Como también escamotea la inclusión de otros estados en donde los ingresos petroleros son vitales, por ejemplo, para el mantenimiento de sus finanzas públicas pero que el autor parece que no quisiera que quedaran en el subconsciente colectivo como autoritarios, como es el caso de México.

Cuando las excepciones son la regla

Más allá de su tramposa definición de Estado petrolista, el planteamiento de Friedman se cae por su propio peso si atendemos a la naturaleza dinámica de la que dota a su presunta Ley.

Según ésta, la fluctuación de los precios internacionales del crudo condicionaría en sentido inverso la evolución temporal del nivel democrático de las instituciones y los gobiernos de unos Estados que, según él mismo define, son ya de por sí de naturaleza poco democrática.

Es decir, Friedman no enuncia su Ley en términos estáticos y, a partir de ahí, trata de explicar por qué, en un determinado momento histórico, un número significativo de Estados productores de petróleo presentan regímenes autoritarios. Su intención va más allá y le lleva a afirmar que la causa, la variable explicativa, de la tendencia hacia el autoritarismo de esos Estados es, básicamente, el nivel de los precios del petróleo de forma que cuando éstos se elevan la salud democrática de aquéllos se resiente. ¡Ahí queda eso!

Basta con remitirse a algunos ejemplos de la lista de Estados petrolistas de Friedman para constatar en este caso, no lo tramposo de su argumento, sino lo erróneo del mismo y la existencia de un número tan elevado de excepciones a su Ley como para que, por un mínimo del respeto intelectual que debiera tenerse a sí mismo el ganador de tres Premios Pulitzer, hubiera desechado publicar este artículo, al menos en estos términos.

Porque, ¿cómo puede sostener Friedman que la evolución de los precios del petróleo ha tenido algún tipo de incidencia sobre la falta de libertades políticas y civiles en el régimen feudal de Arabia Saudí? Con independencia de cuál ha sido el sentido de la fluctuación de esos precios, la monarquía saudí viene despreciando recurrentemente la posibilidad de realizar cualquier tipo de transformación institucional que suponga su acercamiento a los patrones convencionales por los que se rigen las democracias occidentales. ¿O es que Friedman no lo sabe?

¿Qué sentido tiene hablar de que la evolución de las libertades democráticas en Angola, Nigeria, Chad o Sudán dependen de la de los precios del petróleo si estos países han experimentando desde su descolonización una sucesión de guerras civiles que han impedido la normalización de una convivencia pacífica y no digamos ya de una democracia? ¿No se encuentra más cercana a la explicación real de la evolución política de esos Estados el interés de las antiguas potencias colonizadoras por apoyar y mantener en el poder a gobernantes corruptos y serviles a los intereses de sus antiguas metrópolis aún a costa de que eso provocara las frecuentes guerras civiles que, de hecho, han tenido lugar?

¿Ignora también Friedman que estos últimos años de aumento continuado de los precios del petróleo son también coincidentes con el período histórico más democrático de la historia de Venezuela, el que viene viviendo desde que Hugo Chávez llegó al poder? ¿O que, para abundar en la refutación de su Ley, en ese mismo país los periodos dictatoriales de los años cincuenta coincidieron con unos precios bajos del petróleo?

¿Cómo puede defender que los precios de petróleo tienen algún tipo de incidencia sobre el régimen dictatorial revestido de democracia formal de Teodoro Obiang en Guinea Ecuatorial? ¿Cómo puede pretender fundamentar su Ley sobre la escasa vida política independiente de las antiguas repúblicas soviéticas?

Incluso el ejemplo de Bahrein, que el autor utiliza para tratar de justificar su tesis de que unos menores precios del petróleo conducen a una mayor democratización de los Estados, actúa en su propia contra.

Y es que, si hasta cierto punto Bahrein es el país de la península arábiga que mayores reformas democráticas ha emprendido en los últimos años, éstas comenzaron a producirse a principios de este siglo, con unos precios del petróleo ya claramente al alza. En cualquier caso, y desoyendo su propia Ley, Friedman argumenta que dichas reformas se han producido porque Bahrein, «casualmente, es el Estado de la zona del Golfo en el que antes está previsto que se agote el petróleo». Ante esta afirmación, y si éste era el ejemplo sobre el que pretendía plantear en positivo su Ley, debiera haberla expresado en términos de una correlación entre expectativas de agotamiento de las reservas de crudo y reformas democráticas y no en los términos en los que efectivamente lo hace.

De la «enfermedad holandesa» al «trastorno» de Friedman

Finalmente, tampoco puede dejarse pasar el sustrato teórico con el que Friedman intenta respaldar «científicamente» su Ley más allá de los meros ejemplos de estados petrolistas.

Para ello recurre a la denominada «enfermedad holandesa», expresión que algunos economistas utilizan para referirse a «las negativas consecuencias económicas y políticas que tiene para un país el hecho de poseer una abundancia de recursos naturales» y que se puso relativamente de moda en la literatura económica hace unos años, cuando se estudiaron los efectos que el descubrimiento de los enormes yacimientos de gas natural tuvo para la economía de los Países Bajos en los años sesenta.

En este caso, Friedman sintetiza correctamente los efectos que este tipo de acontecimientos pueden tener sobre la economía de un país por la vía de la apreciación de su moneda como a partir de la masiva entrada de divisas gracias al aumento de la renta petrolera. Ello provocaría el encarecimiento de las exportaciones de sus productos manufacturados y el abaratamiento de las importaciones del resto del mundo con los consiguientes riesgos de desindustrialización de la economía nacional si no se aplican políticas correctivas que permitan contrarrestar dichos efectos.

Sin embargo, cuando Friedman se remite a este planteamiento para justificar su Ley obvia lo más evidente: que el aumento de los precios del petróleo provoca fundamentalmente efectos económicos y no políticos. ¿O es que está insinuando ahora que los Países Bajos experimentaron un deterioro de sus instituciones democráticas como consecuencia de esos descubrimientos? Nada sobre esto último afirmaron al respecto los economistas en su momento, así que difícilmente puede utilizarlo Friedman como argumento a favor de su Ley, por lo que su referencia a la «enfermedad holandesa» no es más que una explicación incorporada ad hoc que en nada refuerza su hipótesis.

En definitiva, el artículo de Friedman no es más que un conjunto de desaciertos pueriles e imperdonables en alguien de su prestigio. Errores tanto más imperdonables cuanto que el autor no duda en revestir tendenciosamente su discurso de un aire «cientifista» para tratar de dotar de una pátina de rigor a lo que no son más que una suma de ideas preconcebidas que difícilmente casan con la realidad política y económica contemporánea.

Si lo que pretendía era decir que cualquier resultado electoral en los países productores de petróleo que no convenga a los intereses de los principales países consumidores de petróleo puede y debe ser tachado de antidemocrático podía haberlo dicho sin pudor. Y es que, con los tiempos que corren, Friedman debería saber que el papel lo soporta todo.

Alberto Montero Soler ([email protected]) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y colaborador habitual de Rebelión. Puedes visitar su blog «La otra economía» en la página de elotrodiario.com