Pamplona sigue con rastros de rancio olor, efluvios de sudor viejo, requetés necesitados de bicarbonato en su digestión histórica y humana. El dios, patria y rey aflora en zaguanes, catedrales, procesiones, rezos, Diario de Navarra y simientes de entonces y ahora, regadas en bibliotecas, archiveros, escritores y gentes de agrio sentir. Un buen día los […]
Pamplona sigue con rastros de rancio olor, efluvios de sudor viejo, requetés necesitados de bicarbonato en su digestión histórica y humana. El dios, patria y rey aflora en zaguanes, catedrales, procesiones, rezos, Diario de Navarra y simientes de entonces y ahora, regadas en bibliotecas, archiveros, escritores y gentes de agrio sentir.
Un buen día los católicos de Iruña se plantan de rodillas, rosario en mano, y a coro acusan de blasfemo al artista Abel Azcona, que posiblemente no cree, por denunciar a la Iglesia de pederastia con -dice él, pero yo no lo creo- hostias consagradas. ¿Irreverencia o tomadura de pelo? Porque primero habría que demostrar que está consagrada, para luego acusar. ¿Y cómo demuestran que está consagrada y no más bien ha sido una gran tomadura de pelo? Es lo que debiera haber hecho el alcalde de Iruña, Sr. Asirón, llamar a un químico y analizar. Y luego llamar al obispo al Ayuntamiento y colocarle ante la prueba de tener que distinguir una consagrada de una no consagrada, como se hace en los careos. Y de no aprobar, denunciarle por alboroto y mendacidad.
Y otro día, ante un Ayuntamiento que, con medio siglo y más de retraso, intenta devolver los restos de Mola, Sanjurjo y otros militares franquistas a sus familias, limpiar de oprobio y verdín la dignidad humana mancillada, sanear edificios públicos y honrar la memoria de vidas humanas dignas asesinadas, semillas y adnes de aquel atraco a mano armada amenazan ante tribunales de su pelo y su altura; y esto mientras miles de familiares asesinados por los golpistas, de los que Emilio Mola fue ‘El director’, siguen teniendo a los suyos en cunetas y simas».
El ministro del Interior, en representación del estado español y con el aval de jueces y fiscales, Jorge Fernández Díaz, escupió días atrás al otoño en Iruña esa falacia, tan piel en sus cuerpos, de que «hay algunos que pretenden ganar la guerra civil, cuarenta o no sé cuántos años después de haber terminado», cuando, con veracidad histórica, lo único que urdieron él y sus antepasados fue un golpe militar fascista y asesino contra la democracia y sus gentes.
Medio centenar de partidos políticos, sindicatos y colectivos sociales, racimo espeso y granado de organismos de la ciudad, convocan ante el monumento a los caídos para el 15 de octubre (3 días luego de la generala virgen del Pilar y su desfile militar) auzolan para dar «una respuesta firme, clara y plural frente a las agresiones, pintadas y amenazas dirigidas contra todo tipo de colectivos sociales», que realizan en Iruñea su trabajo en distintos ámbitos sociales, como la memoria histórica, sindical, euskara, antirracismo y peñas sanfermineras, entre otras», precisamente ahora que se cumplen 80 años del «levantamiento militar, civil y eclesiástico, al que llamaron Santa Cruzada Nacional
Y se agradece la voz fresca, juiciosa y digna de un grupo cristiano que alza la voz ante su obispo, el de antes y ahora, criticando con justeza «el papel de la Iglesia española en general, y de la Navarra en particular, que, salvo algunas honrosas excepciones, además de bendecir y caracterizar como «Cruzada» aquella oscura y trágica sublevación, no estuvo al lado del derecho de los débiles y perseguidos, de las víctimas y sus familias, de la justicia en suma».
Sin duda, tras el cogote tienen la cita de aquel libro del historiador Julian Casanova «La Iglesia de Franco«: «De nuevo la tragedia y la comedia juntas. La tragedia de decenas de miles de españoles asesinados, presos, humillados. Y la comedia del clero paseando a Franco bajo palio y dejando para la posteridad un rosario interminable de loas y adhesiones incondicionales a uno de los muchos criminales de guerra que se han paseado victoriosos por la historia del siglo XX». Hay que decir que Franco tenía un capellán privado, el padre José María Bulart, oía misa todos los días y cuando podía se juntaba con doña Carmen Polo a rezar el rosario. Cristiano ejemplar, «bonísimo católico» decía de él el cardenal primado Isidro Goma. Le trataban como a un enviado de Dios. No olvidemos que tuvo casi cuatro décadas la mano momificada de santa Teresa en la capilla del palacio del Pardo, proporcionando «consuelo espiritual» al caudillo y guiando sus pasos. La santa de la Raza. La Iglesia y el caudillo caminaron, asidos de la mano, durante casi cuarenta años. ¡Franco, el gran cruzado católico! A su entierro acudió otro gran católico, también de misa diaria, el dictador Augusto Pinochet.
También, cómo no, merece recordarse el estremecedor relato de aquel fraile capuchino navarro, Gumersindo de Estella, perseguido y arrinconado por sus superiores durante tantos años, y que con retraso fue hecho libro: «Fusilados en Zaragoza (1936-1939). Tres años de asistencia espiritual a los reos«. Son muertes, que como dice Koldo Campos: «de vivas, nos dan las buenas horas, nos lustran la sonrisa, nos atan los zapatos con los que andar el día, nos rondan y nos cantan los sueños que aún amamos.
Son muertes tan poco moribundas que siempre están naciendo y así no tengan visa para el cielo o el aval de la ley para la gloria van a seguir estando con nosotros, memoria que respira y pan que se comparte, dichosamente vivas».
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