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Política exterior y medio ambiente

Fuentes: La Jornada

«Vivo en un país tropical / bendecido por Dios…»Versos del poema musical País Tropical,de Jorge Ben Jor El recién electo presidente   Jair Bolsonaro acaba de completar su gabinete con la nominación de Ricardo Salles como ministro de Medio Ambiente. Y si alguna duda había, el orden con que los ministros han sido escogidos fue, […]

«Vivo en un país tropical /
bendecido por Dios…»


Versos del poema musical País Tropical,
de Jorge Ben Jor

El recién electo presidente   Jair Bolsonaro acaba de completar su gabinete con la nominación de Ricardo Salles como ministro de Medio Ambiente. Y si alguna duda había, el orden con que los ministros han sido escogidos fue, coherentemente, el de prioridades que el gobierno que asume el primero de enero de 2019 da a su proyecto político: el medio ambiente ocupa el último lugar y las finanzas el primero. Para garantizar esa política se designaron, también por orden, el Ministerio de Justicia y Seguridad Pública, el Ministerio de la Defensa y el Ministerio de Relaciones Exteriores.

Llama la atención que el superministerio de Economía, dirigido por un especialista en finanzas, Paulo Guedes, no tenga el Ministerio de Agricultura bajo su tutela: esto da cuenta de qué es lo central las oligarquías latifundistas del agronegocio tienen sobre los destinos de la sociedad brasileña. Debe señalarse, de paso, que el futuro gobierno ofreció a los agronegociantes que se hicieran cargo del medio ambiente absorbiéndolo en la cartera de Agricultura, lo que fue rotundamente rechazado por el sector que así se libraba del cuidado ambiental. No pudieron ser más explícitos y coherentes.

Todo hace pensar que la pasión ideológica del libre mercado está cegando a los nuevos gobernantes del país. Incluso en lo que dicen respecto de la política exterior y el lugar que Brasil debe ocupar en el mundo por su clara vocación política derivada de su propia naturaleza tropical. Ahí radica la cuestión: hay que recordar que somos un país tropical, lo que no es cualquier cosa, más aún cuando se es el mayor del mundo, lo que parece no tener la menor importancia política. Y en eso el futuro gobierno no está solo, hay que destacarlo. En tal sentido, acompañar de modo ideológicamente automático e infantil la política exterior de Estados Unidos lo vienen manifestando los recientemente electos vicepresidentes, el general Hamilton Mourão y el diputado Eduardo Bolsonaro, lo que los pone en los límites de ser caracterizados como delincuentes de lesa patria.

Se puede comprender que salir del Tratado de París tiene algún sentido para un país como Estados Unidos, por el lugar que ocupa en el complejo de carburantes de combustibles fósiles -carbón, petróleo y gas-, en las relaciones internas de éstos, por el lugar que tienen las corporaciones y ese estado en la geopolítica mundial y, poco se dice, del hecho de que no es un país de clima templado y, por tanto, no puede contar con la tropicalidad como un lauro en su política exterior.

Sólo por ese hecho ya se nos indica que no podemos acompañar automáticamente a Estados Unidos en su política exterior, por más ideológicamente que se esté comprometido con el panamericanismo que caracteriza desde la Doctrina Monroe (1823) al ALCA (1994-2005). El hecho de que somos el mayor país tropical del mundo implica que tenemos disponible energía renovable diariamente, que es la que nos da el Sol nuestro de cada jornada. Esa energía hace evapotranspirar la mayor floresta del mundo en densidad de biomasa, en una media de 500 a 700 toneladas por hectárea, siendo que, aproximadamente, 70 por ciento de ella es agua.

En fin, la floresta amazónica es un verdadero océano verde y es de su evapotranspiración que se forman los llamados ríos voladores que van a hacer posible toda la agricultura de los campos de vastas regiones de Brasil, el Caribe y hasta del sur de Estados Unidos. Lo anterior para no referirnos al efecto albedo (porcentaje de radiación reflejada que determina la temperatura de la Tierra) que interesa a toda la humanidad y al planeta mismo, y que sin estabilidad puede causar una devastación de las florestas tropicales, entre ellas la de la Amazonia. Eso exige del gobierno brasileño una aproximación a todos los países cercanos de América del Sur, igualmente responsables por los 8 millones de hectáreas de floresta y de la mayor cuenca hidrográfica del mundo. El hecho de que tengamos bajo nuestra soberanía esa condición de tropicalidad implica una enorme responsabilidad, extendida por el significado que la Amazonia y sus pueblos tienen para con el planeta y la humanidad.

Eso exige un poco menos de ideología en la política exterior y más compromiso con el país y con la compleja diversidad cultural de la sociedad brasileña. Por más paradoja que pueda parecer, exige una posición soberanamente brasileña para afirmar nuestras responsabilidades con la comunidad internacional y con los destinos del planeta.

Para no ir más lejos: considérese el significado de que somos un país tropical en un momento en que la humanidad está frente a la disyuntiva de buscar una transición energética. Sea por razones climáticas o democráticas de ampliar el espectro de escogencias y dejar de depender de una sola matriz productiva, con todas las implicaciones de poder derivadas de cualquier monopolio tecnológico. O sea, es preciso admitir que Brasil tiene responsabilidades frente a la comunidad internacional y el planeta.

Es decir, es preciso más Brasil y menos un alineamiento infantil con lo estadunidense, dicho con todo el respeto que esa sociedad nos inspira, sobre todo su pueblo, el primero en el mundo en romper como nación, en 1776, con la dependencia colonial.

Carlos Walter Porto-Gonçalves es profesor titular del Departamento de Geografía de la Universidad Federal Fluminense; premio Chico Mendes en Ciencia y Tecnología del Ministerio del Medio Ambiente.

Traducción: Rubén Montedónico, para La Jornada.