Los bienes y los servicios públicos están siendo privatizados desde hace décadas en todo el mundo. Que la seguridad del suministro de agua y energía, o la calidad de las instituciones sanitarias y educativas, se resientan de ello, parece importar harto menos que la creación de posibilidades de inversión para un capital líquido ávido de […]
Los bienes y los servicios públicos están siendo privatizados desde hace décadas en todo el mundo. Que la seguridad del suministro de agua y energía, o la calidad de las instituciones sanitarias y educativas, se resientan de ello, parece importar harto menos que la creación de posibilidades de inversión para un capital líquido ávido de réditos. Da eso entonces pie a un deslizamiento de la esfera pública de lo político hacia la esfera privada de lo comercial. Un peligro mortal para le democracia, piensa el economista y politólogo alemán Elmar Altvater, y lo ilustra con los numerosos casos que se han registrado en los últimos años en Alemania de paso de políticos profesionales al mundo de los negocios y de sus influencias. Un fenómeno planetario que en el Reino de España cobra rasgos esperpénticos, con dos expresidentes de gobierno -Felipe González y José María Aznar- trabajando para el magnate mexicano Carlos Slim, uno, y para el magnate australiano Rupert Murdoch, el otro. Sin dejar , claro está,de dar lecciones de política y aun de moralidad pública a quien quiera escucharlos.
El paso del personal desde las funciones políticas a las posiciones económicas, y viceversa, ya casi se ha convertido en la célebre «circulación de las elites» que teorizara Wilfredo Pareto, el precursor italiano del fascismo. La organización Lobby Control habla a ese respecto de un «efecto de puerta giratoria»: el excanciller Schröder entra en el consejo de administración de Gazprom, tras haber forjado, en sus funciones como político, el gran acuerdo gasístico del oleoducto del Mar Báltico. El ex ministro de economía Werner Müller pasa a la empresa carbonífera Ruhrkohle AG (reorganizada como Evonik Industries), y preside el consejo de administración de la empresa de ferrocarriles Bahn AG. Otto Schilly, representa hoy a una empresa de biometría a la que él mismo, como ministro del interior, abrió el espacio de negocio con el pasaporte a prueba de falsificaciones. El exsecretario de Estado [para el consumo] verde Mathias Berninger hace campaña por todo el país para Mars Inc, a fin de hacer sanos negocios con una mercancía sobre cuyos efectos en la salud hay dudas más que razonables. El ministro Wolfgang Clement ilustra a la perfección el comportamiento de las elites en nuestro país. Es un característico representante de los partidarios de la desmantelación de lo social, de los degradantes procedimientos del programa Hartz, que expele a las personas hacia el trabajo temporal y de prestado. Tras el fin del gobierno rojiverde, halló acomodo en el consejo de administración de la quinta empresa alemana más importante de trabajo temporal. Una carrera sin ringorrango, en la que no resulta sorprendente que, todavía ministro de economía y política social, Clement calificara como «parásitos» a los receptores de ayudas del Hartz-IV. Las elites, ya lo destacó en su día Wilfredo Pareto, desprecian al pueblo, a las masas, a la democracia.
A la inversa, la Cancillera Merkel abre al jefe de Siemens von Pierer la puerta giratoria de su círculo íntimo de consejeros. Obvio es decirlo, la cosa olía aquí demasiado a corrupción, de manera que, prudente y discretamente, el huésped fue cortésmente invitado a volver a cruzar la puerta giratoria. A trueque, la víctima colateral de la señora [Gabriele] Pauli, el expresidente de Baviera Stoiber (CSU) //1, fue llamado en función de escoba por el Comisario de la UE Verheugen (SPD), a fin «desmontar burocracia» en Bruselas y despejar de estorbos el camino de la economía. La Fundación Bertelsman y otros think tanks se han colocado en la boca misma de la puerta giratoria, ocupados en impedir que se trabe y en procurar que gire bien engrasada y lo más ligeramente posible de dentro hacia fuera y de fuera hacia dentro (el sentido del giro depende, claro está, del punto de vista).
En suma, la clase política, que querría propiamente legitimarse a través de las elecciones democráticas, se desposa con la clase económica, que puede galanamente prescindir de legitimación democrática, porque dispone de poder económico, a saber: de los medios de producción del país. Pero ambas esferas no están tan claramente separadas como en la teoría de sistemas de Luhmann, en donde en la esfera del dinero privado rige la lógica binaria de pagar y no pagar, mientras que en política impera la lógica del poder. Sin acceso al poder, el dinero no puede valorizarse ya tan expeditamente en los mercados financieros globales. ¿Y qué sería el poder sin dinero? Los esponsales no tienen por qué ser un matrimonio por amor.
La historia registra incontables ironías a destiempo
Ya en los años cincuenta, en su mordaz crítica de los magnates económicos nazis en la nueva república Federal, llegó Kurt Pritzkoleit a esta conclusión: «Dios sostiene a los poderosos». En aquel entonces, los viejos dirigentes de la empresa y de la economía entraban por la puerta giratoria en la nueva República Federal. Muchos llegaron a la cúspide, a consejos de administración y a cargos directivos, o al mismo aparato de gobierno. Hasta qué punto también en la época nazi apoyaron políticamente al régimen los económicamente poderosos, haciéndose así corresponsables de los crímenes, ha vuelto a recordarlo de nuevo recientemente Adam Tooze. Ya antes, historiadores como Kart Gossweiler o Tim Mason habían llamado la atención sobre la connivencia entre economía y política en la explotación y saqueo del propio pueblo y luego de toda Europa.
Antes se interpretaba eso con la fórmula de «capitalismo monopolista de Estado» (CME). Un concepto que había introducido Lenin durante la primera Guerra Mundial y luego, sobre todo, Eugen Varga, el economista de la Internacional Comunista, para comprender la «nueva etapa del capitalismo». Esa teoría ofrecía no sólo una herramienta conceptual para criticar el poder de los monopolios y la influencia de los mismos en la política a trasmano de la declarada voluntad del pueblo soberano. El libro propagandístico de la RDA El poder de los cien de comienzos de los años sesenta apeló también de buen grado a ese concepto.
El «CME» se convirtió en la abreviatura de una posición y de una estrategia contra los grandes consorcios empresariales y en favor de alianzas con las llamadas capas antimonopolistas: de largo, la idea dominante de los partidos comunistas de Europa Occidental hasta bien entrados los años setenta. La «teoría del CME» halló en su día eco entre las juventudes socialdemócratas y en los sindicatos. Como dirigente de las juventudes socialdemócratas y como representante de la izquierda antidogmática, Gerhard Schröder se enfrentó al «fracción-CME» en su organización. Llevaba razón, porque el poder económico no se traduce en poder político tan fácilmente como pensaban los partidarios de la teoría del CME. Pero la posición de Schröder era ya entonces oportunista e insincera. Hoy es él mismo -la historia registra muchas ironías a destiempo como ésta- ejemplo paradigmático de las imbricaciones entre política y economía resaltadas por la teoría del CME, ilustración de la levedad del ser entre el poder político y los carguitos económicos lucrativos, entre política y comercio.
El pueblo elector no pinta nada aquí
En la época neoliberal podría perfectamente, sin peligro ni mayores consecuencias, desmontarse la puerta giratoria, porque la lógica política de delegación, representación y responsabilidad está de todo punto penetrada por la lógica del mercado. Por lo pronto, al menos, por tres vías. La primera deriva de la completa privatización de los bienes y los servicios públicos. No es entonces sorprendente que en los PPP -Public Private Partnerships, Consorcios público-privados-, gane por la mano la lógica del comercio, imponiéndose a los objetivos políticos. Eso se apoya -y venimos ahora a la segunda vía- en la idea del «gobernar moderno» del siglo XXI. Con esa idea trataron en el cambio de siglo Tony Blair y Gerhard Schröder de convertir a la socialdemocracia en un «Nuevo Centro». Paralelamente, la Unión Europea desarrollaba su estrategia de Lisboa, con la llamada «coordinación abierta de la política». El «ouput» político tenía que estimarse conforme a métodos tomados de la vida económica: se habló de fijación de puntos de referencia (benchmarking), se quisieron, pues, hacer valer criterios de eficiencia; se habló de best practices, de práticas óptimas, para emular con celo lo que pareciera mejor; se habló de peer reviewing, de seguimiento de la política por parte de comisiones.
El pueblo elector, como soberano de una comunidad democrática, carece de lugar en esa economización de la política. Todavía menos puede el soberano influir en política, si -tercera vía de las prácticas económicas- anda de por medio la corrupción. Porque con dinero o con favores se logra lo que no puede conseguirse por los métodos políticos ordenados de una democracia. Provocan ahora escándalo pequeños y a menudo chocarreros casos, como los viajes de placer de un consejero sindical de empresa de VW, o los millones que Siemens pagó de su caja negra a varios socios comerciales. De ellos se ocupan, y no en última instancia, ONG anticorrupción como Tranparency Internacional o Business Crime Control, la cuales, huelga decirlo, están inermes ante la gran corrupción sistemática destructora, a escala planetaria, de lo que todavía se conoce como cultura política.
Hasta la guerra está corrompida
Silvio Berlusconi es la corrupción clásica de la actividad pública que persigue intereses económicos privados, difícil de probar en su caso porque, en su época de jefe de gobierno, comenzó por amedrentar a la Justicia italiana, para luego atarla de pies y mano. A pesar de la manifiesta amalgama de política e intereses económicos, il cavaliere logró cerca de la mitad de los sufragios del electorado italiano. Cuando el valor de las personas y de la política se mide (¡benchmarking!) según su éxito crematístico, los Berlusconis de este mundo se presentan como los caballos de tiro. Unos caballos, por cierto, que llevan los carros de la democracia por el lodazal.
En ese lodazal se halla ya la administración de la «única potencia mundial», Bush, Cheney y tantos otros que, de los negocios petroleros en Texas o en California, pasaron directamente al negocio de la guerra en la Casa Blanca y en Wall Street. La guerra es «continuación de la política por otros medios», y consiguientemente, también la guerra resulta más y más corrupta, cuando la política está sistemáticamente corrompida. Las «reglas» de la guerra, acordadas en tiempos de paz tras las terribles experiencias bélicas del siglo XX, han dejado de valer en el modo de conducir la guerra del siglo XXI. De ahí que Faluya, Abu Ghraib o los asesinatos de civiles por parte de los mercenarios de la empresa Blackwater no sean lamentables patinazos; van con el «negocio» cuando se trata de garantizar el suministro petrolífero o energético de la economía, como han reconocido, o sarcástica o cínicamente, cargos estadounidenses tan diferentes como Paul Wolfowitz o Alan Greenspan. Cuando se trata, esto es, de grandes negocios para los que los políticos disponen el cenagal.
Todos lo saben. Por eso lo que se precisa no es necesariamente más transparencia, aunque no venga mal. La disolución de lo político y su sumisión al ansia de beneficios de las grandes empresas es un proceso que sólo puede ser frenado por movimientos políticos. Si no se quiere ver la República democrática convertida en una plaza de mercado en la que los capitalistas llevan la voz cantante, si no se quiere ver al pueblo soberano trocado en víctima de la corrupción sistemática, tendrán los movimientos políticos que poner muchos palos en el engranaje de circulación de las elites.
La única posibilidad de participación política es tirar del freno de emergencia y reconquistar los espacios expropiados por la privatización. Por ejemplo, municipalizando el suministro de agua, o dejando de someter la educación a benchmarking desde arriba, como prevén los preparativos de Bolonia, para evaluarla desde abajo. O tomando las comunidades locales y regionales en sus propias manos el suministro de energía. También sería necesario impedir que los políticos que dejan sus puestos pudieran, al menos antes de cinco años, pasar a desempeñar cargos en el comercio. Y no en último lugar, está la confrontación política abierta contra el abandono de lo político. Por eso el llamamiento de Oskar Lafontaine a la huelga política es más que «una idea como otra». Lo político -la comunidad en sí misma- sólo podrá recuperarse mediante la acción política de las masas despreciadas por una «elite circulante». Y para eso es imprescindible una población organizada como sociedad civil.
N.T.: //1 La señora Pauli es una política socialcristiana bávara que montó una escandalera con unas declaraciones en las que proponía contratos matrimoniales (renovables) de sólo siete siete años de duración -«lo que dura el amor»-. La grita organizada en torno a la señora Pauli acabó costándole el cargo al presidente bávaro y principal dirigente de la Unión Social Cristiana (CSU) de Baviera, Stoiber.
Elmar Altvater es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO. Su último libro traducido al castellano: E. Altvater y B. Mahnkopf, Las Limitaciones de la globalización. Economía, ecología y política de la globalización, Siglo XXI editores, México, D.F., 2002.
Traducción para www.sinpermiso.info: Amaranta Süss
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