El pesimismo es un reflejo de los tiempos sombríos que vivimos. Walter Benjamin sostenía que había que organizarlo, lo cual equivale a decir que hay que politizarlo, darle sentido y proyección para que genere conciencia y movilización. El pesimismo organizado y politizado puede ser un eficaz antídoto a la tentación populista la cual, más allá […]
El pesimismo es un reflejo de los tiempos sombríos que vivimos. Walter Benjamin sostenía que había que organizarlo, lo cual equivale a decir que hay que politizarlo, darle sentido y proyección para que genere conciencia y movilización.
El pesimismo organizado y politizado puede ser un eficaz antídoto a la tentación populista la cual, más allá del debate sobre su contenido, se presenta como una forma de generar esperanzas e ilusiones, crear y tomar atajos para conquistar al poder político. Una forma no populista de hacer política desde la izquierda anticapitalista, sin caer en actitudes sectarias y jugar un papel simplemente testimonial, requiere pensar de forma antitética las formas, los territorios y los ritmos de la lucha.
En correspondencia con el dispositivo laclausiano, el populismo y la versión populista de revolución pasiva promueven una precaria y en buena medida imaginaria construcción del sujeto pueblo para habilitar una rápida -porque artificial- agregación electoral, es decir coyuntural e institucional, una modificación de la correlación de fuerzas en el plano más superficial y efímero -que puede expresar la crisis de la gobernabilidad neoliberal pero no la crisis profunda de su penetración cultural, el subsuelo hegemónico que la sigue sosteniendo. En esta acrobacia se menosprecia, sacrifica o deliberadamente manipula el potencial antagonista y autónomo de las clases subalternas, recurso indispensable de un cambio de correlación de fuerzas profundo y duradero sobre el cual se pueda edificar un proceso emancipatorio. Esta constatación es una advertencia respecto de las ilusiones coyunturales, de repentinos desbordes de movilización o inesperados vuelcos electorales, del culto del acontecimiento que implica el menosprecio de los procesos político-culturales a los cuales Gramsci atribuía tanta importancia. Acontecimiento cuyo alcance y productividad política no podemos negar, pero cuidándonos de no sobrestimar y sobredimensionar lo emergente, como deberíamos haber aprendido de las reiteradas lecciones de las múltiples situaciones pre-revolucionarias que hemos vivido o simplemente imaginado.
Aparece aquí la cuestión de los ritmos de la lucha política, en donde la tiranía de la eficacia del corto plazo nos impide situarnos plenamente en la derrota histórica desde la cual podemos y debemos pensar el qué hacer político anticapitalista y socialista revolucionario. Asumir de forma integral a la derrota, no solo en términos tácticos en relación a un momento determinado de la historia, sino como horizonte estratégico, implica revisitar críticamente todos los triunfalismos progresistas de una época que están anocheciendo, los socialdemocrátas y populistas, pero también los marxistas. Sin embargo, entre los marxismos críticos encontramos, por debajo de las incrustaciones de la retórica del sol del porvenir y del advenimiento del socialismo y del comunismo, valiosas pistas teóricas en el pensamiento de Gramsci, de Rosa Luxemburgo y en una línea que Enzo Traverso -en un sugestivo libro publicado en francés el año pasado- llama melancolía de izquierda, desarrollando una senda ya explorada anteriormente por D. Bensaid y M. Löwy y que tiene a W. Benjamin como principal referente filosófico. Una perspectiva fincada, según Traverso, en la experiencia y la memoria del sufrimiento de los vencidos, un «metabolismo de la derrota» que no lleva a la resignación, sino que se renueva como lucha y como proyección de utopía y pertenece a la «estructura de sentimientos de la izquierda».
Por su parte, en sus Cuadernos desde la derrota, Gramsci colocaba como punto de partida la condición subalterna de las clases explotadas y vislumbraba su subjetivación autónoma como contrapoder en una prolongada guerra de posiciones, como principio y fin de todo proyecto emancipatorio, colocando otra temporalidad y otra tesitura de la política, a contrapelo del inmediatismo de la que llamaba pequeña política.
A partir de estas intuiciones, la izquierda anticapitalista tiene ante sí el desafío de organizar y politizar el pesimismo, repensando la estrategia, sus tiempos y sus espacios, desde abajo, porque abajo están las clases subalternas y porque no encontramos otra vez muy abajo, reiniciando una escalada al cielo, habiendo fracasado en el asalto que lanzamos en el siglo XX. Tiempos y espacios que son necesariamente otros, porque surgen de la lógica de la derrota e implican tiempos largos, ritmos lentos, caminos tortuosos y empinados pero ineludibles. Sugieren combinar una estratégica guerra cotidiana de posiciones y un permanente recurso táctico al movimiento, a la politización de la lucha de clases. Salvo sobresaltos de la historia que no solo serán bienvenidos, sino que habrá que propiciar y que nos encontrarán más preparados en la medida en que haya florecido la subjetivación subalterna, es decir, se haya colorado de autonomía.
Algo diametralmente opuesto a los atajos y las compulsiones de la tentación populista.
El autor es Historiador y sociólogo; Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM (México).