La trigésimo tercera reunión presidencial del Grupo de los Ocho (G-8) la semana pasada en la costa alemana del Báltico no tuvo ningún resultado memorable, pero tal vez pase a la historia como la ocasión en que los líderes del Sur se hastiaron de ser marginados y resolvieron crear su propio ámbito político.
Hace treinta y tres años, cuando se reunió por primera vez el G-7 en Rambouillet, Francia -eran tiempos de la Guerra Fría y Rusia, entonces Unión Soviética, no estaba entre los invitados-, la idea era que los líderes se conocieran personalmente y discutieran en un ámbito informal exclusivamente sobre temas económicos comunes. En ese momento la globalización apenas atisbaba y era de sentido común que la política gobernaba sobre la economía y no al revés. Se creía, también, que los líderes tenían poder para tomar decisiones y para evitar protocolos aburridos y trabas burocráticas que impidieran el diálogo, cada delegación consistía de apenas tres personas (el presidente o primer ministro y dos asesores) y todo el mundo cabía cómodamente en una misma sala.
En la reunión de Heiligendamm, en cambio, se registraron casi 2.500 delegados oficiales, o sea una comitiva de trescientos funcionarios por cada jefe o jefa de Estado. La seguridad de la reunión costó 125 millones de dólares y nadie se anima a estimar el costo de viaje de ese ejército de asistentes, asesores y traductores a costa de las finanzas públicas, más las centenas de periodistas y algunos miles de manifestantes.
Ese despliegue requiere justificar ante la opinión pública que tanta fanfarria sirve para algo. Y la redacción del comunicado final de la reunión se ha convertido en un delicado proceso diplomático a cargo de los llamados sherpas, delegados personales de los ocho líderes que durante meses preparan cada detalle y negocian cada párrafo. Ya no se habla sólo de economía -y en realidad de economía no hablan los presidentes sino los ministros de finanzas, que tienen su reunión aparte más discreta- sino de guerra y paz, de cambio climático, de epidemias y pandemias, del desarrollo de África y de la pobreza en el mundo.
Sin embargo, como recuerda el veterano analista indio Chakravarthi Raghavan, no sólo carece el G-8 como organización de autoridad sobre la mayoría de estos temas, sino que además «es dudoso que los ocho individuos participantes de la cumbre puedan tomar decisiones sobre ellos en sus contextos nacionales y garantizar que éstas serán cumplidas, dada la complejidad de la organización de los estados modernos y su gobernanza». La política monetaria de Estados Unidos la hace la Reserva Federal y sobre ella no decide George W. Bush, y la de Europa es competencia del Banco Central Europeo. Sobre temas comerciales decide la Comisión Europea en Bruselas y no Tony Blair o Nicolás Sarkozy, mientras que en Estados Unidos ese poder lo tiene un Congreso donde Bush está en minoría.
Cuando los Ocho logran ponerse de acuerdo en algo, como sucedió en Gleneagles en 2005, anuncian con bombos y platillos que duplicarán la ayuda a África en cinco años y ponen en aprietos a los sherpas para que expliquen, dos años después, que es un gran triunfo que esa promesa se mantiene aunque el dinero no aparezca… sólo que ahora ya no tiene fecha de cumplimiento prevista.
Indignado ante la insistencia de Social Watch en que se explicara esa diferencia entre dichos y hechos, un sherpa comentó off the record, o sea que se puede decir el pecado siempre que no se nombre al pecador: «Si siguen insistiendo tanto en pedir cuentas, lo que van a lograr es… ¡que no haya más compromisos!».
Pero en vez de admitir su impotencia, cosa que sería el fin de sus carreras políticas, o el desfasaje entre su autoproclamada condición de grupo de los ocho líderes más poderosos del planeta y la realidad del mundo actual, los Ocho vienen tratando en los últimos años de aggiornar al grupo invitando a los presidentes de los llamados «Otros 5» (Brasil, China, India, México y Sudáfrica) a reunirse con ellos para los postres, al final de la reunión. Los «Otros 5» no tienen sherpas y es por ese motivo, y no para espantar la mala suerte, que no se habla del G-13 ni hay comunicado final aprobado por todos, sino apenas un resumen del mandatario anfitrión a la prensa con su versión de los temas tratados y una «foto de familia» que deja constancia del ágape.
Pero por un desliz todavía no bien explicado, el jueves 7 de junio, al emitirse el comunicado final de la reunión de los Ocho, éste incluía tres párrafos sobre las discusiones con los Otros Cinco respecto a los «grandes desafíos de la economía mundial» y el «diálogo estructurado» que tuvieron sobre los temas de la promoción y protección de la innovación, la promoción de las inversiones, las responsabilidades comunes sobre el desarrollo con especial atención a África y el intercambio de conocimientos sobre eficiencia energética y cooperación tecnológica con miras a reducir las emisiones de dióxido de carbono.
Todo muy lindo, si no fuera por el pequeño detalle que la reunión de la que se informaban los resultados fue el día siguiente, el 8 de junio.
Para subsanar esta metida de pata diplomática la cancillera alemana Angela Merkel y sus asesores tuvieron que redactar de apuro otro comunicado a emitir después de la reunión de los Ocho y los Otros Cinco, esta vez dando cabida a los puntos de vista de los Cinco sobre propiedad intelectual y cambio climático, claramente divergentes con los de los Ocho.
Pero ese gesto no parece haber convencido a los líderes de las economías emergentes sobre la utilidad o dignidad de su papel de teloneros de los Ocho.
Desde el avión en el que viajó de regreso a Nueva Delhi desde Berlín junto con el primer ministro indio Manmohan Singh, el corresponsal del Indian Express reportó sobre la frustración de la diplomacia india respecto a estas reuniones. «Ellos (los Ocho) hacen las preguntas y nosotros tenemos que contestar», habría dicho Singh, quien no parece muy entusiasmado en concurrir a la reunión del G-8 del año próximo en Japón.
Según el enviado del prestigioso cotidiano The Hindu de Madrás, lo más importante de la reunión del G-8 de este año no ocurrió en Heiligendamm sino en Berlín, donde se reunieron los Otros Cinco. En un clima de informalidad y sin burocracia ni protocolo, tal como recomendara Giscard D’Estaing sin éxito para los Ocho, los Otros Cinco habrían logrado identificar entre ellos una «nueva dialéctica» y aceptaron la propuesta del presidente brasileño Lula da Silva de reunirse de nuevo de manera independiente para que su agenda no esté determinada por los Ocho. El Sur podría estar en camino de formular sus propias preguntas.