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Por qué el chavismo ganará las elecciones del 31 de octubre

Fuentes:

El domingo 31 de octubre tienen lugar en Venezuela las elecciones regionales y municipales. Los gobernadores y los parlamentarios de los veintitrés Estados federados, los alcaldes y los concejales de todas las ciudades, y el alcalde metropolitano (cuya jurisdicción se extiende sobre los cinco municipios que conforman Caracas) serán elegidos por los ciudadanos venezolanos. La […]

El domingo 31 de octubre tienen lugar en Venezuela las elecciones regionales y municipales. Los gobernadores y los parlamentarios de los veintitrés Estados federados, los alcaldes y los concejales de todas las ciudades, y el alcalde metropolitano (cuya jurisdicción se extiende sobre los cinco municipios que conforman Caracas) serán elegidos por los ciudadanos venezolanos.

La importancia de estas elecciones radica en dos aspectos: por una parte, es una oportunidad del chavismo para recobrar espacios perdidos no por la voluntad de los electores, sino por el cambio de tendencia de aquellos que consiguieron sus puestos al comparecer ante el electorado por las listas de Hugo Chávez y, una vez en el poder, se separaron del bloque político que los aupó. Este cambio de chaqueta fue debido, en varios casos, al fallido golpe de Estado del 11 de abril de 2002 que, por supuesto, creyeron que iba a triunfar. Es el caso del actual Alcalde Metropolitano de Caracas, Alfredo Peña, y del Gobernador del Estado petrolero de Anzoátegui, David de Lima. Ambos fueron constituyentes en 1999 por las listas de los bolivarianos. Ambos se separaron del proyecto y pasaron a las filas más radicales de la oposición. Ambos fueron candidatos a la reelección y renunciaron recientemente a dicha candidatura, probablemente al considerar, a través de las encuestas que maneja la oposición, el bajo apoyo con que contaban y las escasas posibilidades de ganar.

Por otra parte, los resultados de las elecciones del 31 de octubre deben marcar el principio de un cambio profundo en la oposición venezolana. No puede ser de otra forma después del salto en caída libre que significó el referéndum revocatorio del pasado 15 de agosto. La derrota de los grupos opositores en las elecciones del 31 de octubre se percibe imparable, como los nubarrones previos a la tormenta. Las encuestas más pesimistas para el Gobierno apuntan a la victoria del chavismo en 17 de las 23 gobernaciones, además de la Alcaldía metropolitana, los dos municipios más poblados de Caracas (Libertador y Sucre), y la gran mayoría de las ciudades. Las previsiones más optimistas afirman que el chavismo podría ganar todas las gobernaciones.

Por primera vez desde el surgimiento del movimiento bolivariano en la contienda electoral, en noviembre de 1998, la oposición observa con horror cómo no sólo no gana nuevos espacios propios del desgaste del Gobierno, sino también cómo se tambalean importantes feudos opositores como Miranda, Carabobo o Zulia, donde los chavistas tienen posibilidad de obtener las gobernaciones. Desde luego, en estas perspectivas han sido decisivas las políticas de igualdad y lucha contra la pobreza que ha emprendido el gobierno de Hugo Chávez, observadas muy favorablemente por la mayoría de la población y que fueron la razón de la victoria del Presidente en el referéndum revocatorio. Pero ha sido decisivo el desastroso papel realizado por los grupos opositores venezolanos, que arrastran todavía la pesada losa de los antiguos y a todas luces inútiles liderazgos.

El comportamiento de la oposición venezolana sembró la semilla de su autodestrucción. A través de métodos impropios de una oposición democrática, usando (y deslegitimando, por ello) a los medios de comunicación social para difundir una visión de la realidad distorsionada, promoviendo paros que hundieron la economía y apoyando un golpe de Estado que pretendía acabar con el mismo fundamento de la democracia, los grupos opositores intentaron finiquitar el gobierno de Hugo Chávez, varias veces refrendado en las urnas desde su acceso al poder en diciembre de 1998. Las cosas podrían haber cambiado con ocasión del referendo revocatorio, pero los opositores desperdiciaron esta oportunidad.

La convocatoria del revocatorio contra Chávez no estuvo libre de dudas acerca de la autenticidad de las firmas que la hicieron posible. Pero es una cuestión secundaria; la principal es que el Consejo Nacional Electoral convocó el referéndum contra Chávez. La Constitución venezolana es la única del mundo que prevé la revocación del Jefe de Estado a través de un referendo y, lejos de ese terrible nominalismo que asola la realidad constitucional en todo el mundo en el ámbito de la participación ciudadana, el derecho se hizo efectivo. Era la gran oportunidad de la oposición venezolana, que podría haber cambiado el discurso, haber centrado la crítica en aspectos que podrían justificar ante la ciudadanía la revocación del mandato de Chávez y haber entusiasmado a sus seguidores, y a los votantes indecisos, con un programa de futuro constructivo y un líder que hiciera frente a la figura de Chávez.

Por el contrario, la estrategia de la oposición fue de acoso y derribo, de negación de los avances sociales producidos durante el gobierno de Chávez, de deslegitimación democrática del gobierno y de proyección de la dolorosa situación de desigualdad del país, situación producto de cuarenta años de gobierno para unos pocos y reparto de los ingresos petroleros entre las elites locales. ¿Hubiera sido posible otra estrategia? Sin duda, no sólo posible, sino deseable. Pero era mucho pedir para una oposición formada por enemigos durante décadas irreconciliables, que aglutina desde la derecha más conservadora -el copeyanismo y sus jóvenes herederos, Primero Justicia– hasta la izquierda violenta –Bandera Roja-, pasando por la socialdemocracia betancourtiana que lidera Acción Democrática (AD), «el partido del pueblo», por efímeros liderazgos regionales, y por algunas organizaciones de la sociedad civil nacidas como alternativas presentables para la acción política de la oposición.

En esas condiciones, la presencia de un candidato único que visualizara el núcleo de la crítica al gobierno de Chávez se hacía más complicada, y finalmente no hubo acuerdo. Pero lo errores fueron más allá. La victoria de Chávez en el referendo revocatorio con casi el 60% de los votos emitidos, legitimada en todos sus aspectos, no fue aceptada por una oposición que, en muchos casos, se había creído las propias mentiras que había difundido entre la ciudadanía. Encuestas lanzadas por la oposición semanas antes del referendo afirmaban que el apoyo de Hugo Chávez estaba por debajo del 30% de la población. Estas eran las cifras que manejaban los votantes opositores cuando, con toda la ilusión propia de quien observa cómo por fin llega el momento de la victoria, hacían colas inmensas ante los colegios electorales el 15 de agosto pasado, hasta bien entrada la madrugada.

Tras conocer los resultados la oposición, desconcertada, enarboló la bandera del fraude, al que aún sigue apelando aunque cada vez más tímidamente. Fue un acto irresponsable; de no haber contado con la presencia de los observadores internacionales, nadie sabe qué hubiera pasado en las calles de las principales ciudades del país durante los días posteriores al referendo. Se trató de una reacción desesperada, como si no cupiera otra posibilidad que abrir la incontrolada puerta de la violencia. Por suerte, la OEA, el Centro Carter y el resto de los centenares de observadores internacionales que habían sido testigos de la pulcritud del proceso electoral supieron asumir responsablemente su papel. Si los conatos de violencia fueron muy limitados no fue porque la oposición no pusiera todo el interés en que ocurriera de otra manera.

Pero el arma del fraude resulta ser un peligroso boomerang que retorna, crecido, a sus promotores. En efecto, los votantes opositores -nada desdeñables, por encima del 40% de los electores- no confían en que las elecciones regionales del 31 de octubre sean limpias, y no acudirán a las urnas como lo hicieron el 15 de agosto. ¿Para qué, se preguntan si, según sus líderes, los resultados están previamente programados en las máquinas a través de las cuales tiene lugar el voto electrónico? En las últimas semanas, la oposición está siendo consciente de la reacción a su llamada al fraude. De nuevo desesperadamente intenta llamar a sus electores a la participación, sin dar respuesta a la paradojica situación de por qué solicitan el voto cuando durante todo este tiempo han estado atacando la limpieza de las elecciones.

El votante opositor, desconcertado, observa cómo sus líderes se enfrentan a sus propias contradicciones y no ofrecen ninguna aclaración. Además, en la mayoría de los puestos que se presentan a elección los partidos políticos de la oposición no han sido capaces de buscar un candidato de consenso, apoyado por todos, por lo que el voto opositor de dividirá entre los numerosos candidatos. ¿Qué sentido tiene esta situación para el elector opositor?

Tras las elecciones del 31 de octubre, dirá la oposición, habrá ganado la abstención, y con ello se intentará deslegitimar al gobierno. Pero estarían ciegos quienes no se dieran cuenta que la verdadera causante de tal descenso de la participación es la oposición venezolana. Si, después del 31 de octubre, la oposición no realiza un intenso examen de conciencia, pide perdón por los errores cometidos y rectifica en sus posturas de deslegitimación del gobierno de Hugo Chávez, las cosas se pondrán difíciles en Venezuela. Todo sistema democrático exige una oposición democrática y, en el caso de Venezuela, sigue estando por ver el talante democrático de los grupos opositores.



Roberto Viciano Pastor y Rubén Martínez Dalmau son profesores de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia. Autores de «Cambio político y proceso constituyente en Venezuela» (Tirant, 2002).