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Estados Unidos

Por qué la desigualdad importa

Fuentes: CounterPunch

El paisaje social y económico norteamericano está cambiando rápidamente. Las desigualdades en la riqueza, que iniciaron su ascenso en la década de los años 80, se aceleraron en los 90. Ahora vuelan ya por encima de los gráficos, gracias en primer lugar a los recortes de impuestos introducidos por Bush II y, en segundo, debido […]

El paisaje social y económico norteamericano está cambiando rápidamente. Las desigualdades en la riqueza, que iniciaron su ascenso en la década de los años 80, se aceleraron en los 90. Ahora vuelan ya por encima de los gráficos, gracias en primer lugar a los recortes de impuestos introducidos por Bush II y, en segundo, debido a la reciente continuación por parte de Obama de esos recortes fiscales, más otros, lo que tiene como resultado quitarle a la clase trabajadora a y los pobres para dárselo a los ricos.
Nicholas Kristof, del New York Times, ofrece esta deprimente estadística: «Los directivos de las mayores empresas norteamericanas ganaban una media de 42 veces más que el trabajador medio en 1980, y 531 veces más en 2001. Quizás la estadística más asombrosa es esta: entre 1980 y 2005, más de cuatro quintos del aumento total de las rentas norteamericanas fueron a parar al 1% más rico» (6 de noviembre de 2010).

La continuación por parte de Obama de los recortes de impuestos de Bush equivale a una masiva transferencia adicional de riqueza de los trabajadores a los ricos. Así por ejemplo, al menos una cuarta parte de los beneficios de estos recortes fiscales va al 1% más rico de la población, incrementando de ese modo las desigualdades de riqueza. La mayor parte de los trabajadores verán sólo una ligera reducción de sus impuestos, pero la disposición más sensacional es que las familias que ganan menos de 40.000 dólares sufrirán en realidad una subida de impuestos. Sólo con que pudieran ejercer sobre los políticos la misma presión que los banqueros no se encontrarían en estos apuros.

Los cambios en el impuesto de sucesiones beneficiarán enormemente a los ricos. En lugar de seguir en una tasa del 55%, como estaban antes de Bush, el impuesto permanecerá en un mero 35%. Y las sucesiones exentas del pago de impuestos, en lugar de fijarse por debajo del millón de dólares, llegarán hasta los cinco millones, otra ganancia inesperada para los ricos. Los norteamericanos más opulentos podrán mantener sus tipos impositivos del 15% en las ganancias sobre el capital e ingresos de dividendos, bastante por debajo de lo que pagan por su renta la mayoría de los trabajadores. Y los gestores de hedge funds e inversores de capital riesgo, que ganan frecuentemente millones de dólares anuales, siguen manteniendo su tasa fiscal, obscenamente baja, del 15%.

Las cifras puras y duras son ya bastante malas. Pero por debajo de ellas acecha una cápsula de veneno. Así, por ejemplo, los trabajadores notarán que desciende su contribución a la Seguridad Social. Pero esta disminución servirá luego para sumir más rápidamente en la insolvencia a la Seguridad Social, lo que a su vez se usará como excusa para recortar las prestaciones de un programa tan enormemente popular. Y esta reducción de los ingresos se añade a otra que viene de antiguo: los ricos disfrutan de un descuento especial, puesto que no se les exige pagar impuestos sobre la Seguridad Social en cualquier renta por encima de 106.000 dólares, lo que significa que contribuyen a la Seguridad Social con una tasa inferior a la de la gente trabajadora común y corriente.

Pero aparte de la Seguridad Social, prácticamente todos los programas sociales, entre ellos la educación pública, se enfrentan a amenazas crecientes. Debido al hecho de que los recortes de Obama harán aumentar aún más el déficit, como ya sucedió con Bush, ese déficit creciente  proporcionará una apariencia de argumentación racional a la pretensión de que el gobierno gasta en exceso y se han de efectuar recortes en Medicare, Medicaid y la educación pública. Y estos son programas que en su mayor parte resultan vitales para los trabajadores y los pobres, no para los muy ricos. Dicho de otro modo, es engañosa la impresión de que los trabajadores vayan a beneficiarse de alguna clase de desgravación fiscaI; lo que van a perder es mucho más de lo que les darán en esta transacción.

Y toda la mala medicina que contiene la ampliación de los recortes de la Comisión para la Reducción del Déficit se exacerbará si se ponen en práctica las recomendaciones de los co-presidentes. También ellos han lanzado un ataque a la Seguridad Social. Quieren sobre todo recortar prestaciones, elevando la edad de jubilación a los 69 años, lo que supondrá una tortura para quienes desempeñan un trabajo manual. Pero por si no bastara esto, y en un momento de imponente arrogancia, andan recomendando mayores recortes fiscales para los ricos a la vez que se aumentan los impuestos a los trabajadores. Paul Krugman, en el New York Times ha observado que sus propuestas equivalen a «una ingente transferencia de rentas hacia arriba, de la clase media a una pequeña minoría de norteamericanos opulentos» (11 de noviembre de 2010).

Todo esto es tanto como decir que el motor principal que impulsa las crecientes desigualdades de riqueza no está en ninguna reivindicación de la superior inteligencia, laboriosidad o buena suerte de los ricos. Más bien, es que el terreno de juego se inclina de su lado. Bob Herbert, nuevamente en el New York Times, informaba de que un reciente estudio ha concluido que
  «…los apuros económicos de las clases medias y trabajadoras desde finales de la década de 1970 no fueron resultado primordialmente de la globalización y los cambios tecnológicos sino antes bien de una larga serie de cambios políticos por parte gubernamental que favorecieron a los muy ricos. Estos cambios fueron el resultado de esfuerzos cada vez más sofisticados, mejor financiados y organizados por parte de sectores empresariales y financieros para inclinar a su favor las medidas políticas gubernamentales, y de ese modo favorecer a los muy ricos. De las leyes fiscales a la desregulación, a la dirección de empresas, a las cuestiones sobre redes de seguridad, la actuación gubernamental se configuraba de forma deliberada para permitir a quienes eran ya muy ricos amasar una porción cada vez mayor de de los beneficios económicos de la nación» (1 de noviembre de 2010).
Lo que resulta crucial es comprender que las profundas desigualdades de riqueza socavan el bienestar de la sociedad en casi todos los órdenes.

Estas desigualdades paralizan la economía. En los EE. UU., el 70% de la actividad económica depende del consumo. Cuando la enorme mayoría de la gente sufre una merma en sus ingresos, no se encuentra en situación de meterse en gastos que mantengan activa la demanda y producción de bienes de consumo. De modo que la economía continúa estancándose, aunque las empresas se sienten sobre miles de millones de ingresos en efectivo. Se muestran reacias a contratar, sabiendo que la demanda de sus productos ha caído en conjunción con los ingresos de los trabajadores.  

La educación pública, que tan vital resulta para la economía, se deteriora cuando la riqueza la monopolizan unos pocos. Debido a las reducidas tasas de impuestos de los ricos, los gobiernos carecen de recursos para subvencionar la educación adecuadamente, de manera que se rechaza a un número mayor de estudiantes o han de acudir éstos a clases atestadas con profesores sobrecargados de trabajo.

Las enormes desigualdades de riqueza minan la democracia. Cuando los ricos monopolizan la mayoría de la riqueza, usan parte de su dinero para presionar a los funcionarios del gobierno e influir sobre la política gubernamental, como atestigua la anterior cita de Bob Herbert. Los bancos son los que gastan más dinero en labores de cabildeo, de manera que poco puede sorprender que la mayor parte de la legislación se elabore a su favor, pese al hecho de que esto va con frecuencia en contra del bienestar de la sociedad en su conjunto. Y esta práctica desata un círculo vicioso: los ricos consiguen más dinero presionando a los políticos; y luego utilizan parte de ese dinero para organizar campañas de presión aún más expansivas.

El New York Times mencionó recientemente en un editorial que «Spencer Bachus, representante [en el Congreso] por Alabama, próximo presidente del Comité de Servicios Financieros de la Cámara, declaró al diario The Birmingham News que ‘Washington y los reguladores están ahí para servir a los bancos'» (27 de diciembre de 2010). Bachus no llegó a esta conclusión por su cuenta. Esto es exactamente lo que los banqueros le han estado contando a él y a los demás políticos. Y han conseguido imponer esta visión en Washington. En un inusual momento de franqueza, el senador Dick Durbin dejó escapar: «Y la banca – algo difícil de creer en un momento en que nos enfrentamos a una crisis bancaria creada por muchos de los bancos – sigue siendo el grupo de presión más fuerte en la colina del Capitolio. Y es que, para ser francos, son los dueños del lugar».

En aquellos países que sufren las mayores tasas de desigualdad – por lo general, países del Tercer Mundo – la corrupción se vuelve endémica. Con el fin de aumentar su magro salario, la policía exige sobornos para responder a las peticiones de auxilio de los ciudadanos. Los médicos piden sobornos antes de atender a los pacientes. Se intensifica el tráfico de drogas, a medida que quienes no pueden acceder a la economía formal tratan de ganarse unos pavos. Los EE. UU. se acercan cada vez más a esos países.

Por último, las grandes desigualdades de riqueza trituran el tejido social y moral de la sociedad. Cuando las experiencias de la gente no tienen prácticamente nada en común debido al abismo económico que separa sus vidas, sienten poca simpatía unos por otros. Extender la mano para ayudar a los que los necesitan es una buena obra que queda relegada a los márgenes insensatos. El concepto de lo que es bueno para la sociedad queda reducido a un vacío idealismo mientras que el propio interés y la avaricia más descarnados se convierten en la única realidad reconocida. 

¿Qué se puede hacer? La tensión resultado de estas crecientes desigualdades se aproxima rápidamente a un clímax explosivo. Pero los funcionarios del sindicalismo organizado, que se encuentran en situación de movilizar a un número masivo de trabajadores para presentar batalla, dan la impresión de sufrir un estado de completa parálisis. Por supuesto, reviven cada dos años y gastan frenéticamente ingentes cantidades de dinero y energía para llevar a los demócratas al poder, a fin de ver únicamente cómo les lanzan tan solo unas pocas migajas. Y en dos años más, todas las promesas rotas se barren bajo la alfombra y este ritual autodestructivo se repite.  

Pero los rituales autodestructivos tienen sus límites. Al aferrarse a los demócratas, los funcionarios sindicales ensanchan  la desconexión existente entre ellos mismos y sus afiliados. La gente trabajadora del común está enojada. Ven cómo los banqueros se conceden sus primas (bonuses) mientras los demás seguimos perdiendo empleos, sufriendo recortes salariales, con el riesgo en perspectiva de quedarnos sin hogar por una ejecución hipotecaria. Los trabajadores han visto cómo aumentaban las desigualdades de riqueza, fueran demócratas o republicanos los que estuvieran al timón. Y un número cada vez mayor de trabajadores está cayendo en una permanente desafección frente a los demócratas. Quieren que se haga algo y no tienen fe en los políticos, ya sean demócratas o republicanos.

La única alternativa a disposición de los trabajadores que ofrece una perspectiva real de éxito son las movilizaciones masivas en las calles y las huelgas, el tipo de lucha militante de la que tanto provecho se sacó en los años 30. O los funcionarios sindicales toman la iniciativa y organizan grandes manifestaciones y desafían al Partido Demócrata, que desprecia los movimientos de masas dirigidos por gente trabajadora común y corriente, porque no puede controlarlos, o la ira de la gente de a pie acabará explotando y los funcionarios quedarán a apartados a un lado mientras la gente se ocupa por sí misma de esta tarea. Es hora de que el movimiento sindical se una y se apreste a la lucha.

Ann Robertson es profesora de la San Francisco State University y miembro de la California Faculty Association. Bill Leumer es miembro de la International Brotherhood of Teamsters [Hermandad Internacional de Camioneros], Local 853 (jubilado). Ambos son colaboradores de Workers Action.

Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón
 
http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3843