Traducido para Rebelión por Anahí Seri
He sido más o menos ateo desde que era un adolescente, si bien, habiendo estado tempranamente expuesto, primero al catolicismo y luego a la fe anglicana, probablemente fue algún tiempo después cuando me deshice totalmente del sentimiento de que podría estar esperándome un ascenso póstumo. Recientemente me invitaron a participar en un debate en la Feria del Libro de Glasgow, para debatir sobre ateísmo con el filósofo Julian Baggini y con el humanista y escritor de novelas de detectives Cristopher Brookmyre. Nos pidieron que comenzáramos explicando las razones por las que somos ateos. Yo me estaría engañando a mí mismo si pensara que conozco la razón que más ha contribuido a mi actual feliz estado de descreimiento, y menos aún la razón que ha sido la más decisiva.
Hay malas y buenas razones para decidir que uno es, o debería ser, ateo, y sospecho que las malas razones pueden tener más peso. La peor razón para no creer en Dios (aunque no parezca una mala razón a primera vista) es que no hay pruebas de Su existencia. Es una mala razón a favor del ateísmo porque nadie se pone de acuerdo sobre lo que constituiría una prueba. Los milagros, las escrituras, el testimonio de los sacerdotes y profetas, etc., todo eso puede rechazarse sobre una base empírica; pero para algunas personas, el hecho de que nos comuniquemos de forma inteligente entre nosotros, o de que el mundo muestre un orden, o incluso de que haya algo en lugar de nada, es prueba suficiente de que hay un Creador que no sólo hizo el mundo sino que también hizo que el mundo fuera habitable e inteligible para nosotros. Así pues, apelar a las pruebas, o a la ausencia de éstas, nunca será concluyente.
Otra mala razón para ser ateo es la hostilidad hacia las instituciones religiosas por el comportamiento delictivo de los creyentes, o más en general, por los males que la religión organizada ha deparado al mundo. Estoy seguro de que esto tuvo su importancia en mi propio caso. Todas las mañanas, cuando el sacerdote católico local pasaba por delante de nuestra casa, de camino a la Iglesia de San Austin, mi padre soltaba un improperio sobre su malevolencia y, sobre todo, la hipocresía de los clérigos. Por tanto, llegué a la madurez completamente convencido de la doctrina de Lucrecio Tantum religio potuis suadere malorum («Tan poderosa fue la religión para persuadir de hechos malvados»).
Un mayor conocimiento de la historia me hizo aún más consciente de las abominaciones que se han inflingido a los seres humanos en nombre de la religión: la crueldad sectaria, guerras confesionales indescriptiblemente crueles, la opresión de las mujeres (y la obsesión destructiva y cruel que tienen los curas con todo lo que entra y sale de la pelvis femenina), y una alineación cínica y oportunista con los poderes temporales para mantener un status quo injusto que beneficiaba a unos pocos en la cumbre y mantenía a la mayoría sojuzgada. Ni siquiera los santos me parecían muy atractivos. Su comportamiento era con frecuencia obtuso, ridículo o repulsivo. Uno de los ejemplos que más valoro es el de Santa Catarina de Siena, quien deseaba impresionar a Dios con su ayuno y consiguió superar su apetito residual recogiendo en un cucharón el pus que supuraba del pecho canceroso de una dama a la que cuidaba, y se lo bebió; un plato que no se le habría ocurrido ni a Heston Blumenthal (un chef británico famoso por sus platos excéntricos).
¿Y qué? Incluso en caso de que los males causados por la religión fueran relevantes para la cuestión de la existencia de Dios, no sabemos si la religión es una fuerza neta de mal, a pesar de los horrores documentados. Los apologistas han señalado los códigos morales que han inculcado las religiones y que nos han distanciado de la ética feroz de la mayoría de los demás representantes del mundo animal. Iván dice en Los hermanos Kamarazov: «Si Dios no existiera, todo estaría permitido» (o, lo que es lo mismo, si El dejara de ordenar la fe). Por supuesto que esto no es cierto, pues los humanos tienen otras fuentes poderosas de preocupación altruista por sus congéneres, aunque se puede apreciar por qué hay tantos a los que esta afirmación les ha impresionado. Sin embargo, aún no nos hemos pronunciado sobre lo del beneficio neto, pues no podemos hacer correr la historia dos veces, una vez con religión y otra sin, para determinar si la religión, en conjunto, ha hecho que nos tratemos peor los unos a los otros. O ya puestos, si la religión ha supuesto un obstáculo a la hora de comprender la naturaleza y hacer del mundo un lugar más cómodo, donde la vida es más soportable, o viceversa. No obstante los obstáculos que las instituciones religiosas han puesto a veces al progreso científico, también se puede argumentar que la religión promovió la investigación científica de otros modos: el monoteísmo puede haber inspirado la búsqueda de las fuerzas unificadoras de la naturaleza; y muchos científicos muy creyentes (Newton y Faraday son los ejemplos obvios) veían sus investigaciones como expresión de su amor a Dios. Sería una falacia reducir la relación entre la religión y la ciencia a choques emblemáticos como los que se dieron sobre el sistema solar heliocéntrico o las necedades de los creacionistas.
Otra mala razón para ser ateo es que las creencias religiosas amedrentan a la gente, en particular a los niños, con sus doctrinas de salvación y condena. Este argumento tampoco convence. Si Dios espera determinadas cosas de ti, incluido que creas en Él, y el castigo por defraudarlo es la condena eterna, entonces es un acto de bondad suprema asustarte para que obedezcas a Su Voluntad, tal como interpretan los expertos.
Casi todas las malas razones para ser ateo surgen de una confusión fundamental entre lo que podríamos llamar los aspectos «metafísicos» frente a los aspectos «institucionales» o «sociales» de la religión; entre aquella parte de la religión que hace afirmaciones sobre el origen, la naturaleza, las fuerzas que conforman el universo, su significado, la vida de los humanos; y la parte que prescribe cómo deberíamos vivir, quién está autorizado para guiarnos en este sentido, y sobre qué cuestiones se nos debería guiar: preceptos, rituales, prácticas, códigos de comportamiento, etc. Una defensa inteligente del ateismo debería separar a las instituciones religiosas, con sus prescripciones multiformes y los poderes del bien y del mal que de ellas resultan, de los conjuntos de proposiciones sobre el origen y la naturaleza del universo y del pedacito en que vivimos. Ni los sacerdotes que se portan mal, ni las iglesias venales y poderosas demuestran la falsedad de la religión. Si bien nos recuerdan cómo puede corromper el poder, sobre todo cuando afirma gozar de autoridad trascendente, este hecho no es un argumento a favor del big bang y en contra de la creación en seis días. Los ateos pueden razonar que los propios creyentes no separan estos aspectos de la religión: la sabiduría de Dios, por ejemplo, a menudo es a la vez un concepto metafísico y un conjunto no negociable de instrucciones sobre cómo deberíamos convivir. Cierto, pero no por ello el argumento es mejor. Sin embargo, esto me lleva a la primera razón buena para ser ateo (que ya va siendo hora, cabe pensar).
De acuerdo con las religiones en las que me crié (aunque no en todas, por supuesto), Dios reúne en su persona una combinación de propiedades extraña y ridícula. Para sostener una visión del mundo que enlaza los grandes sucesos que dieron origen al universo con los pequeños sucesos que llenan nuestras vidas, debe combinar la metafísica y la moral, la física y la urbanidad; hay que mezclar algo de la trascendencia del big bang con un Dios iracundo que se enfurruña porque no lo alaban lo suficiente, y que interviene a nivel personal o político de un modo frecuentemente aleatorio, y a veces bastante repugnante. Conjuga el origen del universo con ejércitos de sacerdotes que nos afean la conducta en Su nombre. El concepto es casi cómico, y desde luego infantil, y pone de manifiesto que esta idea de Dios es claramente un reflejo de las preocupaciones humanas, locales e históricas, más que una característica eterna del universo. El Dios que mezcla el poder de inmolar a miles para vengar las ofensas que sufren otros miles, o de alzar al justo, con el poder de dar origen a la infinita totalidad de las cosas, es una monstruosidad ontológica; como una quimera en la que se fusionara la parte frontal de una ballena con la cola de un microbio.
Pero, ¿no deberíamos admitir humildemente la falta de certeza y declararnos agnósticos en vez de ateos? No. Y paso a explicar por qué. Si se echa un vistazo a las tesis metafísicas asociadas al centenar de religiones entre las que podemos elegir actualmente, se ve que estas tesis chocan entre sí de modo profundo y con frecuencia amargo. Pero, a menos que te hayan encauzado desde el nacimiento en una determinada religión, te ves obligado a elegir de forma aparentemente aleatoria en el Supermercado de las Ideas Teológicas. Si, con espíritu de humildad, te propones ver qué tienen en común, queda poca sustancia: el máximo común divisor entre el cristianismo, el paganismo, el hinduismo, el jainismo y todos los demás teísmos es bastante pequeño, y lo poco que queda es incoherente. Para ser un agnóstico sincero deberías ser capaz de sostener la noción de un Dios que es infinito pero que tiene características específicas; ilimitado, pero de algún modo separado de su creación; un Ser que no ha llegado a ser; que es omnisciente, omnipotente y bondadoso y sin embargo, por sus limitaciones, no es capaz, o no desea, crear un mundo en el que no exista el mal; etc. El Dios «apofático», definido en términos de lo que Dios no es, del filósofo griego Jenófanes y de algunas ramas del cristianismo ortodoxo, es una especie de aceptación de que esta deidad es impensable. Pero el agnosticismo nos obliga a agarrarnos a la cuadratura del círculo. Creo que no merece la pena.
Así pues, cualesquiera que sean mis auténticas razones para ser ateo, intelectualmente la cuestión no estriba en la falta de pruebas sobre la existencia de Dios, ni en el mal comportamiento de los creyentes y las instituciones religiosas, sino en la propia idea de Dios, la cual, en la medida en que no es completamente vacua, se contradice a sí misma, y tiene menos sentido que aquello que pretende explicar.
No se sigue de aquí que yo piense que tenemos una comprensión completa o siquiera bien fundada de lo que somos. Por ejemplo, no comprendemos la conciencia. El materialismo atómico no la explica, de eso podemos estar seguros. Y el propio concepto de materia se ha tornado ininteligible, como se desprende de las paradojas de la mecánica cuántica. Tampoco comprendo cómo es posible que podamos entender el mundo, individual o colectivamente – ¿cómo es posible el conocimiento? Pero este sentimiento de que estamos limitados en nuestro conocimiento y comprensión no hace que me sienta incómodo, sino por el contrario más cómodo en mi ateísmo: no estoy obligado a encerrar una intuición apasionante de posibilidad trascendente, que surge de mi sentido de lo desconocido, en un amasijo de creencias confusas, contradictorias y a menudo (aunque no siempre) malignas, que culminan en imposibilidades lógicas. No obstante lo cual, debemos estar agradecidos por los monumentos artísticos, arquitectónicos, rituales y del pensamiento que nosotros, los ateos, les debemos a la creencia en Dios de otros.