Hasta el FMI, la OCDE o la propia Comisión Europea recomiendan gravar los beneficios excesivos en los sectores energéticos para financiar transferencias directas a hogares vulnerables y al tejido industrial más afectado
En 2021, los ingresos acumulados de las cuatro principales compañías energéticas españolas crecieron un 34% respecto a 2020. En conjunto, sus beneficios duplicaron la media de los cinco años anteriores. Algunas de ellas ya han anunciado que aumentarán los dividendos que repartirán entre sus accionistas a cargo de este 2022. Mientras esto sucede, la inflación golpea duramente a millones de hogares en nuestro país. De acuerdo con la Encuesta de Condiciones de Vida (ECV) recientemente publicada, en 2021 uno de cada tres hogares españoles de entre los más pobres tenía dificultades para mantener la vivienda con una temperatura adecuada (un 32,1%), lo que representa 6 puntos porcentuales más que el año anterior. Y las perspectivas para este 2022 no son muy optimistas. El aumento de precios observado en promedio durante los cinco primeros meses de este 2022 ha reducido el poder adquisitivo de los hogares más pobres un 30% más que el de los hogares más ricos.
Aun sin poder contar con análisis más detallados, todo parece indicar que estas fuertes subidas de precios de los productos energéticos y alimentarios se están trasladando preferentemente a costes para pequeñas empresas y hogares, afectando sobre todo a las más vulnerables. Mientras, las grandes empresas, y especialmente las energéticas, mantienen o aumentan sus márgenes de beneficios. Los precios se disparan, las facturas de los hogares se elevan, al tiempo que algunas grandes compañías salen favorecidas, haciendo crecer los dividendos de los accionistas.
Estos “beneficios caídos del cielo” o resultados absolutamente extraordinarios conseguidos por una empresa o unas pocas empresas en determinados sectores como consecuencia de una situación inesperada no son producto de la innovación o de mejoras en la gestión, ni de la productividad o del ingenio que hacen que una compañía sea más eficiente. Son puramente el resultado de circunstancias excepcionales del mercado que disparan sus ingresos inesperadamente. Con frecuencia, esto supone una transferencia de recursos de los consumidores a estas empresas, y en cascada a los inversores y dueños del capital que están detrás.
No es un fenómeno nuevo. Durante la pandemia, las empresas farmacéuticas, y especialmente aquellas vinculadas a materiales y medicamentos para el tratamiento del virus de la Covid-19 vieron aumentar de manera exponencial sus ingresos. De hecho, 40 personas vinculadas a este sector se convirtieron en milmillonarias desde el principio de la pandemia. En los dos últimos años, las fortunas de los milmillonarios de los sectores de la alimentación y la energía se han incrementado en 453.000 millones de dólares, lo que equivale a mil millones cada dos días. En el sector de la alimentación han surgido en este mismo periodo 62 nuevos milmillonarios. Cinco de las mayores empresas energéticas del planeta (BP, Shell, Total Energies, Exxon y Chevron) se embolsaron el año pasado 2.600 dólares de beneficios ¡por segundo!
Esta espiral de aumento de precios arrastra un efecto inflacionario que distorsiona y recalienta el conjunto de la economía. Como respuesta, muchos gobiernos han activado planes de contención más o menos ambiciosos. Desde rebajas en los tipos del IVA y otros impuestos indirectos vinculados a la factura energética, subsidios a los carburantes hasta cheques a los hogares más vulnerables para mitigar estos incrementos de precios y la merma de poder adquisitivo. Paquetes fiscales con un elevado coste que ahondan los números rojos que arrastran las cuentas públicas tras dos años de pandemia, y cuya sostenibilidad en el corto plazo se ve amenazada por un contexto de subidas de tipos de interés.
No parece socialmente aceptable, ni fiscalmente sostenible. De ahí que cobre fuerza de nuevo la idea de un impuesto especial y temporal sobre estos beneficios extraordinarios.
En Oxfam Intermón calculábamos en septiembre de 2020 que se hubieran podido recaudar 104.000 millones de dólares adicionales solamente gravando los super beneficios de las 32 empresas más rentables del planeta durante los primeros meses de la pandemia, mientras miles de negocios veían su actividad completamente paralizada para responder a la alerta sanitaria. Ahora, ya son recomendaciones que vienen del FMI, la OCDE o la propia Comisión Europea, con un mensaje rotundo: gravar los beneficios no rutinarios y excesivos en los sectores energéticos, para financiar transferencias directas a hogares vulnerables y al tejido industrial más afectado. Italia, Reino Unido y Grecia ya lo han puesto en marcha. Austria, Bélgica, Alemania o Argentina lo están considerando.
Tanto la pandemia como ahora la crisis inflacionaria han puesto de manifiesto la necesidad de activar mecanismos tributarios automáticos y permanentes que permitan compensar y financiar el impacto asimétrico de estos shocks exógenos, permitiendo recaudar más de aquellos que se benefician de una situación totalmente inesperada.
¿Llegaremos tarde? Por desgracia, el escenario económico empeora mientras el conflicto armado se alarga y los efectos de las tensiones colaterales se van enraizando. Por eso, es vital que en la discusión que ahora se va a plantear en España se consideren algunas cuestiones. Primero, que el objetivo esencial es el de recaudar y redistribuir. Por lo tanto, debe aplicarse sobre una base de cálculo que no deje lugar a dudas y que permita al Estado estimar esos beneficios fuera de lo común. Segundo, que deben darse las garantías jurídicas suficientes porque no hay que menospreciar la batalla que estas grandes empresas darán y que no podemos perder el conjunto de la ciudadanía española. Por eso debe diseñarse con efecto retroactivo (que considere el ejercicio 2022), debe aprobarse de forma inmediata y entrar en vigor el 1 de enero de 2023 como muy tarde.
A partir de ahí, queda una discusión posible. ¿Qué diseño? “A la italiana”, un 25% sobre la base del IVA neto y no sobre el beneficio, tiene la ventaja de ser fácilmente detectable, rápida de implementar, sencilla de monitorear y ágil para ser validada por las autoridades tributarias. “A la británica”, como un recargo del 25% sobre el conjunto de los beneficios de las empresas energéticas que operan en el Mar del Norte, elevando hasta el 65% el tipo nominal correspondiente. También fácil de aplicar y simple, con potencial recaudador, aunque haya que esperar a la liquidación del impuesto de sociedades. Para quienes quieren anteponer la idea de gravar únicamente los beneficios puramente caídos del cielo, la alternativa podría ser aplicar un gravamen del 90% sobre las ganancias excesivas de las empresas, comparados con el promedio de los cinco ejercicios anteriores. En este caso, es fundamental tomar como base el resultado contable de la empresa, y no la base imponible, que fácilmente puede no reflejar de forma fiel los beneficios extraordinarios, puesto que queda muy reducida tras la aplicación de todos los ajustes contables.
Lo ideal sería, como sucede con el gasto, que este tipo de impuestos se mantuviesen latentes, y se activasen de manera automática cuando fuera necesario. El diablo está en los detalles, y el diseño de este impuesto debe jugar un delicado equilibrio entre simplicidad y principios fundamentales. Pero no es discutible entorpecer su puesta en marcha ni reducir su margen de ambición. Hasta el Reino Unido de Margaret Thatcher se atrevió a imponer un impuesto al poderoso sector financiero londinense a principios de los años ochenta cuando los márgenes del sector se dispararon por la subida de los tipos de interés.
Íñigo Macías Aymar es responsable de investigaciones y Susana Ruiz, responsable de Justicia Fiscal de Oxfam Intermón.