Cuestionando las tablas de Moisés
Las reglas económicas que se han escrito –reglas, no leyes; importante esta distinción– no son necesariamente las tablas de Moisés. Es decir: están sujetas a cambios, en función de los entornos en los que dichas reglas se aplican. Esas reorientaciones de unos preceptos pretendidamente inamovibles, considerados como leyes perpetuas, tuvieron que variarse a tenor de los acontecimientos. Por ejemplo: las reglas rígidas del sistema monetario del patrón oro –equilibrio presupuestario a ultranza, no intervención pública en la economía, limitaciones a las emisiones monetarias, etc.– se acabaron por dinamitar a raíz de la Gran Depresión. La causa: no servían en una coyuntura deflacionaria y con desplome de la demanda agregada. J. Bradford DeLong, secretario del Tesoro de Estados Unidos durante el mandato del presidente Bill Clinton, un historiador y economista solvente, lo ha explicado con claridad en su reciente libro (Camino a la utopía, Deusto, Barcelona, 2023): esa gran crisis del capitalismo obligó a repensar las herramientas consideradas inmutables, y a utilizar otros resortes, otras palancas, para resolver los graves problemas –los más relevantes, insistimos, la desocupación y la deflación–.
De ahí emergió con fuerza la tesis, que el Circus de Cambridge –Keynes, Robinson, Sraffa, Kalecki, Khan– ya había mascullado durante años: la imperiosa necesidad de activar la inversión pública para que hiciera remover las paralizadas ruedas de la privada. Bradford DeLong, considerado como uno de los economistas-historiadores más influyentes hoy en día, se alinea, con su voluminosa obra, con lo que otros economistas e historiadores económicos han ido publicando en los últimos tiempos, a saber: la reivindicación de los impactos decisivos de los multiplicadores fiscales sobre el conjunto económico, desde la iniciativa del sector público, en coyunturas de recesión económica. Véanse, en tal sentido, solo dos muestras ilustrativas: el trabajo de Robert Skidelsky (¿Qué falla con la economía?, Deusto, Barcelona, 2022); o el todavía más reciente firmado por Antoni Castells, Paul de Grauwe y Jaume Guardiola (Hacia una nueva gobernanza fiscal en la zona euro: https://cercledeconomia.com/es/evento/cap-a-una-nova-governanca-fiscal-a-la-zona-euro/).
¿Por qué comentamos esto? Porque Bruselas está pensando en una revisión de las reglas fiscales, lo que genera un debate en el seno de los equipos económicos de la eurozona. Y, en el marco de las discusiones, parecen existir posiciones severas para regresar a una normas –las que podríamos enmarcar en la austeridad expansiva, reconocida a raíz de la Gran Recesión: recuérdense teorizaciones al respecto en: Alesina et al., The Effects of Fiscal Consolidations: Theory and Evidence, Cambridge, MA, 2017; Alesina-Favero-Giavazzi, “The output effect of fiscal consolidation plans”, Journal of International Economics. Elsevier, 96(S1), pp. S19–S42, 2015–. Entre los auspiciadores de ese retorno a las reglas canónicas, el gran promotor es el ministro de Finanzas alemán, Christian Lindner: “los recortes duros son necesarios”, ha indicado el mandatario (declaraciones publicadas el 8 de abril de 2023), arrinconando las consecuencias letales de esa política económica entre 2008 y 2015. Existe una especie de suposición de que esas normas rígidas, estrictas, implacables, con pocos márgenes de flexibilidad, son, en efecto las reglas (es decir: no hay otras) a seguir, a vindicar, a aplicar, una vez más. Es como si eso se elevara a la categoría de ciencia sin discusión alguna: una vía a la que retornar porque es lo correcto, lo científico, lo convincente. Aunque las evidencias empíricas digan lo contrario. De nada o de poco sirven advertencias formuladas por economistas liberales –recuerden: DeLong, Skidelsky, De Grauwe, en este texto–, que aluden a ejemplos muy concretos que cuestionan, de abajo arriba, todo ese engranaje presentado como el único recetario plausible.
Ante esto, una política económica de perfil progresista debe tener muy en cuenta la más reciente historia económica, para evitar precisamente los errores que en espacios concretos de la eurozona se quieren reiterar. Varios elementos deben subrayarse, como una posible guía de discusión:
1- La significación decisiva de la inversión pública.
Hemos defendido esto en muchas entradas de este blog. Puede ser un mensaje harto reiterativo; pero no puede ni debe relegarse. Es cierto que algunos estudios cuestionan su efectividad, si se acaba traduciendo en partidas casi perennes en los presupuestos públicos: se habla entonces del crowding out, un concepto que en múltiples ocasiones se maneja de forma torticera para restar importancia resiliente al gasto público en etapas de crisis económica. Entonces, no hay expulsión posible, toda vez que es el propio mercado el que ejecuta tal desplazamiento por la coyuntura recesiva. Pero la multiplicidad de investigaciones sobre los impactos positivos de la inversión pública sobre la economía plantean empíricamente el rigor de la medida (abundante bibliografía al respecto –en muchos casos comentada– en Enrique Palazuelos, La economía del crecimiento en equilibrio, Akal, Madrid, 2022). De ahí que sería muy importante que, en este marco narrativo y de debate sobre las reglas económicas, se tuviera en cuenta que, en etapas de crisis o de necesidad de impulsar un empeño en el cambio productivo –por ejemplo, todo lo relacionado con el cambio climático, la digitalización o la transición energética–, la inversión pública no computara en la ortodoxia del equilibrio presupuestario.
2- La revisión de la tasa de inflación, partiendo de una premisa básica, casi tautológica: el crecimiento económico y un nivel aceptable de inflación “cortan” el desempleo.
La norma rígida de la inflación no se aviene con estudios científicos contrastados: el 2% es la cifra totémica que tanto la Reserva Federal como el Banco Central Europeo han asumido casi como un dogma económico para la inflación; pero no sabemos de dónde sale el guarismo, de qué modelo econométrico. Sin embargo, constituye otra de las reglas que forman parte de esas imaginarias tablas de Moisés.
Vayamos a datos e investigadores. La relación de la inflación con otras variables revela que unos niveles moderados de inflación no tienen porqué ser, de forma automática, negativos; incluso, pueden ser beneficiosos para las estructuras económicas. Es decir, una inflación controlada –insistimos en esto– puede representar una contrapartida tolerable, siempre y cuando las tasas de crecimiento sean positivas y las de paro se reduzcan. Algunos de los más prestigiosos economistas académicos norteamericanos, premios Nobel de Economía, han investigado este tema, que marca un punto de heterodoxia en el marco de las interpretaciones más convencionales sobre la evolución económica. El período central de análisis de estos autores se vincula a la crisis que surge en 2001, con el desplome de las empresas tecnológicas; también aquí se realizaron comparaciones y análisis entre variables determinantes, como el crecimiento económico, la inflación, el paro y las evoluciones bursátiles.
George Akerlof afirmaba, en un trabajo publicado en 1996 y en referencia a la economía americana (Akerlof-Dickens-Perry, “The Macroeconomics of Low Inflation”, Brookings Papers on Economics Activity), que los costes de mantener una inflación baja, cada vez más próxima a cero, acabaría por representar una caída del PIB, a la vez que recomendaba que la estabilidad completa de precios no podía ser, de ninguna manera, el objetivo fundamental de la Reserva Federal. La teoría de Akerlof no contradecía, sin embargo, los modelos econométricos del banco emisor (tales modelos se adhieren al principio NAIRU, Non-Accelerating Inflation Rate of Unenployment, o sea, la tasa de desempleo que no acelera la inflación, que el banco central situaba entre el 6 por ciento y el 6,2 por ciento. Es decir, si el paro caía por debajo de esos porcentajes, el riesgo de inflación era patente, según la institución presidida entonces por Alan Greenspan). Akerlof no criticaba el control de los precios, que elogia sin paliativos; pero cuestionaba la obsesión por alcanzar una inflación casi inexistente, máxime cuando la tasa de paro se encontraba en niveles muy ajustados, entorno al 6 por ciento en el momento en el que el trabajo se editó. Su teoría indica que la reducción de la inflación, cuando es elevada, incrementa muy poco el paro, por lo que es recomendable mantener bajas las tasas de inflación, hecho que beneficia los cálculos sobre el futuro, habida cuenta que el coste en número de parados es menor. Ahora bien, cuando con un cierto nivel de productividad se quiere mantener la reducción de la inflación, los costes en términos de ocupación de trabajo son muy elevados (véase: Krugman, “Fast Growth and Stable Prices: Just Say No”, Economist, agosto, 1997; Madrick, Age of Greed, Alfred Knopf, Nueva York, 1998). La razón principal que aporta Akerlof es que una inflación demasiado baja origina costes de carácter político-social importantes. En otras palabras: disminuir hasta el 3 por ciento la tasa de inflación es barato en el vector trabajo; pero por debajo de esa cifra, el coste se eleva muy rápidamente. Akerlof recurre a casos de historia económica –en concreto, la crisis de 1929 y sus repercusiones– para explicar de forma más convincente su modelo, y subraya como, desde la óptica de los precios y de la ocupación, la intensa deflación que se produjo se acompañó de una elevadísima tasa de paro, que llegó a una cuarta parte de la población activa de Estados Unidos. Los trabajos de Peter Temin abonan esta constatación, y demuestran que fue la obstinada política económica, decidida a mantener el patrón oro a toda costa –es decir: las reglas de siempre–, una de las causas centrales de la extensión de la depresión. Es así como las autoridades monetarias y fiscales aplicaron recetas contractivas, cuando la mirada retrospectiva hoy nos demuestra que hacían falta políticas expansivas. Pero cualquier planteamiento alternativo debía transgredir el régimen del patrón oro, que se había traducido en paradigma intocable para los políticos y economistas, pero dramáticamente fisurado por la realidad. Todas las alternativas eran tomadas como aberraciones respecto a la estabilidad que representaba el patrón monetario existente, y no eran consideradas ni por las autoridades, ni por los inversores (Temin, Lecciones de la Gran Depresión, Alianza, Madrid, 1995).
Paul Krugman (“Fast Growth and Stable… ya citado) ha argumentado en un sentido similar al de Akerlof. Dice este autor que los beneficios de la estabilidad de los precios son relativos, y se sirve de la historia económica para demostrarlo: la gran desinflación de los años 1980 en la economía americana, que presionó a la baja los precios del 10 por ciento al 4 por ciento, se alcanzó tras un prolongado período de elevadas tasas de paro y de un exceso de capacidad productiva. La cifra de paro de 1979 se recuperó en 1988 –casi una década de evolución negativa–, de forma que puede hablarse de una relación de sacrificio de enorme coste, evaluado en cerca de un billón de dólares, para conseguir un pequeño avance en un plazo demasiado largo. Las conclusiones del autor son meridianas: la creencia de que la estabilidad absoluta de los precios es una bendición, que proporciona grandes beneficios con escasos costes, descansa más en la fe que en la evidencia. Y ésta apunta hacia otro rumbo: una inflación baja, cercana al cero, infiere fuertes contrapartidas penalizadoras para la economía. Krugman efectúa unas correlaciones simples para avalar sus conjeturas: la primera, entre el crecimiento económico y la creación de ocupación entre 1980 y 1995, con resultados que le permiten afirmar que el crecimiento cortaba el paro; y una segunda, entre la inflación y el paro entre 1985 y 1995, que es totalmente inexistente. En suma, el lema que acaba acuñando el autor citado es sencillo pero elocuente: el crecimiento truncaba el paro, mientras que la inflación no. En esa misma línea, estudios sobre la inflación para el período 1979-1990 (con la utilización de indicadores de carácter monetario y otros relacionados con el desarrollo humano) constatan la incidencia negativa para salarios, rentas y niveles de vida (Bowles-Gordon-Weisskopf, Tras la economía del despilfarro, Alianza, Madrid, 1992). Joseph Stiglitz remacha estas mismas ideas (Stiglitz, El precio de la desigualdad, Taurus, Madrid, 2012). Un país puede tener una inflación baja sin crecimiento y con elevada desocupación. Para la mayor parte de los economistas esta nación tendría un esquema macroeconómico desastroso. Pero como la inflación excesivamente elevada conduce muchas veces a un crecimiento reducido, y éste a un paro elevado, la inflación es estigmatizada de forma sistemática.
Esto nos conduce a otra revisión de las reglas establecidas: repensar la tasa de inflación que condiciona la actuación de los bancos centrales. La tesis no es descabellada, y un economista liberal como Olivier Blanchard, en su más reciente libro (Fiscal Policy Under Interest Rates, MIT Press, Boston, 2022), aboga por analizar el tema.
3- Inflación e impacto de la inversión “verde”.
La vinculación entre inversión y precios puede ser un problema macroeconómico. Esto inquieta a los bancos centrales, cuya priorización es la estabilidad de precios y, por ende, la estabilidad financiera. El tema es de gran transcendencia, habida cuenta el alud de inversiones que deben canalizarse hacia, al menos, tres sectores clave: la transición energética, el proceso de digitalización y robotización y los efectos del cambio climático. Ahora bien, se plantea en este escenario una aparente contradicción: las sugerencias de los bancos centrales, en el sentido de activar programas de política fiscal hacia las direcciones comentadas, chocan con la perspectiva de control inflacionario. Es claro que los precios pueden tensarse al alza con tales propósitos inversores; entonces, los supervisores bancarios se enfrentan a la disyuntiva de la política al alza de los tipos de interés, o de relajarla. En tal sentido, urgen estudios específicos, “modelizados” matemáticamente, que traten de desentrañar esa dicotomía aparente entre política fiscal y política monetaria. Tenemos investigaciones sobre los impactos sobre el mercado de trabajo de las inversiones “verdes”, que inciden en que éstas pueden generar creación de ocupación sobre todo en países muy dependientes de los combustibles fósiles. Sería, por ejemplo, el caso de Alemania: véase al respecto el reciente working paper de Francesco Lamperti, “Creating Jobs Out of the Green”, seminario impartido en la Universidad de las Islas Baleares, 31 de marzo de 2023; o la aportación crucial, más matizada que en el estudio de Lamperti, de Natalia Fabra et alter, “Do renewables créate local Jobs?”, working paper 2.307, Banco de España).
4- Consolidación fiscal y segmentación presupuestaria.
Todo lo que se ha expuesto tiene lógicas consecuencias en los presupuestos públicos. Ahora bien, aquí tenemos otra regla que, tal vez, conviene repensar, en la línea que ha expuesto recientemente Paul de Grauwe: la división presupuestaria entre partidas corrientes y las de capital. Así, la visión de una consolidación fiscal, que nadie pone en duda si se realiza con una programación razonable, podría plantear esa digamos fragmentación presupuestaria: los capítulos del presupuesto que infieren gasto corriente deberían quizás tener una mayor monitorización de la consolidación fiscal; mientras las inversiones, destinadas a los propósitos que hemos apuntado antes, no tendrían porqué formar parte de esa consolidación, de tal manera que quizás se pudieran eludir cuando se realizan los cálculos de déficit público agregado de las naciones. La tesis de De Grauwe es de gran interés, si bien tiene la previsible inferencia que inversiones públicas van a generar, a su vez, partidas imputables al gasto corriente –mantenimientos, personal, etc.–. Pero no es menos cierto que estas propuestas que hemos enunciado no son descabelladas, y pueden ser objeto, de entrada, de análisis e investigación por parte de los científicos sociales –no solo los economistas–; pero tampoco pensamos que serían totalmente rechazables en el plano de la economía más aplicada. Reglas consideradas como integradas en las “tablas de la ley”, como el control del gasto, el mantenimiento del déficit, la reducción drástica de la deuda, la menor intervención pública, se volatilizaron a raíz de la crisis pandémica. No olvidemos esto.
“Cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. ¿Y usted qué hace?”, le espetó, entre irónico y burlón, John Maynard Keynes a un periodista que trataba de ponerle en un brete contradictorio. Quizás los economistas deberíamos pensar en esta frase como frontispicio para esconder o, mejor, eliminar, la arrogancia que con demasiada frecuencia comentamos, divulgamos y, los que tienen mayores responsabilidades directas en acciones de gobierno –como el ya nombrado ministro de Finanzas alemán– ejecutan. Talmente como si el entorno fuera inamovible.
Carles Manera. Catedrático de Historia e Instituciones Económicas, en el departamento de Economía Aplicada de la Universitat de les Illes Balears. Doctor en Historia por la Universitat de les Illes Balears y doctor en Ciencias Económicas por la Universitat de Barcelona. Consejero del Banco de España. Consejero de Economía, Hacienda e Innovación (desde julio de 2007 hasta septiembre de 2009) y Consejero de Economía y Hacienda (desde septiembre de 2009 hasta junio de 2011) del Govern de les Illes Balears. Presidente del Consejo Económico y Social de Baleares. Miembro de Economistas Frente a la Crisis Blog: http://carlesmanera.com
Fuemte: https://economistasfrentealacrisis.com/por-una-politica-economica-de-progreso/