No, no es una errata; han leído bien: pprofesionales. El pasado 24 de julio de 2005, El País publicaba un reportaje titulado «Los ingenieros de la solución final», relatando la historia de la empresa constructora de crematorios Topf & Söhne, que colaboraba con el régimen nazi en soluciones técnicas para el exterminio de judíos, comunistas, […]
No, no es una errata; han leído bien: pprofesionales. El pasado 24 de julio de 2005, El País publicaba un reportaje titulado «Los ingenieros de la solución final», relatando la historia de la empresa constructora de crematorios Topf & Söhne, que colaboraba con el régimen nazi en soluciones técnicas para el exterminio de judíos, comunistas, gitanos homosexuales y otros «indeseables», a los ojos de los jerarcas nazis. Kurt Prüfer, un brillante ingeniero de la empresa, amenazó con dejar su trabajo en febrero de 1942. No se trataba de escrúpulos morales, por supuesto, ya que era un gran «profesional». Simplemente consideraba que ganaba poco. Un aumento de sueldo resolvió el problema rápidamente.
Los médicos que han asesorado a torturadores en todo tipo de dictaduras también se autoexculpan proclamando la asepsia de su trabajo. Al fin y al cabo, ellos son «profesionales», y hacen lo que sea cuando se les paga. Después, si hay problemas, con alegar obediencia debida, solucionado todo. ¿Acaso William Calley, oficial al mando del pelotón que llevó a cabo la matanza de la aldea vietnamita de My Lai, no contestó al juez que no había ido a la guerra para usar el sentido común, sino para cumplir órdenes?
En un escenario menos duro (afortunadamente para todos), también encontramos entre nosotros personas (¡compañeros!) que se declaran, antes que nada -antes que personas, incluso- ¡pprofesionales! (sí, con dos «pes», porque lo pronuncian así: pp, ¡qué curioso! ¿no?), escupiendo la palabra como queriendo decir que ellos no tienen nada que ver con problemas morales, y menos con… ¡política! (¡puag! ¡qué asco!), como si estas cuestiones rebajaran la profesionalidad.
«Profesionales» como los que trabajan para la industria tabaquera con el objetivo de investigar sustancias ajenas al propio tabaco que produzcan adicción en sus consumidores y que recluten nuevos consumidores entre niños y adolescentes. O como los que trabajan para empresas farmacéuticas sin inquietarles que sólo un 1 por ciento de la investigación de este sector se destine a enfermedades del tercer mundo, sabiendo que esa falta de investigación está directamente relacionada con la muerte diaria de miles de niños y adultos. Pero, claro, eso no es un problema «profesional», y no les inquieta ni lo más mínimo. Ellos, en su inocencia inmaculada, no saben «de política».
La excelente película documental La Pesadilla de Darwin muestra cómo funcionan los negocios de los países del primer mundo con el tercero («los negocios del capitalismo ya no se pueden realizar sin recurrir a la brutalidad. Algunos creen aún que sí es posible, pero una ojeada a sus libros de contabilidad les convencerá de lo contrario», decía Bertoltd Brecht). En ella, aparece un grupo de pilotos rusos que vuelan hasta Tanzania para importar a Europa una especie de pescado que los europeos consumimos como mero. Sin embargo, los vuelos de ida son aprovechados para llevar a África cargamentos ilegales de armas con las que abastecer las guerras civiles de la zona. Los pilotos se definen como «profesionales», faltaría más, así que no están en lo más mínimo interesados en cuál es la carga que llevan hacia África, no les interesa «la política». En un momento de la película, uno de ellos muestra débiles señales de arrepentimiento, pero no parece dispuesto a abandonar su trabajo, ¿po r qué lo iba a hacer, si es un «profesional»?
Este tipo de espécimen verdaderamente antisocial no se plantea preguntas sobre la responsabilidad social de la actividad que realiza. Huye como de la peste del compromiso social y ante cualquier conflicto se proclama «neutral», «equidistante» (lo hacen mucho con temas como la guerra civil, por ejemplo). Se cree tolerante porque confunde, interesadamente, tolerancia con indiferencia. Por sociedad civil entiende exclusivamente el mundo de la empresa, y por objetividad, la simple ocultación de sus planteamientos acomodaticios y reaccionarios.
Pero es fácil que tipos así, si le oyen a usted hablar de valores, o de solidaridad, o de compromiso social, digan que ellos no quieren saber nada «de política». Y no sólo que no quieren saber nada «de política» (lo dicen con desdén, con auténtica cara de asco, y aquí meten todo lo que les suena a «social»), sino que tampoco quieren que hablen los que están alrededor; saltan como auténticos talibanes con comentarios como «política, no, ¿eh?,¡¡ por favor!!». Y, por supuesto, tienen que dejar claro que ellos, como «pprofesionales», son obbjetivos (con dos «bes», claro) y no se dejan llevar, como cualquier aficionado, por valores (que son subjetivos, claro; ellos, al parecer, no se consideran sujetos). Sin embargo, cuando oyen hablar de rentabilidad, competitividad y otras de la familia (de la familia neoliberal, claro), el mecanismo no les funciona: ahí no ven valores «subjetivos», sino sólo «pprofesionalidad». Recuerdan a aquello que decía irónicamente Oscar Wilde: «A mí me de leita hablar de política. Hablo de ella todo el día. Pero no soporto oír hablar de ella a los demás».
¿Se habrán parado a pensar alguna vez en dónde han metido a los pueblos aquellos que los han salvado de «la política» durante el siglo XX? Y eso que no hay que mirar muy lejos.
Desconocen -o se hacen los tontos, todo puede ser- que es imposible no tener valores ni ideología, así que lo único que hace este tipo de «pprofesionales» es apelar a una supuesta objetividad y a lo técnico para intentar colarnos sutilmente sus valores profundamente reaccionarios y egoístas.
Seguramente el mundo tendría menos violaciones masivas de derechos humanos si no hubiera tantos «pprofesionales» como éstos. Puede decirse, sin temor a la exageración, que los atropellos más salvajes contra la humanidad han sido posible gracias a su colaboración. Afortunadamente para los que están entre nosotros, se encuentran lejos de los escenarios más brutales de los crímenes del capitalismo, lo que les permite hacerse, ante ellos mismos, los inocentes. Quizás algunos de ellos recuperen alguna vez la conciencia y se den cuenta de lo lastimosa que ha sido su vida sin mover un dedo para que este mundo sea más humano. Eso sí, muchos se dedican a la caridad en un patético intento de mantener adormecidas sus pobres conciencias con el dinero que les sobra.
Pedro López López es profesor de la Universidad Complutense de Madrid.
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