Decía Einstein que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. Y es que los prejuicios bloquean nuestro entendimiento y nuestra capacidad de comprender las constantes transformaciones del mundo en el que vivimos. Si el cambio permanente es la ley que define la naturaleza de las cosas, los prejuicios son la inmutabilidad del pensamiento, […]
Decía Einstein que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. Y es que los prejuicios bloquean nuestro entendimiento y nuestra capacidad de comprender las constantes transformaciones del mundo en el que vivimos. Si el cambio permanente es la ley que define la naturaleza de las cosas, los prejuicios son la inmutabilidad del pensamiento, el parapeto tras el cual se refugia la ignorancia y el miedo a lo nuevo. Y son tan difíciles de destruir porque forman el andamiaje básico mental de todo individuo incapaz de mirar a los demás con una mirada limpia de odios y temores, que no comprende que el otro estará ahí siempre, y que sin su presencia la condición humana no puede realizarse. Todos somos seres únicos, diferentes e irrepetibles, y todos construimos nuestra humanidad en la relación y con relación a los demás, sencillamente porque el hombre solo no es, y el otro para ser tiene que ser diferente a uno, pero cada persona es única y solo se le debe pedir cuenta de sus propios actos.
Pero el prejuicio racista no es un hecho aislado en el pensamiento. Se es racista porque se es agresivo, intolerante, rencoroso. Si eres racista serás machista, violento. Porque si estás convencido de que perteneces a una raza superior, o que hay unas inferiores a otras, también lo estarás de que los hombres son superiores a las mujeres, que la violencia es una forma de solucionar los problemas, o que los homosexuales son personas enfermas. Por eso es imposible ser demócrata y racista, como no se puede ser racista y luchador por la igualdad, aunque uno forme parte de la minoría oprimida. «Detesto el racismo, porque lo veo como algo barbárico, venga de un hombre negro o un hombre blanco», decía Nelson Mandela, que sufrió presidio durante 28 años por luchar contra el apartheid en su país. Es cierto que el racismo es más sangrante cuando se ejerce desde una posición de poder, o cuando las mayorías política y culturalmente hegemónicas excluyen a las minorías, relegándolas a la inferioridad social, pero el racismo como actitud personal, como muestra de desprecio al otro por su color o por su origen, puede ser ejercido por cualquier persona con independencia de su posición social.
Según Bertrand Russell, gran parte de los problemas de la humanidad «se debe a que los ignorantes están completamente seguros, y los inteligentes llenos de dudas». El racismo es una respuesta simple y estúpida, a problemas complejos necesitados de un descernimiento por parte una sociedad que no quiere ser perturbada en su adormecida conciencia. Hace falta para ello una educación que asuma que su papel es humanizar y no solo crear trabajadores especializados y eficaces. Una educación que se enfrente a la perversa utilización de la cultura como arma para agredir o ignorar a los demás, y a la utilización de la ignorancia para colmar las ambiciones de poder de políticos sin escrúpulos, que rentabilizan nuestros peores instintos en lugar de enfrentarse a ellos.
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