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Premio Nobel de Economía: paradojas y metáforas

Fuentes: La Jornada

Pobre Adam Smith. Ahora sí debe estar confundido en su tumba en la pequeña iglesia de Canongate, en Edimburgo. Se ha de preguntar, si los del comité del Premio Nobel son tan conservadores, ¿cómo es que este año se lo dieron a un economista (Leonid Hurwicz) que tanto contribuyó a enterrar para siempre la teoría […]

Pobre Adam Smith. Ahora sí debe estar confundido en su tumba en la pequeña iglesia de Canongate, en Edimburgo. Se ha de preguntar, si los del comité del Premio Nobel son tan conservadores, ¿cómo es que este año se lo dieron a un economista (Leonid Hurwicz) que tanto contribuyó a enterrar para siempre la teoría del mercado?

Para entender esta paradoja, hay que sacar al viejo Smith de su cajón, sacudirle el polvo y narrarle algo de la evolución de la teoría económica, comenzando con el Nobel de este año para tres economistas que desarrollaron la teoría de diseño de mecanismos. Aunque la prensa ha tratado de aclararle al público qué es eso de «diseño de mecanismos», las explicaciones no han pasado de una serie de citas piadosas del comunicado del comité Nobel que no dicen nada. A Smith habrá que explicarle cuál es la relación entre la bella y poderosa metáfora de la «mano invisible» y el diseño de mecanismos.

La alegoría de la mano invisible pretende responder una pregunta inquietante: si los individuos que componen una sociedad son egoístas, ¿cómo es que no acaban matándose unos a otros? La solución de este enigma está, según Smith, en el mecanismo de la mano invisible: el mercado es un dispositivo social que permite coordinar los planes de individuos egoístas en una sociedad sin necesidad de que tenga que intervenir el Estado. En esta metáfora, el mercado no sólo hace compatibles los planes individuales de agentes egoístas sin que éstos se percaten de ello (de ahí lo «invisible» del mecanismo), sino que permite alcanzar la prosperidad. Pero aunque Adam Smith lo intentó, no pudo proporcionar la prueba científica de que efectivamente eso era lo que acontecía en el mercado.

En 1948 Samuelson pudo ofrecer una demostración de que la posición de equilibrio está asociada con un criterio de eficiencia. Algo es algo, aunque el criterio de eficiencia (óptimo de Pareto) deja mucho que desear. Pero faltaba siempre lo más importante: demostrar que las fuerzas del mercado conducen al punto de equilibrio. Para eso se necesitaba construir un modelo que representara de manera dinámica el proceso de formación de los precios de equilibrio.

Después de un largo recorrido, con el trabajo de Kenneth Arrow y Leonid Hurwicz sobre «estabilidad del equilibrio competitivo» (1958-59) la comunidad académica pensó que se había podido demostrar definitivamente que las fuerzas del mercado conducían al equilibrio. ¿Qué hicieron estos autores? Construyeron un ingenioso modelo de ecuaciones diferenciales en el que las fuerzas de la competencia permiten la formación de precios de equilibrio para todas las mercancías simultáneamente (a esos precios oferta igual a demanda en todos los mercados al mismo tiempo). El uso de un instrumental matemático poderoso (funciones Lyapunov) les permitía «demostrar» la convergencia hacia la posición de equilibrio.

Por primera vez se había construido un mecanismo que aparentemente permitía demostrar que en efecto, tal como sugería la metáfora de Smith, las fuerzas del libre mercado conducían a los precios de las mercancías hacia la posición de equilibrio y la eficiencia.

Desgraciadamente para el mecanismo diseñado por Hurwicz, en ese modelo la formación de precios de equilibrio sólo se podía garantizar mediante la intervención de supuestos muy restrictivos (bien conocidos en la disciplina: bienes sustitutos brutos o el axioma débil de preferencias reveladas a nivel de mercado). Pero, aunque ese resultado era insatisfactorio, Arrow y Hurwicz aventuraron una conjetura. Afirmaron que aunque reconocían que el resultado alcanzado dependía de manera crucial de la introducción de supuestos restrictivos, pensaban que en general (es decir, sin dichos supuestos abusivos) era posible demostrar que el mecanismo de mercado sí conducía a una posición de equilibrio.

Craso error. En 1960, en un famoso artículo Herbert Scarf demostró que esa conjetura era inválida: con un contraejemplo pudo probar que si se quitaban los supuestos restrictivos, el mecanismo del modelo no servía para demostrar que la mano invisible permitía hacer compatibles los planes individuales (en el equilibrio). Aunque famoso, ese artículo ha pasado desapercibido hasta por los dilectos alumnos de Scarf.

Ese debate fue un parteaguas. Catorce años después, Debreu, Mantel y Sonnenschein demostraron que para alcanzar el resultado de Arrow-Hurwicz, siempre sería necesario recurrir a supuestos restrictivos. Punto final: ése fue el último clavo en el ataúd de la teoría del equilibrio general.

Desde entonces, Leonid y sus amigos pasan el tiempo diseñando mecanismos para la teoría de juegos. La realidad es que 230 años después de La riqueza de las naciones, la teoría económica todavía no sale de su metáfora sobre la mano invisible. Los padres de la teoría del equilibrio general lo han reconocido, a pesar de que eso no se enseñe en las escuelas de economía (ni aquí, ni en Estados Unidos). La única base de la idea de que el mercado es un mecanismo eficiente para asignar recursos es la fe, no la ciencia. Y ese resultado ni 10 premios Nobel lo pueden cambiar.