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¿Preparados para la próxima crisis?

Fuentes: Red del Tercer Mundo

Viernes de tarde en la esquina de la Primera Avenida y la calle 44 en Manhattan. Dos buses esperan pasajeros para salidas de fin de semana en la puerta del Millennium Plaza Hotel. En torno al que tiene un cartel de destino en un club de tenis se agrupan hombres y mujeres de entre veinte […]

Viernes de tarde en la esquina de la Primera Avenida y la calle 44 en Manhattan. Dos buses esperan pasajeros para salidas de fin de semana en la puerta del Millennium Plaza Hotel. En torno al que tiene un cartel de destino en un club de tenis se agrupan hombres y mujeres de entre veinte y cuarenta años. En cambio al que se dirige al centro de conferencias de las Girls Scouts, quienes suben son en su mayoría varones de más de cincuenta años, algunos de ellos aflojando el nudo de sus corbatas, después de un largo día de reuniones en la sede de las Naciones Unidas, al otro lado de la calle.

Así, un grupo de unos cuarenta diplomáticos de varias partes del mundo, investigadores académicos, funcionarios internacionales, activistas de ONG, gerentes de fondos privados de inversión y representantes del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) inició a principios de octubre un retiro de fin de semana en los bosques de Briarcliff Manor coloreados por el otoño boreal.

La reunión fue organizada por la Fundación Friedrich Ebert, del partido socialdemócrata alemán, con el objetivo de explorar -y fomentar- hasta dónde hay visiones comunes -y por lo tanto posibles acuerdos- entre protagonistas clave de la cumbre de las Naciones Unidas sobre Finanzas para el Desarrollo que tendrá lugar a fines de 2008 en Doha, la capital de Qatar. Para hacer posible un diálogo franco las discusiones tuvieron lugar bajo lo que se conoce como «reglas de Chatham House», según las cuales los participantes son libres de comentar sobre el contenido de los debates, pero tienen prohibido atribuir opiniones concretas a algún participante en particular. O sea que, como decía mi abuelita, «se dice el pecado, pero no el pecador». El lector sabrá perdonar la reserva que este reportero debe guardar sobre algunos detalles. Es el precio a pagar si uno quiere volver a ser invitado la próxima vez.

En el campamento de las Girls Scouts no hubo acuerdos explícitos, ni se los buscaba, pero sí hubo sorprendentes coincidencias en el análisis. Los problemas financieros en Estados Unidos y Europa, originados en la crisis de los préstamos hipotecarios, estuvieron en boca de todos. Los grandes bancos de Estados Unidos venden las hipotecas de sus clientes y utilizan el efectivo para dar nuevos préstamos hipotecarios. Los compradores de estas hipotecas utilizan los intereses de las mismas para cubrir los intereses que a su vez deben pagar por otros títulos (llamados securities) que venden a inversores financieros. Las agencias calificadoras de riesgo que dan notas a estas securities sobrestimaron la seguridad de las hipotecas en las que se basan. Cuando comenzó a quedar claro que muchos hogares en Estados Unidos no están ya en condiciones de pagar las hipotecas, la confianza en estos papeles cayó, y por consiguiente su precio en los mercados. Los bancos que garantizan estas securities se ven obligados a respaldar a sus emisores y, por consiguiente, comienzan a retacear los otros créditos, incluyendo por supuesto nuevas hipotecas. Al escasear el crédito bajaron los precios de las acciones en las bolsas (porque no hay liquidez para comprarlas) y la crisis de las finanzas llevó a corridas de depositantes, como la del Northern Rock en el Reino Unido, pérdidas millonarias en los bancos y amenaza de crisis de la economía real si la construcción se paraliza. El Banco Central británico y la Reserva Federal de Estados Unidos hicieron lo que desaconsejan a los países en desarrollo: socializar las pérdidas, intervenir en los mercados y respaldar a los bancos quebrados para evitar una pérdida generalizada de confianza. ¿Por qué es esta crisis un problema diplomático? En primer lugar porque si bien se apagó el fuego, las brasas del sistema hipotecario de Estados Unidos siguen ardiendo y una nueva crisis puede extenderse a América Latina, donde también habrían síntomas de la existencia de una «burbuja» en el sector inmobiliario. En segundo lugar porque este episodio puso en evidencia la volatilidad de la actual prosperidad en la economía mundial y la persistencia de graves problemas no resueltos.

Los mercados financieros internacionales, como todo mercado, deberían asignar recursos de donde hay a donde hacen falta. Pero si bien los recursos financieros son urgentemente necesarios para desarrollar las economías de los países pobres y reducir la pobreza, algo a lo que todos los gobiernos se han comprometido a través de las llamadas «Metas del Milenio», en la práctica el dinero está fluyendo de los países en desarrollo hacia Estados Unidos, que les vende bonos del Tesoro (de bajo interés pero alta seguridad) para financiar el doble déficit fiscal y comercial de la economía norteamericana. La caída del dólar no es más que un síntoma de que esta situación es insostenible, pero nada se hace para cambiarla.

Los países en desarrollo con excedentes los usan para constituir enormes reservas. Es una utilización poco eficaz de dinero que costó mucho ganar, ya que las reservas no sólo rinden menos interés que si se invirtiera en el desarrollo del país, sino que además, al estar gran parte de ellas en bonos norteamericanos, su valor cae con la caída del dólar.

Todos los análisis coincidieron en que esta conducta refleja el temor de estos países ante la volatilidad de los mercados financieros y la necesidad de prevenir las crisis futuras. O sea que, más allá de lo que digan los ministros, ya nadie confía en que estas crisis sean evitadas por el FMI, la institución creada justamente a tal efecto. Que cada quien tenga que cuidarse a sí mismo, o mediante incipientes mecanismos regionales como el Banco del Sur o el acuerdo de asistencia recíproca de los bancos centrales asiáticos, evidencia su fracaso como banco de última instancia. Que tantos países paguen por adelantado sus deudas con el FMI -alguien llegó a bromear que debería rebautizarse como «Fondo Monetario Turco», ya que Turquía es su único cliente actual- refleja la falta de confianza en las políticas que sistemáticamente recomienda. Y, finalmente, tampoco es creíble como foro en que acordar la nueva arquitectura financiera, ya que su mecanismo de votación no sólo es sabidamente antidemocrático (se vota como asamblea de accionistas y no como cooperativa, con un voto por miembro) sino que el reparto de cuotas ya no refleja el peso relativo de las economías en el mundo.

La Cumbre de Doha sobre Finanzas para el Desarrollo aparece así como una oportunidad de rediscutir estos temas a nivel de jefes de Estado en el marco creíble y legítimo que proporcionan las Naciones Unidas. La necesidad de esta discusión queda evidenciada por la iniciativa de los hedge funds (fondos de inversión de riesgo) británicos de constituir un grupo de trabajo presidido por Sir Edward Large, ex gobernador del Banco de Inglaterra, para estudiar su regulación.

Controlar la volatilidad, reglamentar las inversiones internacionales de alto riesgo, evitar la fuga de capitales y la evasión impositiva son algunas de las propuestas que comenzaron a aparecer sobre la mesa y que merecerán estudios detallados en los próximos meses a medida que avanzan las negociaciones hacia la Cumbre de Doha. La consigna «¡siempre listas!» de las dueñas de casa de esta primera reunión exploratoria debería ser señal de alerta a la comunidad internacional, que espera la próxima crisis financiera tan «despreparada» como lo estuvo ante las anteriores.

Roberto Bissio es director ejecutivo del Instituto del Tercer Mundo