En medio del arranque de un Gobierno de coalición, se está debatiendo mucho acerca del asunto de la presión fiscal. Así, por ejemplo, el presidente de Foment del Treball, Josep Sánchez Llibre, declaró en un reciente acto público que su organización se opondrá a cualquier aumento de la presión fiscal. La presión fiscal es, simplemente, […]
En medio del arranque de un Gobierno de coalición, se está debatiendo mucho acerca del asunto de la presión fiscal. Así, por ejemplo, el presidente de Foment del Treball, Josep Sánchez Llibre, declaró en un reciente acto público que su organización se opondrá a cualquier aumento de la presión fiscal.
La presión fiscal es, simplemente, el cociente entre la suma de los impuestos pagados y el producto interior bruto. Una sociedad tendrá una mayor o menor presión fiscal según compagine la cobertura de las necesidades, establecidas por criterios democráticos, y su equivalente de ingresos públicos, generalmente la suma de impuestos con una distribución de peso relativo entre ellos.
Es relevante recordar que la deuda pública está cercana al PIB total de un año. Dado que aquella es la acumulación de déficit público, diferencia entre ingresos y gastos públicos, vemos la insuficiencia crónica de nuestro sistema fiscal.
Por lo tanto, hay que mejorar la suficiencia fiscal, o sea, hay que aumentar la presión fiscal, si democráticamente queremos tener un Estado de Bienestar y si queremos acercarnos al de nuestros vecinos. De hecho, la presión fiscal en España es menor en 7 puntos de PIB comparada con los países de la eurozona. Y hay que hacer constar que la disminución de ingresos del impuesto de sociedades, entre otras cosas, explica que ni siquiera se llegue a la presión fiscal previa a la crisis económica y no estaría de más recuperarlos.
Ese aumento necesario de presión fiscal se puede lograr de varias formas. Si aumenta el PIB y el país tiene un sistema fiscal progresivo, es lógico que la presión fiscal aumente y no provoque animadversión. Ni siquiera por parte de aquella ciudadanía que mejorase sus ingresos. Además, el crecimiento de la economía provoca una reducción de gastos, como el desempleo, facilitando la suficiencia.
Pero, lo más lógico, tanto en época de bonanza como de decaimiento, es lograr que aumenten los ingresos fiscales a costa de los defraudadores y de aquellas entidades que eluden el pago de impuestos y del bien común.
En nuestro país hay una gran bolsa de fraude, de ingresos no declarados. Ese sería un elemento estratégico, la lucha contra el fraude, que los Sánchez Llibre no deberían cuestionar, a pesar de que suba la presión fiscal.
Hay otra cuestión obvia. Hay empresas, sobre todo, pero no únicamente, del ámbito digital, multinacionales, que utilizan diversos mecanismos para eludir impuestos. Eso entraña una competencia desleal con respecto al resto de empresas nacionales y pymes. Si una empresa de restauración, por ejemplo, por pagar royalties a la matriz, no tiene beneficios, no paga impuesto de sociedades. Y, en muchas ocasiones, los pagos a las matrices o la facturación de comisiones están calculados para planificar una factura fiscal marginal y no pagar impuestos. Esa multinacional podría pagar menos impuestos, con la misma facturación, que la cafetería de la esquina y tendría más posibilidades de expandirse. Luchar contra la elusión fiscal aumentaría la presión fiscal, pero no los impuestos de la cafetería de la esquina. Se supone que las patronales defienden a todas las empresas por igual y no sólo o predominantemente a multinacionales, con lo que un aumento selectivo de la presión fiscal no debería despertar sus resistencias, pues sería positivo para la economía y el bienestar general de sus ciudadanos y de las pymes.
Finalmente, la distribución de ingresos fiscales entre los diferentes impuestos es fruto de decisiones políticas. Con la misma suma de las recaudaciones de impuestos, la carga fiscal de cada ciudadano puede ser muy diferente. Se puede subir el tipo de IVA de una serie de productos y bajar el Impuesto sobre el Patrimonio o el de Sucesiones y mantener globalmente la presión fiscal, pero la carga impositiva para los consumidores de esos productos se incrementaría, mientras que para los sujetos que tendrían que haber satisfecho los impuestos bajados se reduciría.
De ahí, la importancia de tratar la progresividad del sistema fiscal. Y en España se ha achatado después de la reforma tributaria de Fuentes Quintana. Los tipos máximos de la tabla general del IRPF se han reducido, mientras que los del IVA han aumentado. No es extraño que los ingresos de uno y otro impuesto se vayan igualando, erosionando la progresividad. Y que sean las rentas de trabajo las que soporten cerca del 85% del peso de este tributo.
Hay un interés clasista, amplificado por muchas tribunas y opciones partidarias, que no protesta por esa dualidad del IRPF, pero pretende eliminar el impuesto del patrimonio, que no incluye en su base imponible los ingresos salariales, y que afecta al nivel de riqueza de las personas. En ese cortejo aristocrático, que selecciona unos impuestos para bajar su aportación frente a otros, nunca se habla, por ejemplo, de bajar el IVA de consumos populares, como podría ser el transporte público, pero sí de bajar otros impuestos que repercuten en la progresividad del sistema fiscal, como el impuesto de sucesiones .
Manteniendo fija una presión fiscal, la carga tributaria para unos ciudadanos con menores rentas frente a otros con mayores niveles de renta o riqueza puede ser muy diferente. Por lo tanto, se pueden subir tipos en unos impuestos y rebajar otros sin que afecte a la presión fiscal.
Por todo ello, diversas organizaciones y en particular la Plataforma por la Justicia Fiscal reclamamos al nuevo Gobierno una mejora de la suficiencia fiscal, centrada en la lucha contra el fraude y la elusión fiscal y una mejora de la progresividad del sistema fiscal español.
Santiago González Vallejo. Economista, USO. Plataforma por la Justicia Fiscal
Publicado originalmente en nuevatribuna.es
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