I
Si no hay un giro de guion inesperado, todo apunta a que el Gobierno conseguirá aprobar un presupuesto para 2020 y que este será expansivo. Un éxito del Gobierno. Asimismo, que entre sus potenciales aliados haya predominado la sensatez. Se trata, al menos sobre el papel, de presupuestos expansivos, con un aumento del gasto del 33% y un moderado aumento de los impuestos a las rentas altas y al capital. Sobre el papel puede presentarse como un presupuesto orientado a reactivar la economía y reducir el desempleo, mejorar la cobertura de derechos sociales e introducir tímidas medidas de redistribución, vía impuestos. En una primera lectura puede darse por bueno que se trata de un presupuesto progresista que sirve, además, para consolidar una alianza política. El nerviosismo que se percibe en los grandes medios de comunicación y los exabruptos del ala más derechista y neoliberal del PSOE ayudan a dar por buena esta primera impresión.
Una lectura más fina de los presupuestos obliga a analizar dos cuestiones. En primer lugar su contenido detallado, que indica en qué se van a gastar las partidas, qué prioridades reflejan. Una parte de los presupuestos tiene una cierta vida autónoma, es difícil que varíen a menos que se produzca un cambio radical de la estructura estatal. Sin cambios importantes en el volumen de empleo público, en la organización y en las infraestructuras materiales, la variación de las partidas que se dedican a estos gastos tiene una cierta continuidad, modulada por decisiones como el grado de incremento de los sueldos públicos. Otras partidas varían para adaptarse a cambios en el ambiente económico. Este es el caso de los subsidios de paro: el volumen de gasto depende de cómo evolucione el desempleo. Por esto que en una circunstancia como la actual se prevea un incremento del gasto en esta partida es simplemente un efecto pasivo del propio incremento del paro. A menos que se introduzcan reformas radicales en los derechos de prestación, como ha ocurrido en el pasado, el gasto por desempleo tiene una dinámica autónoma. En el nuevo presupuesto no se consideran cambios drásticos ni en las estructuras públicas ni en la regulación del desempleo. El tan debatido aumento del 0,9% de los salarios públicos no cambia radicalmente esta parte del presupuesto. Es más bien una medida orientada a mostrar buena voluntad hacia los trabajadores públicos (tras años de recortes) y una señal al sector privado para que no aplique un recorte de salarios que agrave la situación.
Los cambios importantes hay que buscarlos en las partidas no estructurales, en las que sirven para indicar cambios de orientación en el gasto. Y en esto las pistas son explícitas: la mayor parte del crecimiento se dedica a operaciones de capital, que crecen un 157%, muy por encima del conjunto (aunque su peso total no llega al 10% del gasto total). Y, del total del gasto de capital, el 77% son transferencias de capital y el resto, inversión pública directa. Siempre es complicado averiguar cuál es el destino de estas transferencias, al menos sin tener el detalle del presupuesto. En muchos casos son transferencias internas al sector público, del Estado central a las comunidades autónomas o a organismos públicos encargados de realizar las inversiones. En otros pueden ser dinero que el sector público deriva a empresas privadas, algo que en este caso tiene que ver tanto con los planes de inversión para salvar empresas como con los fondos dedicados a promover los objetivos explícitos de la lucha contra el cambio climático y la digitalización.
El gasto social crece a un ritmo muy inferior, un 10,3%, algo que solo refleja el gasto del Estado central, y hay que contar que la mayor parte de este gasto se incluye en los presupuestos autonómicos. Aun así, aunque hay aumentos sustanciales en partidas sensibles (educación, sanidad), en los ministerios del campo social parece bastante claro que el aumento va a ser insuficiente para cubrir todas las necesidades sociales generadas por la crisis. El problema no es tanto el ritmo de crecimiento sino todo el déficit social derivado de una financiación pública insuficiente que ha caracterizado a toda la historia reciente. Se trata de algo que los recortes de la anterior crisis y los enormes desvíos de fondos hacia grupos privados (externalizaciones, rescate de grupos privados, sobrecostes ligados a la corrupción…) han agravado.
La segunda cuestión que conviene siempre analizar es el grado de ejecución del presupuesto. Este no es más que un proyecto, una declaración de intenciones. Una parte del presupuesto se cumple, básicamente porque tiene que ver con pagos automáticos, como los salarios públicos o las pensiones. Pero otros, los que dependen de decisiones puntuales, especialmente las inversiones, a menudo se quedan en el camino, unas veces por desidia, otras por la propia complejidad de la inversión y otras por cambios de criterio a medio camino. Como sabemos bien los que trabajamos en el movimiento vecinal, es bastante frecuente que las inversiones en infraestructuras sociales figuren en diversos presupuestos anuales hasta que llegan a concretarse (con el peligro, además, de que el proyecto desaparezca en algún momento). Por las características de este presupuesto será importante evaluar dentro de un tiempo cuál ha sido su grado de concreción.
II
El destino de las inversiones constituye uno de los elementos cruciales de este presupuesto. Según en qué se empleen, ayudarán a delinear parte de la especialización productiva futura y la base material de los servicios públicos. A estas alturas está ya claro que esta enorme masa de transferencias de capital estará asociada al plan de reconstrucción público-privada. Ya se ha filtrado que el Gobierno va a controlarlo de forma centralizada y que se prevé un mecanismo de concesión ágil. Ya se sabe, cuando la economía se estanca es necesario reactivarla cuanto antes y hay que ser ágiles en la toma de decisiones. (Nos recuerda al criticado plan Zapatero de dar dinero a los ayuntamientos para actuaciones a corto plazo en la crisis anterior.) El problema de la agilidad es que es útil cuando las decisiones están vinculadas a una estrategia clara, pero puede dar lugar a despilfarros cuando se carece de ella. Ahora se presume que hay una orientación definida en términos de cambio climático y digitalización, lo cual se traduce en cambiar el modelo energético, reducir las emisiones y tratar de universalizar el uso de instrumentos digitales en todos los niveles sociales.
Aparentemente el proyecto es racional: trata de hacer frente a uno de los problemas más graves que amenazan a la humanidad y propone desarrollar el potencial de nuevas tecnologías que, con el confinamiento, se han mostrado útiles en muchos campos. Sin embargo, en un segundo análisis aparecen bastantes interrogantes. En primer lugar, afrontar el cambio climático como un mero cambio en el aprovisionamiento energético puede conducirnos a otra vía sin salida. En parte porque sigue estando en cuestión la capacidad de las renovables para suministrar de forma persistente la misma cantidad de energía para todos los usos que la proporcionada por las fuentes “sucias”, sobre todo si se tienen en cuenta los ciclos de vida de los equipos eléctricos y su dependencia crucial de materiales raros. Y no solo se plantea como la mera sustitución de unas fuentes por otras, sino como un crecimiento de su suministro si lo que se persigue es que el conjunto del planeta alcance niveles de desarrollo parecidos a los nuestros. De hecho, la propia digitalización “total”, más allá de las mejoras en eficiencia energética, promueve una creciente demanda de energía. Sin afrontar el cambio energético como una parte más de una transformación ecológica que considera al mismo tiempo las limitaciones que tenemos en otros campos (biodiversidad, materiales, espacio…), el resultado puede ser caótico, porque el plan actual puede llevarnos a una sobreinversión en energías renovables y a graves problemas en muchos otros ámbitos.
En segundo lugar, tampoco es evidente que la digitalización general sea ni una panacea ni algo realmente factible, y ello por razones ya indicadas anteriormente en cuanto a materiales, por el posible aumento de la contaminación electromagnética (que en diversos países ha dado lugar a demandas de moratoria en la implantación del 5G) y por algunos de los negativos sesgos sociales y económicos que conlleva en muchos aspectos (concentración del poder económico y social, aislamiento y brecha digital, vulnerabilidad social ante los peligros de interrupción de las redes…) En ninguno de los dos casos ha habido una reflexión suficientemente madura sobre las ventajas y los inconvenientes, sobre formas alternativas de introducir el cambio. Y es que en la forma en que se está implantando están desempeñando un papel central importantes poderes económicos más interesados en desarrollar nuevas formas de acumulación que en construir una economía más racional.
No es solo una cuestión especulativa. Basta con analizar cómo se están moviendo los agentes económicos. Todos los grandes gestores financieros están creando fondos de inversión dedicados a las energías alternativas. En las páginas de la prensa salmón proliferan las noticias de compra y venta de proyectos. La última incorporación al Ibex ha sido Solaria, una empresa que se dedica a promover y vender proyectos energéticos. Es un proceso bastante parecido al que se desarrolla en el campo inmobiliario y en el de la gestión de infraestructuras. En la misma línea, se ha anunciado también que el sector del motor va a recibir una inyección de 10.000 millones para abandonar la tecnología tradicional y pasar a la del coche eléctrico y el hidrógeno. Hay una posibilidad bastante elevada de que el fondo de inversiones sea captado por los grandes grupos económicos y financieros que llevan muchos años condicionando y parasitando los presupuestos públicos. Es un resultado bastante inevitable dada la ausencia de proyectos claros de cambio que puedan seleccionar los proyectos. Para garantizar que una respuesta ágil sea útil en términos de eficiencia social, es necesario que las respuestas se enmarquen en proyectos pensados con anterioridad, algo que le resulta ajeno a una cultura económica que ha despreciado toda idea de planificación económica (y que contrasta con la planificación de sus negocios que domina en las grandes empresas). Esta es una carencia particularmente importante cuando nos enfrentamos a una crisis ecológica y social que exige transformaciones de calado.
El peligro más obvio es que al final la política expansiva no sea más que una variante de lo experimentado en la crisis anterior. Entonces los millones de euros fluyeron al sistema financiero, y hoy pueden llegar en mayor proporción a grandes grupos empresariales y acabar en inversiones mal planteadas y que reproduzcan un modelo económico socialmente injusto y ecológicamente insostenible.
III
La cuestión no es solo cuál va a ser el grado de racionalidad y justicia social del modelo. Lo que parece indudable es que, como es visible en el presupuesto actual, uno de los resultados macroeconómicos va a ser el de un elevado endeudamiento público. Posiblemente será sostenible en cuanto se mantenga la actual política monetaria y se garanticen bajos tipos de interés, pero es mucho más probable que este endeudamiento genere nuevas exigencias de ajuste por parte de las grandes instituciones económicas. Es significativo que desde la Unión Europea ya se haya empezado a enviar señales en esta línea cuando ni siquiera se ha aprobado el presupuesto de reconstrucción. Y, a escala local, florecen los recordatorios en la misma dirección del Banco de España o de la AIReF. Además, si hay ajustes solo pueden realizarse de dos formas: con subidas de impuestos o recortes de gasto. Las primeras son más eficaces y potencialmente progresivas, pero van a chocar con una feroz resistencia de la derecha y los sectores pudientes, para los que la reforma fiscal es una línea roja. Y los segundos siempre acaban afectando a derechos sociales básicos, entre otras cosas porque el grueso del presupuesto se dedica a pagar salarios públicos, a mantener servicios y a pensiones y otras ayudas sociales, y es donde los recortes tienen un mayor efecto presupuestario. Sabemos ya de qué van los grandes ajustes. Por esto es aún más necesario debatir adónde va a parar la inyección de fondos, a evaluar la eficiencia social. Y por esto es también básico empezar a preparar una respuesta adecuada frente a la amenaza plausible de nuevos planes de ajuste en el futuro inmediato.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-196/notas/presupuestos-y-reconstruccion