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Reseñas-aproximaciones a La conjura de los irresponsables de Jordi Amat. Barcelona, Anagrama, 2018

Primera aproximación a los puntos ciegos de la Constitución

Fuentes: Rebelión

Estamos en el capítulo I -«El punto ciego»- de La conjura de los irresponsables, de Jordi Amat [JA]. El protagonista es don Antonio Pedrol Rius [APR, también Antoni Pedrol i Rius] (1910-1992) y sus críticas jurídicas a la Constitución de 1978. Pero hay también detalles interesantes no desarrollados sobre la historia y formación de algunas […]

Estamos en el capítulo I -«El punto ciego»- de La conjura de los irresponsables, de Jordi Amat [JA]. El protagonista es don Antonio Pedrol Rius [APR, también Antoni Pedrol i Rius] (1910-1992) y sus críticas jurídicas a la Constitución de 1978. Pero hay también detalles interesantes no desarrollados sobre la historia y formación de algunas grandes familias catalanas en este capítulo de obertura.

APR, en el decir de JA, es una personaje singular. Su singularidad:

Hijo de «una familia sin renombre», nacido en Reus (fue nombrado hijo ilustre de la ciudad en 1975), formó parte de las Congregaciones Marianas (JA: «un trampolín juvenil para acceder a las palancas de poder civil del catolicismo organizado»), estudió Derecho en Zaragoza, carrera profesional en Madrid («desde donde enviaba crónicas para el diario catalanista democristiano El Matí«); guerra civil en el grupo alzado; se integra en el «mundo de la victoria»: «será uno de los técnicos calificados que formarán parte del cuerpo jurídico y militar que dará cobertura legal a la represión»; funda un banco (en Tánger; en esa misma ciudad un primo segundo suyo, el catalanista Josep Andreu i Abelló hizo fortuna; «era un mecanismo del cual también participó, para enriquecerse, el padre de Jordi Pujol», don Florenci, uno de los dos fundadores de Banca Catalana); su despacho mercantil en Madrid ganó prestigio durante los años cincuenta y sesenta; sus clientes hicieron grandes negocios al calor de la dictadura y él con ellos; «se mueve bien en los vasos comunicantes del poder de la capital porque es una pieza del engranaje de la élite del sistema»

En síntesis, soy yo quien habla, una pieza de mucho cuidado y de largo y franquista curriculum. Como tantos otros.

Algunos detalles más: estudia el asesinato del general reusense Prim, un ensayo que le prologa otra pieza de tanto o más cuidado: Eduard Aunós (otro catalán del Régimen, como APR). Participa en el invento de la Costa Dorada (más negocios) y el día en que es asesinado Carrero Blanco, diciembre de 1973, es elegido Decano del Colegio de Abogados de Madrid. Un año más tarde es elegido presidente del Consejo General de la Abogacía y, por supuesto, en el momento de las primeras elecciones legislativas de junio de 1977, Juan Carlos I le nombra senador. Senador, pues, por designación real. Otros nombramientos de ciudadanos ilustres catalanes»: Maurici Serrahima y Martín o Martí de Riquer.

Pues bien, durante la discusión en el senado del texto de la Constitución APR advirtió de algunos peligros. JA nos advierte, acaso innecesariamente, que don Pedrol no era un saboteador: «lo que pretendía era localizar fisuras en el ordenamiento constitucional en construcción con el objetivo de sellarlas». Quería blindar la estabilidad del nuevo sistema político.

El árbitro del nuevo sistema, el Tribunal Constitucional, podía nacer tarado. Aquí entra lo singular e interesante de la lectura-interpretación de JA que, por supuesto, leía muy bien y pensaba (desde la derecha) mejor que bien. Existían dos problemas.

El primero lo explicó en El País en un artículo titulado: «El Tribunal Constitucional, ese preocupante suprapoder». En él, comenta JA, «se pensaba el problema como una consecuencia inherente al espíritu de aquel proceso de transformación institucional. El consenso era su virtud, pero podía ser también su trampa». El proyecto constitucional era intrínsecamente ambiguo. Algunas de las tesis y consideraciones de este artículo -que firmó como « Decano del Colegio de Abogados de Madrid, Senador real»- publicado un martes, el 19 de julio de 1978, , unos cinco meses antes de la aprobación de la Constitución. La cuestión de fondo: el procedimiento elegido para el nombramiento del TC.

Era explicable que un texto constitucional engendrado en el «consenso» buscara soslayar definiciones demasiado concretas cuando se había encontrado con temas proclives al enfrentamiento, sostenía APR, «y personalidades de máxima relevancia política no oponen reparos al calificativo de «ambigua» para la redacción del proyecto». Por otra parte, admite el senador real, «la práctica ausencia de debates parlamentarios ha hecho innecesario esclarecer en público las oscuridades conscientemente adoptadas».

En definitiva, los grandes partidos aceptaban la indeterminación del texto «no sólo porque les permite llegar más fácilmente a unas reglas de juego común, sino -¿por qué no decirlo?- porque todos creen que puede favorecerles en el futuro si el azar electoral soplase hacia su campo» . Disfrutar del poder con una Constitución «permisiva de muy diversas y aun contrapuestas interpretaciones es una hipótesis atractiva y tentadora». Tan tentadora, remarcaba APR, que puede arrastrarles a forzar la mano en la interpretación más acorde con su programa e intereses de partido. Si ese supuesto llegaba a realidad (APR creía que había muchos motivos para esperarlo o para temerlo), «el partido o los partidos minoritarios alegarán la inconstitucionalidad de actos y leyes del partido gobernante y ya de entrada surgirán peligros para nuestra vida pública». ¿Qué peligros?

La batalla de la constitucionalidad o inconstitucionalidad habrá de librarse sobre el edificio de la Constitución, obligándonos a remover en sus cimientos, cuando lo cierto es que, por lo menos en bastantes años, no conviene poner en cuestión ni siquiera una línea del edificio.

APR no precisó ese número de años.

El proyecto actual, proseguía, había previsto que habrá problemas de esta clase «creando el Tribunal Constitucional para resolverlos».

Una mirada al pasado. Los redactores de la Constitución de 1931 «iniciaron análogo camino con lo que allí se llamó Tribunal de Garantías Constitucionales». Resultaba muy entretenida, en opinión de APR, la lectura del diario de sesiones del Congreso cuando se discutió el asunto en la II República. «Tachaban unos al Tribunal de extranjerizante y lo defendían otros con torrentes de citas de la doctrina austriaca [Kelsen], que hacía furor en España por aquellos tiempos». En el anteproyecto de la Comisión Jurídica Asesora ni el Congreso ni los demás poderes del Estado «intervenían en la elección de los miembros del Tribunal, seguramente buscando apartarlos de las filiaciones partidistas». Unos venían por aplicación de criterios automáticos «como, por ejemplo, el presidente de Sala más antiguo y el más moderno del Tribunal Supremo». Otros «por elección de las Universidades y de los Colegios de Abogados». El único resquicio para la política pura «se dejaba a un representante para cada región autónoma que se constituyese».

Pero cuando el anteproyecto de la Constitución de 1931 llegó al Congreso los criterios fueron drásticamente modificados. «El legislativo se reservó designar al presidente, se suprimió la presencia judicial y se enviaron, en cambio, algunos diputados. Se duplicaron los representantes de las regiones y se dejaron solamente los elegidos por los Colegios de Abogados y las Universidades». De aquel Tribunal, idealmente proyectado fuera de lo partidista, se pasó a un organismo donde éste lucía ya con todo esplendor, concluye APR. «Los preceptos constitucionales relativos al Tribunal fueron desarrollados por una ley Orgánica cuyo defecto más llamativo, por cierto, es que fue un texto… claramente inconstitucional». ¿Resultados del experimento? «La historia no relata ciertamente sus hechos gloriosos ni recoge juicios laudatorios».

Un antecesor suyo en el Decanato de Madrid, don Angel Ossorio y Gallardo, autor de una interesante biografía de Lluís Compannys, «habló de los miembros del Tribunal como de «unos señores salidos de los casinos políticos para ser jueces de jueces, de gobernantes y de legisladores». El presidente Alcalá Zamora, mucho después, afirma que «predominaban en su seno las medianías y las calamidades», y pedía, a la vista de lo ocurrido, «ocho o diez cuidadosamente seleccionados entre hombres cuya designación no dependa de los vaivenes de la política»».

Qué había ocurrido, se preguntaba APR, para que «una nave botada al mar político con tanta Ilusión encallase en tan pocos años en una playa de generalizados reproches». Su respuesta: «Sencillamente, que los componentes del Tribunal se olvidaron de su papel de árbitros y saltaron, como un contendiente más, al campo de los verdaderos jugadores, los directivos políticos se encontraron, de pronto, con unos personales que, sin categoría de líderes, se consideraban, y eran en efecto. muy importantes, porque disfrutaban del poder de interpretar la Constitución». El experimento relatado estaba ahí y ya había transcurrido bastante tiempo para «que podamos verlo con perspectiva histórica y extraerle conclusiones desapasionadas».

La cuestión, esta es una de sus tesis centrales, se presentaba ahora con caracteres mucho más preocupantes que en 1931. Cuando Gregorio Peces-Barba, entonces diputado por el PSOE, había advertido hacía poco que, en un tema extraordinariamente polémico que se estaba discutiendo en el Congreso, «quien en definitiva tendría la última palabra sería el Tribunal Constitucional, se produjo un revuelo a mi modo de ver totalmente injustificado, porque lo que el sagaz parlamentario afirmaba era la rigurosa verdad». Lo que ocurría, en opinión de APR:

 Es que quizá nuestra clase política no se ha dado todavía exacta cuenta del fabuloso poder que va a entregarse al Tribunal Constitucional, permitiéndole la libre interpretación de una Constitución fundamentalmente ambigua y autorizándole, en definitiva, a rellenar tantos espacios vacíos, l o cual significa tanto como convertirle en órgano constituyent e y permitirle que, sin debates públicos y sin apelación posible, unos señores decidan lo que los parlamentarios debían haber decidido al discutir y aprobar la Constitución y lo que el pueblo español tenía derecho a saber en el momento de votar el referéndum. Estamos creando -y conviene que seamos conscientes de ello- un suprapoder que primará de hecho sobre los demás poderes del Estado.

La solución del texto actual consistía, en aquellos momentos, «en que de los doce miembros del TC dos sean elegidos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial, dos a propuesta del Gobierno y ocho de las Cámaras». Dicho de otra manera: «se ha ido mucho más lejos que el anteproyecto del 31 y la Constitución del mismo año y para arbitrar conflictos entre políticos se adjudica casi íntegramente a los políticos el derecho a nombrar esos árbitros».

Esa era la realidad y convenía que llamarla por su nombre. «Que esa realidad se haya enmascarado con algunas honorables apariencias no cambia nada de su sustancia». Eran puras apariencias, como intentaba demostrar a continuación.

Se exige que los candidatos sean magistrados, fiscales, funcionarios públicos con conocimientos jurídicos, profesores o abogados con más de quince años de ejercicio y «reconocida competencia». Hay en este país bastantes millares de profesionales que pertenecen a los colectivos citados y que tienen más de quince años de ejercicio. El partido o partidos dominantes en la Cámara, afines además al Gobierno, no tropezarán con limitación alguna para llevar al Tribunal Constitucional a fieles y adictos partidarios.

Quedaba el requisito de la «reconocida competencia». No era una barrera, «sino una goma conceptual de ilimitada elasticidad». Se podría decir quizá: «exigimos que los elija el voto favorable del 60 por 100 de las Cámaras». No servía de garantía en su opinión «porque el partido o partidos entonces gobernantes obtendrán la mayoría por sí mismos o podrán obtenerla con alguna concesión política marginal a otros grupos parlamentarios». Era cierto que los miembros del Tribunal se elegían por nueve años («aunque se renuevan por terceras partes cada tres»), lo que hacía pensar que algunos de ellos tendrían la oportunidad de presenciar el desfile funerario de algunos Gobiernos y de diversas legislaturas.

¿Pero se ha pensado en el supuesto de que, siendo el Tribunal de un determinado color partidista en su origen, se encuentre después con el color opuesto en el nuevo Gobierno y en las nuevas cámaras? ¿No surgirá entonces la tentación para el partido en la oposición de utilizar su influencia sobre el Tribunal para lanzarlo como arrolladora fuerza de choque y hacerles la vida imposible al Gobierno y a las propias Cámaras? ¿O será necesario que recuerde los ejemplos extranjeros de casos muy semejantes al que planteo y que han llegado a bloquear la vida política?

Lo último, el freno de las incompatibilidades. Se les podría imponer tantas incompatibilidades como a un miembro de la carrera judicial. «En efecto, así es; pero entre un miembro de ese Tribunal y un juez hay una diferencia esencial de origen». La siguiente: el juez no había accedido a su carrera por el favor de un partido o de un grupo de partidos sino por una limpia vía de méritos profesionales. Ningún partido podía, por tanto, pasarle factura de oratitud política.

El artículo, va finalizando APR, no iba escrito contra nadie en particular ni quisiera que quedase en pura crítica negativa. Aspiraba a transmitir su preocupación porque se había elegido un camino que consideraba erróneo «y en el que creo que estamos entrando sin que muchos se hayan parado a pensar hasta dónde puede conducirnos». Era su deber apuntar otras vías menos peligrosas. Las siguientes:

Ya que la Constitución es ambigua, ya que nuestro TC deberá asumir por este motivo funciones excepcionales no asumidas hasta ahora por ningún TC, hagámosle auténticamente independiente de los partidos. Y para ello es necesario objetivar, purificar del partidismo, las fuentes de designación de sus miembros. Hagámosle las togas de sus magistrados de amianto [¡pobres magistrados, APR no sabía de qué hablaba en este caso, la metáfora es peor que mala!] y no de materiales políticos combustibles. Resígnense los partidos a no intervenir en los nombramientos. Busquen criterios de automatismo como los buscaron los redactores del anteproyecto de 1931. Dese más intervención al Consejo del Poder Judicial. Llamen a la Universidad y al Foro, como lo hizo la Constitución del 31, para que les envíen candidatos. Y si entonces el Tribunal yerra, sus errores no pueden ser achacados, por lo menos, a la influencia partidista.

Era posible, concluía don Pedro, que el lector pensara que simplemente por ser abogado y dirigente de la abogacía estaba defendiendo en interés propio la elección de algunos candidatos por nuestros Colegios. Su respuesta. No era corporativismo:

 Ningún partido puede aspirar al monopolio de la voluntad de los ochenta y dos Colegios de Abogados del país. No lo conseguiría en España ni lo consigue en los Colegios de la Europa Occidental. Y ello por una razón elemental: somos demasiado heterogéneos en lo político y demasiado numerosos para que esa hegemonía pudiera imponerse. A la hora de votar el abogado busca independencia, prestigio e integridad. Precisamente las cualidades que deberían definir nuestro Tribunal Constitucional.

Para tranquilidad de suspicaces concluía con estas palabras: «cuanto antecede no constituye postulación personal de cargo futuro. Fuera del ámbito profesional me he limitado hasta ahora a ir solamente a cumplir mis deberes donde me han llamado». Cumplir los deberes donde le han llamado. La biografía de cada uno, cada cual la construye según sus criterios e intereses. Las demás podemos objetar por supuesto.

Dos meses después de publicar este artículo en El País , don APR planteó un segundo problema, de mayor interés para nuestro asunto. Lo hizo en el Senado, el 6 de septiembre de 1978, tres meses antes de la aprobación de la Constitución. El TC podía quedar deslegitimado si se producía un escenario como el siguiente…

Lo vemos en la próxima entrega.  

Nota de edición, Primera parte: Reseñas-aproximaciones a La conjura de los irresponsables de Jordi Amat, Barcelona, Anagrama, 2018 «El objetivo principal de La conjura». http://www.rebelion.org/noticia.php?id=238091

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.