Entre finales de la década de los 70 y mediados de la de los noventa del siglo pasado, afanado en el de otro tipo de materias, estuve apartado de los estudios literarios que, especialmente los referentes al género narrativo, habían constituido mi máxima preocupación intelectual anteriormente y lo han continuado constituyendo después. Cuando volví a […]
Entre finales de la década de los 70 y mediados de la de los noventa del siglo pasado, afanado en el de otro tipo de materias, estuve apartado de los estudios literarios que, especialmente los referentes al género narrativo, habían constituido mi máxima preocupación intelectual anteriormente y lo han continuado constituyendo después. Cuando volví a mirar con interés el fenómeno novelístico en España, me encontré con una serie de nombres, para mí completamente nuevos, que los críticos aseguraban corresponder a novelistas magníficos, integrantes de un grupo renovador del género, sobre todo a partir de la llamada transición a la democracia. Acostumbrado al rigor y a la forma de producirse profesionalmente de los críticos de los años 50 y 60, ni me planteé dudar de que tal fuera la verdad. Fue mi hija Mónica, profesora en el Instituto Cervantes de El Cairo, a finales de 1994 o principios de 1995, quien me alertó: «por fin he leído una novela de ese chico del que tanto hablan, Javier Marías. No sabe ni expresarse. Se muestra incapaz de decir lo que quiere decir. Pero lo peor es cuando el pobrecito quiere tener gracia y no lo consigue, que es en todas las ocasiones. Hay una escena en un comedor universitario, de la que el editor dice que es hilarante, que a mí me hizo casi llorar de pena.»
Compré inmediatamente Todas las almas, a la que mi hija se refería, y, apenas leí unas pocas páginas, comprendí que estaba en el camino adecuado para alcanzar el tipo de situación en que más disfruto de la vida: la de enfrentarme desde la total independencia, y provisto de ideas personales, al adocenamiento de lo oficioso y al conformismo de lo establecido. Aquello no solamente era la peor novela -en rigor, no era novela- de todos los tiempos y lugares, sino también un libro ridículo, irrisorio. A continuación, leí otras cinco obras del autor -Travesía del horizonte, El hombre sentimental, Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí, Negra espalda del tiempo-, de las cuales, sólo a dos me refiero aquí. Que las cinco mostrasen por igual la misma incompetencia en todos los terrenos, idéntica pobreza de ideas y tan completa carencia de valores estéticos, no me extrañó demasiado, después de haber leído la primera. Pero cuando, al seguir mis lecturas, comprobé que casi al mismo bajo nivel se situaba el resto de los autores más favorecidos por la crítica y la publicidad directa e indirecta -de la que forman parte los premios más sonoros y, por supuesto, amañados-; la relación de estos autores con ciertos medios de comunicación, con el Ministerio de Cultura y con la Real Academia, comprendí que, como diría Jean Sendy, la novia se había vuelto demasiado bella: me encontraba ante un colosal engaño, como nunca se había producido otro en el ámbito de la literatura española. Un engaño en el que participaban todas las instancias por las que pasa, en su «vida social», desde las agencias a las librerías, el libro, ahora convertido en simple mercancía.
Redacté un extenso comentario a Todas las almas, siguiendo el procedimiento que había empleado para el trabajo de base de mi crítica a Más allá del jardín, de Antonio Gala, que se publicó en el suplemento «Papel Literario», del «Diario de Málaga», el 6 de octubre de 1996. Descubrí entonces que llevar a cabo el comentario de una novela, mediante anotaciones hechas al compás de su lectura, no como tarea previa, sino definitiva, podía suponer un excelente método crítico, tan científico como escasamente impresionista, en todos los órdenes en los cuales se mueve una crítica literaria: gramatical, formal, estilístico, lógico, contenutista, temático, psicológico, ideológico, etc. Así quedó configurado el procedimiento que, en el Centro de Documentación de la Novela Española, se terminó llamando de la crítica acompasada, de cuya consistencia me ocupo más adelante. Mi trabajo sobre Todas las almas -Una novela de Javier Marías: Proceso a la crítica y la Academia Españolas- apareció en la revista «Heterodoxia», Trimestral de Pensamiento Crítico y Extravagante, ocupando un número completo, el 23, correspondiente a julio-agosto-setiembre de 1995.
Aquel trabajo provocó algunas reacciones: desde varias airadas cartas de Javier Marías, que me llamaba de venado para arriba y me auguraba un negro porvenir como crítico, y otras de Fernando Savater, quien me decía ignorante y motejaba de maestro Ciruela, al tiempo que comparaba a su amigo con Cervantes y Dostoievsky, pasando por las -dos docenas- de una lectora de Breda (Gerona), quien aseguraba no conocer de nada al autor por mí ultrajado, de críticas de cuyas obras, sin embargo, aparecidas en España y en el extranjero, me envió ¡ciento veinticinco fotocopias!, amén de un comentario suyo de veinte folios, que, por su desgarbada sintaxis, su imprecisión terminológica y sus repetidos fracasos al intentar expresarse con ironía, era sin duda obra de Marías. Desde éstas, digo, hasta, por ejemplo, una nota en el citado «Papel Literario», que resumía en buena medida la posición adoptada por otras publicaciones literarias: «García Viñó dice esto, esto y aquello. Nosotros, ni entramos ni salimos del fondo del asunto». ¿Por qué no entrar? ¿Acaso no eran entendidos en literatura? ¿No podían decidir, mediante un simple cotejo de mi trabajo, en el que señalaba las páginas -casi todas- en las que había encontrado fallos, con el libro, a ver si llevaba razón? Se conoce que les resultaba difícil -como a otros, ya digo- digerir el total destrozo de una obra del hacía tiempo -con el asentimiento unánime- declarado genio, premiada por la Real Academia. Fue en un par de docenas de cartas privadas donde encontré un total acuerdo con mis juicios, que con el tiempo han encontrado todavía mayor aceptación.
Durante la composición de este libro, y de otros dos que vendrán muy pronto, me he preguntado más de una vez acerca de la para mí incomprensible actitud de los más poderosos grupos mediático-editoriales, que no son sólo los que figuran en el susbtítulo de éste, sino también Tusquets, Espasa Calpe, Plaza&Janés, Seix Barral, Destino, Anagrama y otras. Si se han autodemostrado de sobra que, con un adecuado marketing, y contando con la escasa preparación de los reporteros y del público español, más la complicidad de la Academia y el Ministerio de Cultura, podrían ganar dinero, que es lo que evidente y únicamente persiguen, con productos dignos, ¿por qué se empeñan en engañar y ganarlo con basura?
En este punto, debo decir que el excelente crítico que firma Clandestino Menéndez, como yo perteneciente al Círculo de Fuencarral, ha practicado también este tipo de crítica, y que el lector interesado en conocer sus juicios sobre las novelas/basura de Clara Sánchez, Juan José Millás, Rosa Regás, Espido Freire, Lucía Etxeberría, Juana Salabert, y también de Dan Brown, Paulo Coelho y Matthew Pearl, pueden acudir a su libro Cuadernos Críticos, Literaturas Comunicación S.L. (Parador del Sol, 9 – 28019), Madrid, 2005, que puede solicitarse también en www.literaturas.com. Sobre la incalificable La Rusa, de Juan Luis Cebrián, sin duda la persona que, en toda la historia de la institución, con menos méritos para ello ha ingresado en la Real Academia Española, y sobre otras novelas de éstos y otros autores se han publicado Cuadernos de Crítica monográficos, que el lector interesado puede encontrar relacionados al final de este libro. En el momento en que escribo -mediados de 2005-, se encuentran en las mesas de trabajo del Centro de Documentación de la Novela Española, en manos de diversos críticos, obras de Juan Manuel de Prada, Andrés Trapiello, Eduardo Mendoza, Eduardo Mendicutti, Arturo Pérez Reverte, Savater, Carmen Posada, Javier Cercas, Soledad Puértolas… Y, a la espera de una primera lectura, diversos autores que suenan menos, pero suenan mucho, y algunos de los cuales incluso han ingresado en la RAE. Aunque el ingreso en una Academia -tanto la de Lázaro Carreter como la de García de la Concha- olvidada de la filología, convertida en club social y en negocio editorial, a la que han accedido personas como el citado Cebrián, Muñoz Molina, Fernán Gómez y Pérez Reverte, mientras se le ha negado la entrada a José Luis Castillo Puche, uno de los más grandes novelistas españoles de nuestro tiempo, y ¡al profesor Antonio Quilis!, quien más ha sabido nuestra lengua, quiere decir muy poco.
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Nunca he entendido del todo bien por qué se suele considerar la novela el más joven de los géneros literarios. Al teatro, a la poesía, se les hace hincar sus raíces en antiguos e indudables antecedentes. Podría hacerse lo mismo con la novela, que, para Menéndez Pelayo, inicia su andadura con la fábula oral. En todo caso, lo que me interesa resaltar ahora es que la novela, en su evolución -fábula oral, fábula escrita, poema épico, novela de aventuras, psicológica, de sentimientos, etc.-, desembocó, en el siglo XX, y simplificando un tanto un desarrollo que admitió diversas combinaciones de subgéneros, en dos grandes tipos: la novela intelectual y la novela de valores estéticos, que rara vez, aunque algunas, se manifiesta en puridad. Para mí, como puede verse en mi Teoría de la novela (Anthropos, Barcelona, 2005; para una mejor comprensión de lo aquí digo puede consultarse tambien mi La novela española del siglo XX, Endymión, Madrid, 2004), para mí, digo, la meta de toda esta evolución, y sin querer decir que deba desaparecer jamás, ni mucho menos, la novela metafísica ni la novela que el profesor García Trevijano considera complemento de la historia, por cuanto explicita las causas de los acontecimientos -tipo que abundó en los siglos XIX y primera mitad del XX y que ahora está ausente de la literatura universal-, es la novela-obra-de-arte-literario. Y me apresuro a decir que, en este orden de ideas, no me quedo en los productos de un esteticismo puro como el del nouveau roman, sino con esas novelas mecla de los logros formales de esta escuela y la novela intelectual, de la que constituyen ejemplos cimeros El empleo del tiempo, de Michel Butor, y La ruta de Flandes, de Claude Simon.
Este filón no ha sido, ni mucho menos, completamente explotado. En consecuncia, tampoco se ha aprovechado su material, como no sea en obras que hayan discurrido subterráneamente. La irrupción en el mundo editorial de la que se ha llamado industria cultural, que no es otra cosa que la aplicación a la literatura de los postulados del capitalismo neoliberal, ha impedido el natural desenvolvimiento de un género que iba camino de adelantar a todos los demás -incluido el cine- en posibilidades éticas y estéticas.
La industria del libro ya no funciona como en anteriores y mejores tiempos, en que los editores actuaban como consideraba Einaudi que debían hacerlo: primero, descubrir un buen libro; después, sacarle provecho económico. Ahora se buscan lectores, amplias masas de lectores, que, para que rindan en la medida en que la economía de mercado exige, hay que buscar entre los menos preparados, entre los que nunca, antes, habían leído, entre los que hablan y entienden «necio», como decía Lope de Vega, fabricándoles obras a su medida. A ello se dedican con afán los escritores analizados en este libro y en el de Menéndez, así como otros nombrados en este prólogo. Nietzsche consideraba el de escritor un estado, y despreciaba a quienes lo consideraban una profesión, como es el caso de los aludidos, que, para colmo, lo hacen con el beneplácito de la crítica, del Ministerio de Cultura, de la Academia y de los medios de comunicación.
LA GRAN ESTAFA – ALFAGUARA, PLANETA Y LA NOVELA BASURA, Ediciones Vosa SL, Madrid (28021) – Cacereños, 54, local 4.- e-mail: [email protected]