Ahora que sabemos que el peligro de un cuatrienio negro se ha disipado, es hora de pensar en qué cosas deberíamos exigir del nuevo gobierno, en qué líneas debería orientarse la política económica. Las ideas que incluyo se limitan a ampliar la respuesta que di a los redactores de Alternativas económicas cuando me pidieron cinco […]
Ahora que sabemos que el peligro de un cuatrienio negro se ha disipado, es hora de pensar en qué cosas deberíamos exigir del nuevo gobierno, en qué líneas debería orientarse la política económica. Las ideas que incluyo se limitan a ampliar la respuesta que di a los redactores de Alternativas económicas cuando me pidieron cinco propuestas de actuación. Seguro que quedan muchas cosas fuera, pero espero que algunas sean útiles.
Es evidente que la economía española tiene un grave problema de sostenibilidad desde una triple visión económica: convencional, ecológica y social. En el primer aspecto sitúo los problemas de deuda externa y los de balanza de pagos (que reflejan los efectos macroeconómicos de la estructura productiva y el modelo de consumo, de la distribución de la renta). El segundo es obvio, y en el tercero se incluyen tanto el intolerable nivel de las desigualdades como los problemas de los servicios públicos. Y, por tanto, toda política seria debe tratar de abordar estos tres espacios.
Hay que ser conscientes de que las propuestas, y sobre todo las prácticas, no tienen lugar en el vacío; se desarrollan dentro de un contexto concreto. La economía española, como la de cualquier otro país, no es autónoma, sino que está condicionada por el contexto internacional en el que opera. Y es obvio que este contexto es altamente limitador en dos sentidos. En primer lugar, estamos inmersos en un marco institucional altamente condicionante: pertenencia a la zona euro y a la Unión Europea, elevado endeudamiento exterior que genera dependencia respecto al capital financiero, etc. En segundo lugar, estamos condicionados por la trayectoria pasada que ha configurado una determinada especialización productiva, que ha señalado una senda de desindustrialización, un marco institucional interno.
Ante estos condicionantes, podría optarse por dos alternativas que oscilan entre la ruptura radical o la acomodación a las condiciones. En el primer campo se sitúan los que plantean salirse del euro y/o declarar el impago de la deuda; los que plantean que las políticas neoliberales se pueden revertir por mero voluntarismo. Entiendo esta posición, pero soy escéptico sobre su cumplimiento. Entre otras cosas porque la ruptura (o la «revolución») es mucho más fácil de propugnar que de llevar a la práctica. Y ello es así porque, en parte, el marco institucional imperante ha tejido un conjunto de normas e instituciones que dificultan estas rupturas (como ejemplifica el devenir del Brexit). También porque cualquier ruptura genera unos costes de transición que sólo pueden afrontarse si hay una base social dispuesta a llevarla a cabo hasta al final, y a sacrificarse en pos del cambio. No veo en nuestra sociedad este nivel de convicción en una masa crítica suficiente (como tampoco la ha habido para la independencia de Catalunya y como tampoco la hubo para que Grecia se saliera del euro). Por eso, mi planteamiento elude este problema y se centra en un nivel de acciones en las que sí hay autonomía y donde es posible aplicar políticas que se sitúen en los límites del marco condicionante (y que en cierta medida permitan superarlo).
II
La primera propuesta es elaborar un plan de acción para la transición ecológica. La crisis ecológica no se limita a la cuestión del cambio climático (aunque este es sin duda uno de sus componentes esenciales); tiene que ver también con el pico del petróleo (y posiblemente con problemas parecidos en otros minerales básicos para el modelo tecno-productivo dominante), con los problemas de biodiversidad y desertización, con la contaminación y la generación de residuos, con la saturación de determinados espacios… Es una cuestión pluridimensional cuyos efectos pueden llegar a provocar un colapso civilizatorio.
Cambiar el modelo actual es difícil porque afecta a muchos intereses y hábitos establecidos, porque muchos comportamientos y muchas percepciones cambian lentamente. Cualquier cambio de modelo afecta al empleo (que hoy por hoy constituye la vía por la que gran parte de la población obtiene de forma directa o indirecta ingresos) y genera resistencias transversales al cambio (visibles, por ejemplo, en los movimientos «pro coche» que bloquean las transformaciones de la movilidad urbana). Y, por supuesto, afecta a grupos empresariales que no dudan en movilizar todos los recursos posibles para impedir el cambio.
La transición ecológica es todo menos fácil. Sobre todo por la enorme densidad de intereses que suscita en su contra. Y porque los ajustes generan, a corto plazo, costes sociales que tampoco se pueden obviar. Hay urgencia en plantear muchas medidas, pero hay que ser conscientes de que llevará tiempo implantarlas. Y, en muchos casos, existen muchas incertidumbres sobre cuáles son las mejores opciones.
Por eso lo urgente es, en primer lugar, visualizar el problema y tratar de abordar cuáles deben ser las principales líneas de acción. Estas deben incluir aspectos muy diversos: promoción de modelos diferentes de consumo y organización social, cambios en la estructura productiva, políticas sociales para facilitar la transición, nuevos enfoques en la investigación científica y el desarrollo tecnológico, cambios en las propias formas institucionales (de los mecanismos de regulación económica y de las propias empresas…). No se pueden abordar todos de golpe (y sobre algunos aún tenemos muchas incógnitas), pero generar un proyecto general puede ayudar a situar los principales nudos del problema y los campos donde hay que seguir pensando. Y se puede empezar por desarrollar medidas y propuestas en aquellos terrenos donde las ideas están más claras y las oportunidades de cambio son más maduras. Así, por ejemplo, con un plan de transición y ahorro energético que promueva inversiones en nuevas tecnologías energéticas, en nuevas modalidades de transporte, en nuevas formas de construcción de viviendas e infraestructuras. El «green new deal» es ciertamente una oportunidad a corto plazo, aunque presumo que el ajuste ecológico final obligará a cambios más radicales en el modelo productivo y en la organización social. En todo caso, lo que planteo es la institucionalización de una planificación revisable que vaya adoptando propuestas a medida que maduran alternativas y necesidades.
III
Una reforma fiscal socialmente justa y que garantice una financiación adecuada. En esto no soy original, por lo obvio de la propuesta. El sistema fiscal español es insuficiente para resolver los problemas que se plantean en el sector público. Basta compararnos con la mayoría de países comunitarios para mostrar que aun sin cambios radicales debemos aumentar el peso de la fiscalidad.
Es evidente que, además, en la fase actual la fiscalidad ha evolucionado en un sentido regresivo, y hay que volver a implantar grados de fiscalidad progresiva: restablecer el impuesto de sucesiones y donaciones, aumentar la progresividad del IRPF (lo más obvio, eliminando el diferente trato fiscal a las rentas del trabajo y el capital), haciendo más recaudatorio el impuesto de sociedades, estableciendo nuevos impuestos ambientales, etc. Y es evidente que una reforma fiscal debe replantear el reparto de la financiación pública entre los diferentes niveles de la administración: estado central, autonomías y administración local. Una fiscalidad insuficiente agravada por una mala distribución entre niveles ha constituido una de las bases sobre las que se han generado conflictos territoriales. Si bien resulta falso lo de «Espanya ens roba» que puso en circulación el independentismo catalán, es cierto que muchas Comunidades Autónomas -no sólo Catalunya- padecen una deficiente financiación que sólo se puede resolver con una combinación de una mayor recaudación y un reparto más adecuado.
Todo ello es bastante sencillo de entender, pero más difícil de aplicar. Cuando explico que pagamos pocos impuestos (en charlas, en clase o en simples conversaciones) todo el mundo se opone. La incultura fiscal viene de lejos, y ha sido largamente propagada por muchos medios de comunicación. Por eso, aunque sea una necesidad perentoria, se requiere de un esfuerzo político para promover una reforma fiscal.
IV
Una reforma laboral orientada a promover un modelo laboral igualitario y cooperativo. Es otra demanda aparentemente sencilla, pero que exige reflexión. La forma más inmediata de plasmarla es la demanda sindical de derogación de la reforma laboral de 2012. Pero es insuficiente. El modelo laboral anterior no era ningún caso deseable. Las elevadas desigualdades en términos de salarios, estabilidad en el empleo, equiparación entre hombres y mujeres, conciliación, etc., vienen de lejos. Resolverlos exige buenas ideas y consistencia en el tiempo; exige, como en el caso de la transición ecológica, una variedad de políticas. La respuesta simplista de los defensores del contrato único es inane y malintencionada. Inane porque abaratar y facilitar el despido no va a tener ningún impacto en una vida laboral donde las empresas tratan de reducir los costes salariales mediante la limitación del tiempo de contratación al mínimo necesario para garantizar la actividad productiva, donde muchos empleos son estacionales. Es malintencionada porque a lo único que lleva es a debilitar más las condiciones de empleo de muchas personas sin mejorar las de las otras. Así se expresaba hace años Jill Rubery, una de las grandes especialistas europeas en mercado laboral: «En Inglaterra no tenemos este debate entre empleo fijo y temporal, porque en la práctica todos los empleos son temporales».
Por poner un ejemplo, las enormes desigualdades de salarios se justifican habitualmente apelando al diferente nivel de productividad de cada empleo (algo por otro lado difícil de medir adecuadamente), cuando en la práctica la valoración de lo que es o no productivo tiene mucho que ver con el lugar jerárquico de cada empleo, con la visión de clase y género que habitualmente considera complejos los trabajos de los hombres educados y no cualificados los trabajos manuales femeninos. La productividad -o la eficacia- de un sistema productivo no es la suma de comportamientos individuales, es básicamente el resultado de un buen modelo cooperativo donde cada persona aporta su capacidad, se siente reconocida y bien tratada, colabora con sus colegas… Y esto requiere una forma diferente de organizar el trabajo.
Por eso, un modelo laboral adecuado exige el desarrollo de un sistema de organización del trabajo que promueva la cooperación, un sistema de salarios y organización profesional que reduzca las diferencias y dé a todas las personas un reconocimiento social adecuado, una organización del trabajo que permita articular la vida personal y la actividad laboral en empresas o instituciones. Y eso se consigue con la combinación de cambios en la negociación colectiva, con transformaciones de la organización del trabajo y la empresa, con un buen diseño de las políticas de bienestar -que permitan el sustento de personas en paro, favorezcan la reconversión profesional, etc.-, con una organización diferente de los procesos de aprendizaje y formación. Es por tanto otro campo donde hay que emprender reformas en muchas direcciones, y lo importante es tener claro el objetivo. Y es necesario también destacar la enorme interrelación que existe entre un modelo laboral igualitario y la necesaria transición ecológica, pues ni ésta será factible sin un elevado nivel de integración social ni, por el otro lado, es posible embridar las pulsiones mortalmente consumistas en un mundo donde la desigualdad y la competencia individual son la norma.
V
Una política de lucha contra el capitalismo rentista y especulativo. El aumento de desigualdades actuales tiene una relación directa con las transformaciones en el mercado laboral, los cambios en las políticas fiscales y los recortes de las políticas sociales. Pero las desigualdades también son el producto de una remodelación del capitalismo especulativo que tiene en el sector financiero y en la especulación inmobiliaria sus expresiones más depuradas. Y sus efectos son múltiples: evasión fiscal, inestabilidad financiera, gestión depredadora de las empresas, burbujas inmobiliarias que devastan la vida social… O paramos el capitalismo especulativo o éste asolará el planeta.
El principal problema en este aspecto es que el funcionamiento de esta red especulativa se sustenta en el marco de las instituciones globales. Ellas son las que favorecen las normas del capitalismo financiero de casino, los paraísos fiscales, la movilidad protegida de capitales, etc. Y por eso la esfera internacional es ineludible en cualquier política local.
Pero también es cierto que su actuación se ve más o menos favorecida por normas locales que facilitan sus movimientos. En los últimos años, por ejemplo, el PP adoptó una serie de normas favorables a la expansión de la especulación inmobiliaria (en un intento de reeditar la burbuja anterior). Y muchas de estas políticas deben revertirse y ser sustituidas por políticas urbanas y de viviendas que tiendan a garantizar el acceso a la vivienda por encima del derecho a la especulación. Y, aunque no es posible eliminar la especulación financiera desde el ámbito nacional, sí que es posible promover una banca pública y nuevos instrumentos financieros que operen con una lógica diferente. Y es asimismo factible que algunas de las peores versiones de la especulación se frenen con un buen diseño fiscal.
VI
Plantearse el cambio demográfico en serio. El envejecimiento de la población española no es un invento. Es un proceso real que tiene que ver tanto con la caída de la natalidad como con la prolongación de la vida humana. Lo que sí es un infundio es que esto deba justificar la semiprivatización del sistema de pensiones.
El envejecimiento de la población plantea la necesidad de tres políticas a la vez. En primer lugar, una política distributiva que garantice ingresos dignos a todo el mundo. En segundo lugar, una política de servicios y equipamientos orientados a garantizar condiciones de vida adecuadas a las personas que requieren cuidados especiales (básicamente personas de edad avanzada, pero también personas jóvenes con diferentes problemas de salud, física o mental). En tercer luchar, una política demográfica que debe contemplar como un elemento esencial la cuestión migratoria.
Hay poco debate sobre la necesidad de abordar las dos primeras cuestiones, aunque demasiadas veces se plantean desde una visión excesivamente numantina de «las pensiones no se tocan». Un análisis detallado del problema permite constatar dos cuestiones: que la financiación actual va a tener problemas graves, y que el sistema de pensiones actual está lleno de iniquidades y es susceptible de mejora. Resolver el problema de la financiación garantizando niveles aceptables a todo el mundo es urgente. Racionalizar el sistema y hacerlo más equitativo también. Sería buena cosa resolverlo en el mandato actual.
La cuestión demográfica es más compleja. Muchas voces claman por políticas familiares y de conciliación más generosas que permitan a la gente tener más hijos. Aunque es posible que mejoras en las políticas familiares provoquen un repunte de la natalidad, no está claro cuál va a ser la magnitud del cambio, ni que este pueda paliar los problemas poblaciones que plantea la situación actual. En la voluntad de promover la natalidad siempre hay un trasfondo xenófobo, o directamente racista, de pensar que tenemos que ajustar la población con la misma composición étnica o nacional que en el pasado. Cuando contemplamos la magnitud de la crisis ecológica resulta evidente que una de sus dimensiones es el excesivo crecimiento de la población mundial, y que si todos los países optan por acrecentar su población el problema se incrementa. Por otra parte, sea cual sea la opción local, la presión demográfica hacia nuestro país seguirá siendo importante. Y por estas razones resulta más sensato plantear las políticas migratorias en este contexto de cambio demográfico, mejorando las condiciones de entrada y generando buenas políticas de acogida.
VII
Mis propuestas son muy generales. No es un programa de acción, sino un enfoque sobre dónde situar las políticas. Sobre cuáles son los problemas esenciales que tenemos planteados. Pero son los campos en los que creo que nuestros gobiernos tienen mayor capacidad de acción. Y, por tanto, sobre los que podemos exigirles respuestas sin que puedan escudarse en el mantra de «Europa o el FMI imponen». Y donde el inicio de líneas de acción puede ayudar a generar otras dinámicas, aquí y en otras partes, que a su vez generen líneas de ruptura, culturales y efectivas, de la dictadura neoliberal. En todo caso, son modestas sugerencias para un debate que alguna vez la izquierda debería articular. Dando por descontado que hay otras cuestiones que no se tocan, como los servicios públicos, que también deben formar parte de una buena acción de gobierno.