El colapso de la burbuja inmobiliaria y del mercado especulativo de las hipotecas subprime (de baja calidad – N. del T.) demuestra, una vez más, la obviedad de que los mercados financieros necesitan una regulación estricta. Desde septiembre del 2008 una serie de rescates masivos llevados a cabo por el Tesoro norteamericano y la Reserva […]
El colapso de la burbuja inmobiliaria y del mercado especulativo de las hipotecas subprime (de baja calidad – N. del T.) demuestra, una vez más, la obviedad de que los mercados financieros necesitan una regulación estricta. Desde septiembre del 2008 una serie de rescates masivos llevados a cabo por el Tesoro norteamericano y la Reserva Federal han evitado que los mercados financieros experimentasen un colapso como el de 1929. Estas medidas extremas, sin embargo, no han puesto solución a los auténticos problemas más generales. En el momento en que escribo estas líneas, estamos viviendo la contracción económica más seria desde la década de los treinta.
Los políticos americanos – demócratas y republicanos por igual – empezaron a desregular el sistema financiero norteamericano en los setenta. Su premisa era que la regulación concebida en los años treinta – especialmente el sistema Glass-Steagall, que definía esferas separadas para los bancos comerciales y los de inversión – iban a dificultar el buen funcionamiento de los mercados financieros contemporáneos. El Economic Report of the President (Informe económico del presidente – N. del T.) de 2001, el último de Bill Clinton, se deshacía inequívocamente del marco Glass-Steagall: «Dada la masiva inestabilidad financiera de los treinta, estrechar la gama de actividades que podían desempeñar los bancos era razonablemente importante en ese tiempo y lugar. Pero esas reglas ya no se necesitan hoy en día».
El elenco de políticos y economistas que durante una generación entera defendió la desregulación financiera tenía razón en una cosa: el sistema financiero se ha hecho infinitamente más complejo que en los treinta. Algo que fue tan sencillo como una caja de ahorros local que concedía una hipoteca a alguien de su comunidad – recuerden a Jimmy Stewart en It’s a Wonderful Life – ahora es parte de un mercado especulativo global. La vieja regulación se ha quedado de hecho pasada de moda, pero de ahí no se sigue que los mercados financieros deban operar totalmente desregulados.
La historia dejo esto bien claro. En el clásico texto Manias, Panics and Crashes, Charles Kindleberger calificó a las crisis financieras de «mala hierba» ante un contexto de mercados financieros desregulados. Documentó como, desde 1725 en adelante, las crisis financieras han venido ocurriendo en las economías capitalistas occidentales a un ritmo medio de una cada ocho años y medio.
Hay muchísimo en la actual crisis financiera que resulta familiar. En 2001 el mercado bursátil norteamericano estalló después de que durante los últimos años noventa hubiese llegado a niveles de frenesí especulativo sin precedentes a raíz del boom de las punto com. Entre 1997 y 1998 se había originado una crisis financiera global en el sudeste asiático y se había extendido rápidamente. En esos momentos las inversiones más seguras estaban en los países en desarrollo. El hedge fund norteamericano llamado Long Term Capital Management – con su consejo de dirección dirigido por dos premios Nobel de economía especializados en finanzas – se desintegró en dicha crisis, necesitando un rescate de 4 mil millones de dólares por parte de otras empresas de Wall Street para evitar un derrumbe del mercado.
El crack más severo debido a un mercado financiero desbocado, el crash de Wall Street de 1929, produjo una auténtica debacle económica, que llevó a su vez a un colapso del sistema bancario norteamericano. Entre 1929 y 1933, casi el 40% de los bancos del país desaparecieron. Después de eso, el New Deal de Roosevelt puso en marcha un extenso sistema de regulación financiera, mucho del cual perduró más allá del final de la Gran Depresión. La iniciativa más importante fue la Ley Glass-Steagall de 1933, o como se la conoce oficialmente la Ley de Banca. Los bancos comerciales fueron constreñidos a desempeñar las relativamente rutinarias funciones de aceptar depósitos, gestionar cuentas de crédito y dar préstamos para empresas. A su vez los bancos comerciales serían también controlados por la recientemente creada Federal Deposit Insurance Corporation (FDIC), que les proveía de seguros garantizados por el gobierno para los depósitos, a cambio de un detallado seguimiento de sus actividades por parte del gobierno. Los bancos de inversión, por el contrario, podían invertir libremente el dinero de sus clientes en Wall Street y llevar a cabo otras actividades de alto riesgo, pero debían mantenerse alejados de los bancos comerciales.
Se impuso regulaciones parecidas a las cajas de ahorros en 1932, y continuaron vigentes hasta los años setenta. En concreto, bajo el antiguo régimen de regulación, las hipotecas en EEUU sólo las podían conceder las cajas de ahorros o instituciones similares. El gobierno regulaba los tipos de interés que las cajas podían cargar a las hipotecas, y se les prohibía tener activos altamente especulativos en sus carteras.
Pero incluso durante los propios días del New Deal, los colosos de los mercados financieros luchaban ya por eliminar o al menos limitar la regulación. Desde los años setenta, lo han conseguido casi siempre. De este modo se ha ido desmantelando paulatinamente el sistema de Glass-Steagall. El toque de gracia se lo dieron en 1999 cuando el presidente Clinton firmó la Financial Services Modernization Act (Ley de modernización de los servicios financieros – N. del T.). Lo hizo con todo el apoyo del entonces senador Phil Gramm, quien después ha sido uno de los principales asesores de la campaña presidencial de John McCain; del quien era presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan; y los asesores Robert Rubin y Lawrence Summers, ambos futuros consejeros de la campaña de Obama y luego de su equipo de transición.
Mientras que la crisis actual se parece a sus predecesoras en muchos aspectos, tiene también algunas características novedosas. Su rasgo distintivo más llamativo es que se ha gestado a resultas de actividades que se suponía que beneficiaban a las familias trabajadoras. Los bancos dieron oportunidades a familias cuyo expediente crediticio no estaba inmaculado para obtener una hipoteca y así poder comprar sus casas. Y al empaquetar miles de hipotecas en títulos que se comerciaban libremente en el mercado financiero global, los bancos permitieron a quienes tenían una hipoteca subprime que comprasen casas que de otra forma hubiesen estado totalmente fuera de su alcance. Este tipo de ingeniería financiera, operando a escala global, no habría sido posible bajo el sistema Glass-Steagall.
La idea que hay detrás de la práctica de empaquetar las hipotecas en títulos que puedan salir al mercado significa que tu banco o caja local, que te presta dinero para comprar una casa, no se queda con el préstamo que te ha dado una vez ya recibes el dinero. En su lugar, vende tu préstamo a una gran institución financiera, como las patrocinadas por el gobierno Fannie Mae o Freddie Mac, quienes a su vez empaquetan miles de hipotecas individuales en forma de títulos. Fannie o Freddie venden luego estas hipotecas empaquetadas a los bancos, los fondos de inversión o al resto de participantes en el mercado. Con miles de hipotecas empaquetadas en un solo título, el peligro de prestar a clientes de alto riesgo se supone que se reduce mucho; con una gran cartera de hipotecas, las pérdidas en las que incurren los prestamistas por la pequeña fracción de clientes morosos quedan más que compensadas por los muchos más que sí cumplen sus obligaciones.
Los actores del mercado se convencieron de que «transfor» los préstamos en títulos hacía de los préstamos subprime una apuesta mucho más segura. Durante un tiempo, las expectativas optimistas se auto-cumplieron. Una gran cantidad de dinero fluyó hacia los mercados. Los precios de las casas subieron, haciendo que para sus propietarios fuese como si se crease riqueza de la nada. Los tiburones del mercado se hicieron ricos mientras que los inversores más prudentes parecía que se quedaban atrás. Los vendedores de hipotecas se llevaban jugosas comisiones por llevar a nuevos clientes a su banco. Estos vendedores tenían muchos incentivos para dar el visto bueno a las hipotecas subprime – no iban a tener que devolver sus comisiones cuando años después los préstamos, en manos por ejemplo de un fondo de inversión suizo, se revelasen incobrables.
Esta lógica está sin embargo muy viciada. Los actores del mercado creyeron que el riesgo de las hipotecas subprime disminuiría al agruparlas. Pero en realidad, lo que resultó ser cierto fue lo contrario. La riqueza de la mayoría de los tenedores de una hipoteca subprime subió y posteriormente se hundió al unísono junto con el boom inmobiliario y su posterior pinchazo. Una vez pinchada la burbuja, los problemas de los propietarios para cumplir con los pagos de sus hipotecas se convirtieron en la habitual, no en sólo algunos casos aislados. Por ello es por lo que grandes instituciones financieras como Citigroup, Merrill Lynch y Bear Stearns, que tenían enormes cantidades de hipotecas subprime, sufrieron en 2007 unas pérdidas sin precedentes, desencadenando el colapso de los mercados financieros norteamericanos. La crisis actual es pues la consecuencia directa de ese proyecto intergeneracional por desregular los mercados financieros.
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Necesitamos pues un nuevo marco regulador que sea capaz de, por un lado, estabilizar los mercados financieros y, por el otro, hacerlo canalizando los recursos financieros hacia inversiones productivas y socialmente útiles, alejándolos del casino especulativo. A continuación voy a explicar una serie de propuestas que sirvan de guía para este nuevo marco. Ofrecen una ruptura radical con la agenda de la desregulación de la anterior generación, pero todas ellas son viables bajo el actual conjunto de instituciones políticas y reguladoras. Llevarlas a cabo implicaría un aumento de los costes administrativos insignificante y bajos niveles de gasto público. Y todas ellas han sido debatidas seriamente en los principales círculos políticos.
Los mercados de EEUU, claro, operan en un marco global e integrado, una realidad que complica cualquier diseño de regulación. Estas propuestas han sido pensadas para ser aplicadas a todas las instituciones financieras que estén bajo la jurisdicción legal norteamericana, se llamen bancos, holdings, fondos de inversión o cualquier variación por el estilo.
Mi primera propuesta es establecer un pequeño impuesto a todas las transacciones de activos financieros. Los mercados financieros ofrecen de hecho un servicio esencial al simplificar la transformación de inversiones en dinero. Pero este beneficio debe ponderarse con el hecho de que comerciar no tiene casi nada que ver con conseguir fondos para la inversión. En el año 2007, los participantes del mercado comerciaron acciones y bonos por valor de aproximadamente 300 dólares por cada otro dólar que las empresas no financieras destinaron a nuevas inversiones en plantas o equipo. Este ratio es actualmente unas tres veces mayor de lo que era hace sólo una década, cuando la burbuja de las punto com estaba en lo más alto.
Un pequeño impuesto a todas las transacciones financieras, comparable a los impuestos sobre las ventas de bienes y servicios, aumentaría el coste de las operaciones especulativas a corto plazo mientras que sus efectos sobre quienes operan menos a menudo serían desdeñables. De este modo, desanimaría la especulación y canalizaría los fondos hacia inversiones productivas. Los impuestos sobre las transacciones de títulos y activos son habituales en otros lugares del mundo. Unos cuarenta países, incluidos Japón, el Reino Unido, Alemania, Italia, Francia, China, Brasil, India, Sudáfrica y Chile utilizan o han utilizado hasta hace poco este tipo de impuestos.
Tras el crash de 1987, un impuesto a las transacciones de activos o medidas similares fue apoyado por el entonces presidente de la Cámara Jim Wright, el líder de la minoría en el Senado Bob Dole, e incluso el primer presidente Bush. Variantes de la misma idea fueron regularmente llevadas al Congreso en los años siguientes, pero nunca se convirtieron en una ley. Dos de los principales economistas de la administración Clinton, Stiglitz y Summers, defendieron razonadamente un impuesto de este tipo hacia finales de los ochenta. Summers se desentendió de la idea poco después de ingresar con Clinton en el Tesoro, convirtiéndose en cambio en uno de los principales defensores de la agenda de desregulación de los años de Clinton. Lo que vaya a sostener Summers ahora, como presidente del Consejo Económico Nacional de Obama, está por ver.
Las peculiaridades técnicas de un impuesto sobre las transacciones son sencillas. En el caso de acciones, al vendedor se le podría cobrar, por ejemplo, un 0,5% del precio de venta (Jim Wright propuso este impuesto en 1987). Para los bonos, el impuesto sería proporcional a la duración del bono, aplicándose un 0,01% por año. Así, el impuesto por vender un bono a 30 años sería del 0,3%, y para uno a 50 años, del 0,5%. El impuesto se adaptaría de forma comparable para los instrumentos financieros derivados, como las opciones, los futuros o los CDS. Los agentes de bolsa serían los responsables de recaudar el impuesto en el momento de la venta.
Como el IRS ya impone requerimientos de información sobre las transacciones, un impuesto de este tipo conllevaría poco más papeleo administrativo. Y no supondría un impacto importante para nadie que comprase un activo y no lo revendiese en poco tiempo para conseguir un beneficio rápido. Para alguien que haya comprado acciones por 50 dólares cada una y las vendiese diez años después a 100 dólares la acción, el impuesto sería de 0,50 dólares por acción, sobre unas ganancias de 50 dólares por cada una de ellas.
Por el contrario, un impuesto del 0,5% reduciría considerablemente los beneficios de los especuladores a corto plazo. No es raro que los especuladores compren acciones, las tengan durante un día o incluso unas horas, y las vuelvan a vender obteniendo un pequeño beneficio. Una ganancia de 1 dólar por acción sobre una compra a 99 dólares hecha ayer y que hoy se vendió por 100, supone un buen margen para una inversión a un día. El impuesto sobe transacciones se llevaría 50 céntimos, es decir la mitad de las ganancias de la operación.
Uno podría usar el impuesto mismo para recortar dramáticamente la especulación financiera. Se trataría simplemente de subir el tipo hasta el punto en que los agentes no tuviesen ya incentivos para hacer operación alguna. Pero el objetivo no es acabar con todo el comercio financiero; si ese fuera el caso, entonces nacionalizar totalmente los mercados financieros sería probablemente una opción más efectiva.
Pero incluso con un tipo demasiado bajo para desanimar totalmente la especulación, un impuesto sobre las transacciones de activos tiene otros beneficios. Supondría una nueva fuente de ingresos para el gobierno en un momento en que se está muy necesitado de ello. Usando las cifras de 2007, estimé que un impuesto del 0,5% sobre operaciones con acciones, y la escala que mencioné antes para bonos y derivados, recaudaría aproximadamente unos 350 mil millones de dólares, si el comercio no se redujese nada después de la introducción del impuesto. Pero incluso si el comercio cayese un 50% debido al nuevo impuesto, el gobierno seguiría recaudando 175 mil millones de dólares, una cantidad parecido tanto al presupuesto de 2008 para la guerra de Irak como al estímulo fiscal de abril del 2008. El impuesto sobre transacciones financieras podría además diseñarse como la principal fuente de ingresos para financiar el sistema de regulación de cualquier nueva iniciativa del gobierno.
Pero un modesto impuesto sobre las transacciones de activos no es suficiente, por si mismo, para desincentivar la especulación y dirigir el crédito allí donde más se necesita. Una segunda propuesta, si se llevase a cabo, consistiría en aumentar la rendición de cuentas democrática en el Sistema de la Reserva Federal, aumentándose también a su vez la rendición de cuentas en todo el aparato regulador así como en los mercados privados.
Propuestas para democratizar la Reserva Federal han sido introducidas desde hace tiempo en los principales círculos políticos mediante los esfuerzos de los congresistas Wright Patman, Henry Reuss y Henry Gonzales, entre otros. Estos tres hombres estuvieron de presidente del House Banking Committee (Comisión parlamentaria para la banca – N. del T.) entre 1963-75, 1976-82 y 1989-94, respectivamente.
La mejor aproximación para acometer la democratización empezaría por redistribuir hacia abajo el poder, hacia los doce bancos de distrito del Sistema de la Reserva Federal, para luego abrir sus presidencias a elecciones directas. Actualmente, estos bancos son muy poco democráticos, y realmente no tienen poder. Yo propongo lo opuesto: bancos de distrito reforzados y responsables.
Cuando se formó el Sistema de la Reserva Federal en 1913, los doce bancos de distrito se suponía que en general debían dispersar la autoridad del banco central, y responder a las necesidades regionales. Ello sigue siendo una buena idea, pero nunca se ha implementado seriamente. Los presidentes de esos bancos actualmente son designados por sus propios consejos de dirección. Se trata de gente de negocios, la mayoría de bancos comerciales, que a su vez han sido también designados, no elegidos.
Al nivel de la política nacional, los bancos de distrito sólo tienen influencia porqué 5 de ellos se sientan de forma rotativa en el Federal Open Market Committee (Comité federal de mercado abierto – N. del T.), el organismo que vota todas las iniciativas de política monetaria de la Fed. Pero bajo las actuales disposiciones, el presidente de la Fed, que es también presidente del comité, ejerce un claro predominio sobre el resto de miembros, habitualmente trabajando de acuerdo con el Secretario del Tesoro.
La elección directa de los presidentes de los bancos de distrito por parte de los residentes de cada región claramente los democratizaría. Y crear más puestos para ellos en el Open Market Committee aumentaría su cuota de poder. Lo presidentes de los bancos de distrito, una vez en el comité como representantes electos de su región, podrían encargarse explícitamente de los problemas de sus electores.
Otra propuesta relacionada con lo anterior se basa en un experimento de los años treinta, cuando los bancos de distrito formaron comités de banqueros y empresarios para discutir cuestiones del mercado financiero en un ámbito fuero del propio mercado. Este modelo podría extenderse para incluir a los trabajadores, los consumidores y a representantes de la comunidad.
Fortalecer el abanico de políticas disponible para la Fed es un tercer componente clave en cualquier plan para aumentar la rendición de cuentas democrática. En concreto, la Fed debe ser capaz de promover la canalización del crédito hacia actividades productivas por encima de las especulativas. Sin este tipo de herramienta, extender la democracia en la institución sería algo básicamente simbólico.
Un sistema de «requerimientos de reservas de activos», que obligaría a las instituciones financieras a mantener reservas de efectivo en proporción a los activos de alto riesgo que tengan en su cartera, animaría a los bancos, los fondos de inversión y al resto de agentes a dirigir el crédito a áreas prioritarias y de menos riesgo. Esta idea tiene un reconocimiento previo y una reputación importantes, si bien ampliamente ignorados. El profesor del MIT Lester Thurow, por ejemplo, esbozó la siguiente idea en un artículo de 1972 escrito para una conferencia en el Banco de la Reserva Federal de Boston:
«Si el interés nacional requiriese que se invirtiese el 25% de los ahorros del país en inmuebles u otros sectores prioritarios, a cada institución financiera se le requeriría un 100% de reservas sobre esa fracción de sus activos. En la medida en que invirtiese un 25% de sus activos en inmuebles, sin embargo, no tendría que dejar reserva alguna en el gobierno. Si invirtiese en inmuebles sólo un 20% de sus activos, un 5% más de ellos deberían ponerse a disposición del gobierno en forma de reservas. Si no invirtiese nada, un 25% de sus activos se quedarían como reservas».
Otras versiones específicas de requerimientos de reservas de activos fueron perfiladas en los setenta por los anteriores gobernadores de la Reserva Federal Andrew Brimmer y Sherman Maisel. Sus propuestas iban, más o menos, en la línea de los infructuosos esfuerzos del senador William Proxmire y del congresista Reuss – en esos momentos presidentes del Senado y de la Comisión parlamentaria para la banca, respectivamente – para sacar adelante leyes que estableciesen procedimientos para que la Fed pudiese aplicar políticas de asignación directa de crédito.
De hecho, algo equivalente a unos requerimientos de reservas de activos ha venido siendo una práctica habitual en los EEUU. Las cajas de ahorros, después de todo, tenían originariamente sus carteras de préstamos restringidas con un porcentaje fijo para hipotecas. Ello podría describirse como un requerimiento de reservas de activos del 100%.
Quienes diseñen las medidas primero deberían – sea en el marco de una Reserva Federal democratizada o con un diálogo más amplio – determinar qué sectores de la economía van a tener un acceso preferente al crédito. Desde mi punto de vista, deberíamos alentar las inversiones domésticas donde los riesgos se entienden correctamente, y consecuentemente desanimar las inversiones especulativas donde los riesgos son relativamente opacos. Yendo un poco más allá, deberíamos dar prioridad a la creación de empleo, subsidiando las inversiones ecológicas y sostenibles o que luchen contra el calentamiento global, y las que permitan que haya vivienda asequible. La financiación de viviendas asequibles, por ejemplo, sería así subsidiada directamente mediante políticas públicas y no, como en esta última década, a modo de subproducto de jugosas apuestas.
Con unos objetivos bien establecidos, esta política otorga un importante control social sobre las actividades financieras y de inversión más importantes, mientras que también permite una considerable libertad de decisión tanto para los intermediarios como para compradores y vendedores. Los intermediarios seguirían siendo los responsables de establecer la fiabilidad del crédito de los agentes y la viabilidad de sus proyectos. Los agentes seguirían siendo los responsables del diseño y la implementación de sus inversiones. De hecho, los inversores seguirían teniendo libertad para llevar a cabo proyectos menos deseables, y los bancos podrían seguir financiándolos. Simplemente los costes financieros serían significativamente más altos.
Implementar los requerimientos como un sistema de subastas de mercado en lugar de cuotas, como propuso Maisel, permitiría una mayor flexibilidad. Las entidades no tendrían que disponer de un determinado porcentaje (digamos un 25%) en préstamos a los sectores prioritarios. A los intermediarios que excediesen ese porcentaje se les permitiría entonces vender el excedente a otras entidades cuyos préstamos a sectores prioritarios estuviesen por debajo del mínimo. Así las entidades podrían decidir seguir manteniendo a título individual cierto nicho de mercado. Al mismo tiempo, el sistema aseguraría que algunos nichos conlleven exigencias extra en forma o bien de mayores reservas o bien de compras de «permisos por activos prioritarios».
Una cuarta medida que podría canalizar el crédito hacia sectores prioritarios y reducir el riesgo en los mercados financieros de EEUU consistiría en centrarse y aumentar el sistema de préstamos directos y garantías del gobierno federal, ya extenso pero engorroso y difícil de manejar. El gobierno de los EEUU ha estado durante mucho tiempo invirtiendo fuertemente en los mercados financieros nacionales, como prestamista directo o más significativamente como proveedor de garantías sobre préstamos. Entre los sectores de la economía que reciben un apoyo importante a través de estos programas están el inmobiliario, el educativo, el agrícola y el desarrollo rural, y las pequeñas y medianas empresas. En 2007, el gobierno manejo unos 140 programas distintos de préstamos directos o de garantía de créditos. Ese año, los 250 mil millones del gobierno en nuevas garantías de créditos y los 42 mil millones en préstamos directos juntos supusieron alrededor del 14% del total de préstamos pedidos por los hogares y las empresas en los mercados financieros de EEUU. Los préstamos y garantías que ya tenía el gobierno ascendían a 1,4 billones de dólares, un 6% de la deuda total (estos programas son independientes de las operaciones de las «empresas patrocinadas por el gobierno». Fannie Mae y Freddie Mac eran las mayores de ellas hasta que fueron nacionalizadas en septiembre de 2008 para evitar el colapso financiero. Otras empresas patrocinadas por el gobierno son el Federal Home Loan Banks, el Agricultural Credit Bank and Farm Credit Banks, y la Federal Agricultural Mortgage Corporation).
A pesar de su enorme tamaño, estos programas no han sido integrados en una agenda política más amplia o ligados de forma alguna a la política monetaria y la gestión de tipos de interés de la Reserva Federal. Operan más bien como mecanismos de financiación de distintos programas del gobierno, desde préstamos para estudiantes hasta desarrollo rural. No se ha considerado su influencia en el nivel general de riesgo del mercado financiero o en los costes de acceso al crédito, ni su efectividad para que siendo cantidades relativamente pequeñas de fondos públicos puedan mover los mercados financieros privados en direcciones socialmente deseables.
Un mayor programa de préstamos y garantías podría incluirse como una herramienta para promover la estabilidad financiera y el bienestar social. Imaginemos, por ejemplo, que el gobierno dobla el nivel de 2007 de garantías de créditos. Los 300 mil millones adicionales al año podrían destinarse a inversiones sostenibles y para vivienda asequible, y se fijaría un nivel de garantía concreto de, digamos, el 75%. El gobierno sería entonces quién garantizaría 225 mil millones en préstamos para inversiones sostenibles y vivienda asequible. Los tipos de interés de estos préstamos subsidiados caerían debido al menor riesgo – esto es, un 75% relativo a la diferencia entre un bono a tipos de mercado y un bono del tesoro sin riesgo. Si el tipo de interés de mercado fuese del 10% y el de los bonos del gobierno del 5%, el tipo subsidiado sería del 6,25% – el 10% de tipo de mercado menos el 75% de los 5 puntos de diferencia entre el tipo de mercado y el 5% de tipo de los bonos del tesoro sin riesgo.
Con estas condiciones, los prestamistas privados seguirían asumiendo un riesgo significativo y por tanto tendrían importantes incentivos de evaluar atentamente las peticiones de crédito. Las fuerzas del mercado estarían funcionando, pero esta política desviaría la actividad del mercado hacia fines socialmente deseables.
¿Cuánto costaría un programa como éste? Eso dependerá del porcentaje de morosidad. En 2007 el gobierno tuvo que desembolsar 50 mil millones de entre una asombrosa cartera de garantías por valor de 1,2 billones de dólares. Esto es un ratio de morosidad del 4%. Con esa cifra, nuestra propuesta de añadir 300 mil millones más de préstamos garantizados costaría grosso modo otros 9 mil millones al año en cobros de préstamos, incrementando el presupuesto total federal en un 0,3%. Pero impulsaría más de 300 dólares en préstamos privados por cada dólar gastado por el gobierno. Este tipo de programa de garantía de créditos podría ser una zanahoria para el palo de los requerimientos de reservas de activos para instituciones financieras privadas.
Quinto y último, propongo la creación de una agencia pública de calificación de crédito que compita con las privadas como Moody’s, Standard & Poor’s y Fitch. Estas agencias de calificación contribuyeron considerablemente a la burbuja inmobiliaria y el subsiguiente crash de 2007-08, al proporcionar sistemáticamente valoraciones excesivamente optimistas de sobre operaciones financieras arriesgadas, especialmente en mercados de activos empaquetados como títulos.
Las agencias de calificación se supone que se dedican a proveer a los mercados financieros con evaluaciones objetivas y precisas de los riesgos asociados a la compra de un cierto instrumento financiero. En parte, ellas fueron quienes subestimaron los riesgos estos últimos años porqué se basaron en teorías económicas ortodoxas para sus valoraciones. Pero lo más importante para nuestro propósito es que los propios incentivos de mercado empujaron a las agencias a ofrecer evaluaciones excesivamente favorables. Dar una valoración favorable de los riesgos era bueno para los balances contables de las propias agencias, así que actuaron de forma predecible.
En principio, los incentivos de mercado deberían haber llevado a las agencias a ofrecer valoraciones precisas ya que se supone que el único producto que ofrecen es su credibilidad. Uno esperaría pues que la competencia de mercado recompensase a aquellas que dieran una mejor información. Pero existe un abismo entre el conjunto de incentivos que habría idealmente y los que operan realmente. En la práctica, las agencias de calificación muestran un fuerte sesgo hacia las valoraciones positivas por una sencilla razón: las contratan las mismas empresas que tienen que evaluar. De ese modo las empresas eligen las agencias que creen que posiblemente les darán una buena valoración; y esas calificaciones, a su vez, mejoran la capacidad de las empresas de vender sus productos financieros.
A toro pasado, ahora se reconoce ampliamente los errores de juicio que cometieron las agencias. El escritor sobre temas económicos Roger Lowenstein escribía hace poco la siguiente reflexión en el The New York Times Magazine:
«Durante la última década, Moody’s y sus dos principales competidores, Standard & Poor’s y Fitch. . . [pusieron] lo que equivalía a un sello de oro en los títulos que contenían hipotecas de modo que los inversores se los quedaban cada vez con más ímpetu. Para las agencias de calificación, este negocio les resultaba extremadamente lucrativo. Sus beneficios aumentaron vertiginosamente… ¿pero quién estaba evaluando esos títulos? ¿Quién estaba juzgando la calidad de las hipotecas, el patrimonio que había tras ellas y una infinidad más de consideraciones? Sin duda no eran los inversores».
Los inversores asumieron que las agencias de calificación estaban aportando valoraciones objetivas y precisas. Las agencias deciden cómo van a poner precio los inversores a los activos, lo que a su vez tiene un gran impacto en si se financian los proyectos de inversión o en cómo se hace.
La desmedida importancia que tenían los activos en forma de paquetes de hipotecas como parte del conjunto de toda la actividad del mercado, solo sirvió para generar incentivos perversos. En unos mercados financieros dominados por este tipo de productos, la principal fuente que tienen bancos y otras instituciones financieras para ganar dinero no es dando crédito y quedándose con el interés. Por el contrario, los bancos sacan ganancias por vender préstamos individuales a entidades como Fannie Mae o Freddie Mac, que buscan empaquetar los préstamos en forma de títulos. Fannie y Freddie ganarán a su vez otra buena cantidad de beneficios al vender sus préstamos empaquetados en el mercado. E incluso se puede seguir ganando más comisiones al vender pólizas de seguro sobre esos mismos paquetes.
Lo que hace de estos paquetes un activo más valorado en el mercado que los propios préstamos que contienen es que los riesgos asociados con esos préstamos han sido reconfigurados, reempaquetados, y presumiblemente clarificados para los agentes del mercado. Sin una calificación favorable, estos paquetes sencillamente no pueden comerciarse. Pero con una calificación favorable, aparecen oportunidades de beneficio en todos los eslabones de la cadena de empaquetar, asegurar y vender, con los intermediarios llevándose siempre sus comisiones, sin importar lo que ocurra un tiempo después con los activos que había detrás.
Una agencia de calificación pública contrarrestaría este sistema de incentivos perversos. A su personal se le pagaría como a altos funcionarios. No sacaría beneficio alguno por ofrecer valoraciones positivas o negativas. De hecho, un mecanismo de incentivos salariales podría premiar con el paso del tiempo la precisión de sus evaluaciones.
Es cierto que proporcionar valoraciones del riesgo precisas se ha convertido en una tarea cada vez más desafiante a medida que se ha ido profundizando los mercados para este tipo de productos. Los técnicos de la agencia pública puede que en alguna ocasión concluyan que un instrumento es demasiado complejo para dar una valoración fiable. Pero la agencia estaría obligada a ser transparente respecto a esa valoración – es decir, calificando un instrumento como de «no calificable». Los participantes en el mercado financiero podrían después decidir si jugársela o no con un producto así.
Las agencias privadas podrían seguir operando como quisiesen, pero se verían obligadas a explicar cualquier gran divergencia entre sus valoraciones y las de la agencia pública. Una calificación pública debilitaría los sesgos a favor de más riesgo y más complejidad, llevando las operaciones del sistema financiero hacia un mayor grado de transparencia. Podría incluso proporcionar las bases para poner en marcha el sistema de requerimientos de reservas de activos.
La valoración del riesgo posiblemente se volvería más prudente con la existencia de una agencia de calificación pública, y el entusiasmo del mercado por la innovación financiera posiblemente se moderaría. De hecho, esa sería parte de la lógica de adoptar una medida de este tipo. Pero no necesariamente va a hacer de toda la economía algo menos innovador y dinámico. Con una agencia de calificación pública y el resto de medidas que propuse aquí, el dinamismo de un mercado financiero con las riendas bien sujetas emergería en la medida en que el crédito se desplazase cada vez más hacia áreas productivas.
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A finales de 2008, la crisis financiera y la recesión hicieron respetable una pregunta que hubiese sido impensable sólo unos meses antes: si las instituciones financieras en manos privadas – al menos las más grandes e importantes instituciones que representan «el puente de mando» de Wall Street – deberían no ser simplemente reconducidas mediante la regulación, sino substancialmente nacionalizadas, operando bajo propiedad pública. Después de todo, el gobierno federal con George W. Bush ya nacionalizó a Fannie Mae y a Freddie Mac como parte de sus operaciones de rescate en otoño del 2008.
Las principales razones para una nacionalización son evidentes. Primero, las carencias y errores de un sistema financiero desregulado resultan hoy meridianamente claros. Volver a controlar los mercados financieros de alguna u otra forma ya no se discute; sólo la cuestión de cómo hacerlo sigue abierta. Una posibilidad sería pues eliminar de una sola pasada la propiedad privada de las instituciones financieras.
En segundo lugar, aunque adquiriese una importante parte del capital de varias de las mayores instituciones financieras a finales de 2008, el gobierno no insistió en ejercer una autoridad significativa en las decisiones de gestión. Ni reclamó un derecho claro a participar de los beneficios una vez la crisis pase. Con los bancos totalmente nacionalizados, el gobierno sería claramente quién los dirigiría así como quién se llevaría los beneficios.
En tercer lugar, sin nacionalización podemos estar seguros de que Wall Street luchará vehementemente, como ha hecho siempre, para minimizar la regulación que pueda limitar su capacidad de obtener beneficios. Y esos esfuerzos van a incluir el intento de corromper a los reguladores y los cargos electos que deban vigilarlos. Muchos de esos esfuerzos serán enteramente legales: partiendo de que los reguladores sean generosos respecto al sector que están controlando, después encontrarán lucrativas oportunidades de empleo en ese mismo sector una vez dejen su posición de funcionarios y pasen al sector privado.
Estas son cuestiones importantes, pero por si solas no constituyen una buena defensa de la nacionalización respecto a la alternativa de un nuevo sistema de regulación. Con una nacionalización, habría problemas importantes. Al contrario que Francia o Japón, EEUU no tiene una larga tradición de control público y directo de grandes instituciones financieras. Siendo realistas, tenemos todos los motivos del mundo para esperar toda una colección de errores y fracasos, incluyendo los problemas del «capitalismo de amiguetes» – tratos de privilegio para las empresas favoritas o afines al gobierno.
Aunque dejemos de lado los problemas de corrupción, tenemos que reconocer que a nivel individual las empresas financieras, como cualquier otro negocio, necesitan una importante dosis de gestión del día a día. El gobierno de EEUU en ocasiones ha manejado razonablemente bien la macroeconomía del país. Pero los retos a los que se enfrentaría el gobierno para combinar ambas, la gestión de la microeconomía de las empresas y la de la macroeconomía nacional, serían enormes. A parte de las cuestiones del día a día, el gobierno tendría que crear un sistema de incentivos para los gestores de los bancos de propiedad pública que sustituiría a la maximización de beneficios que guía a los directores de los bancos privados. Si los bancos nacionalizados no se deben a la maximización de beneficios, ¿cómo debería evaluarse su desempeño?
Resolver estas cuestiones requeriría años de experimentación y de puesta a punto. Mientras, los contribuyentes norteamericanos estarían pagando por inevitables fallos del sistema nacionalizado. La tolerancia ante dichos fallos posiblemente sea poca, y cada paso en falso o pequeño escándalo podría minar la legitimidad del nuevo sistema. Al final, la nacionalización podría acabar perjudicando el proyecto más importante de restablecer una gran presencia del sector público en el sistema financiero. De hecho, los fracasos del sistema nacionalizado podrían acabar siendo la razón misma – y tal vez la única – que desviase la atención y el enfado generalizado con Wall Street como responsable del colapso financiero hacia, en su lugar, el gobierno de los EEUU.
Llegados a este punto, parece preferible promover la estabilidad financiera y el bienestar social controlando los mercados y así reorientando sus prioridades, y no cortando con ellos de raíz.
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Un conjunto de fuerzas en los EEUU y el resto de la economía global se han combinado para crear la más severa crisis económica desde la década de los treinta. Seguiremos debatiendo durante años para explicar cómo estas fuerzas se combinaron e interactuaron. Pero hay un factor que se aparece como la principal causa de esta crisis: el colapso del sistema financiero de EEUU. Y este colapso del sistema financiero puede a su vez explicarse por el desmantelamiento desde los setenta hasta ahora del sistema de regulación financiera de Glass-Steagall. El sistema de Glass-Steagall se creó en los años treinta precisamente para prevenir la recurrencia de los desastres económicos de esa era. Tanto los líderes políticos demócratas como republicanos deben ahora aceptar su responsabilidad por el actual desastre.
Empezamos ahora lo que necesariamente será un largo proceso de construir un sistema de regulación capaz de movilizar los recursos financieros de la economía hacia la actividad económica productiva en lugar de para el capitalismo de casino. Con el anterior modelo de un sistema financiero desregulado ahí colapsado ante nosotros, el conjunto de propuestas que ofrecí aquí son un punto de partida para formar una estructura financiera estable y equitativa para la economía norteamericana.
Robert Pollin es profesor de economía y codirector y cofundador del Political Economy Research Institute [Instituto de Investigación de Economía Política] (PERI) en la Universidad de Massachusetts, Amherst. Sus libros más recientes son Contours of Descent: U.S. Economic Fractures and the Landscape of the Global Austerity (Verso, 2003) y, en colaboración con Stephanie Luce, The Living Wage: Building a Fair Economy (The New Press, 1998).
Traducción para www.sinpermiso.info: Xavier Fontcuberta i Estrada