La violencia, el impacto del desarrollismo y las modificaciones legales provocan la involución en los derechos de los pueblos originarios de Brasil. Los intereses económicos por encima de la propia legislación; la excusa del crecimiento económico para justificar el etnocidio. El estruendo de un helicóptero rompió el pasado 7 de noviembre la cotidianidad de la […]
La violencia, el impacto del desarrollismo y las modificaciones legales provocan la involución en los derechos de los pueblos originarios de Brasil. Los intereses económicos por encima de la propia legislación; la excusa del crecimiento económico para justificar el etnocidio.
El estruendo de un helicóptero rompió el pasado 7 de noviembre la cotidianidad de la aldea Teles Pire, un pequeño poblado de Munduruku situado entre los estados brasileños de Mato Grosso y Pará. Son las 8 de la mañana. Sorprendidos por el ruido, los vecinos salen de sus casas, dejan sus quehaceres y van congregándose junto al río para observar lo que sucede. A escasos metros el aparato toma tierra y de él descienden decenas de policías federales armados. El nerviosismo crece.
Algunos indígenas comienzan a reunirse armados con arcos y flechas. La policía asegurará más tarde que también portaban algún arma de fuego. Ante la mirada de los moradores los agentes comienzan a inutilizar diversas barcas supuestamente utilizadas por garimpeiros responsables de la extracción ilegal de oro en la región. La tensión aumenta cuando los policías abordan una embarcación amarrada en la ribera indígena y el helicóptero se sitúa sobre el río para darles cobertura. De repente se oye un disparo al que pronto seguirán muchos más. Tras el tiroteo, el cuerpo de Adenilson Kirixi, de 32 años, aparece tendido en el suelo con un impacto de bala en la cabeza y cuatro en el pecho. Otros tres pobladores civiles resultan heridos, uno de ellos grave. Cuatro policías deben ser evacuados por heridas de flecha -no de bala-.
El enfrentamiento entre agentes de la Policía Federal e indígenas del pueblo Munduruku es sin duda uno de los episodios más graves registrado hasta la fecha en las conflictivas relaciones que el Brasil del milagro económico mantiene con sus comunidades indígenas. Sin embargo, la tragedia no es nueva. El 18 de noviembre de 2011 un grupo de pistoleros llegaba a Guaivy, en el Mato Grosso do Sul, y asesinaba al líder Kaiowá-Guaraní, Nísio Gomes, llevándose a continuación su cuerpo. El cadáver sigue sin hallarse por lo que, oficialmente, Gomes solo está desaparecido. Mientras tanto, la comunidad suma al dolor por su muerte la indignación por no poder cumplir el ritual sagrado de enterrar su cuerpo en la tekoha, la tierra concebida como espacio vital de la comunidad. En realidad, tanto aquí como en el resto de comunidades Kaiowá-Guaraní de este Estado, como Passo Piraju, Arroio Kora, Potreto Guasu, Laranjeira Nhaderu o Pyelito Kue, la relación con el hombre blanco y, especialmente, con los grandes hacendados es literalmente de asfixia, con las grandes explotaciones agropecuarias estrangulando a los territorios indígenas. El periodista Renato Santana lo describe gráficamente: «La aldea comienza donde termina la plantación; la vida termina donde comienzan los intereses agropecuarios».
Acorralados en su propio territorio, los hacendados ni siquiera permiten a los indígenas atravesar sus campos para buscar un médico en caso de necesidad. Abocados a este callejón sin salida, las comunidades acrecientan su desestructuración, acentuada con problemas como el alcohol, distribuido por vendedores blancos pese a la prohibición que en muchos casos existe, o la violencia. Como destaca la antropóloga Lucia Helena Rangel, «con una tasa de homicidios de 100 por cada 100.000, mayor que la de Iraq y cuatro veces mayor que la tasa nacional, los pueblos Guaraní y Kaiowá del Mato Grosso do Sul se enfrenta a una auténtica guerra contra el agronegocio». No es extraño que para muchos el suicidio acabe convirtiéndose en la única salida, especialmente para los jóvenes de entre 15 y 20 años. «El grito de los jóvenes no es oído por las autoridades que hacen poco caso a la repetición de esta situación, subestimando la denuncia de genocidio», destaca Rangel.
Violencia directa, violencia estructural
El último Informe sobre Violencia contra los Pueblos Indígenas en Brasil, publicado por el Conselho Indigenista Missionário (CIMI), saca a la luz en forma de cifras el alcance de ese «genocidio». Durante 2011, esta entidad contabilizó 378 casos de violencia contra las personas, incluyendo 51 asesinatos, 12 homicidios y 94 tentativas de homicidio. A ellos se suman, entre otros, 39 casos de violencia sexual contra mujeres indígenas. Si estos datos son una muestra clara de la discriminación y del racismo que sufren estos pueblos, así como de la desestructuración social que padecen, no menos significativa es la cifra de los casos de violencia por omisión de actuación de los poderes públicos: 61.988. En este sentido, destacan por encima de todo los 35.015 casos de desasistencia en el área de salud. Se estima que 170 indígenas murieron el pasado año como consecuencia de esa falta de atención médica, 126 de ellos niños o niñas.
Lo peor de todo es que la relación entre la sociedad brasileña y sus comunidades indígenas lejos de encauzarse se está deteriorando. De hecho, para Cleber Buzzato, secretario ejecutivo del CIMI, el país asiste a una auténtica involución en su relación con los pueblos originarios. «El neodesarrollismo de carácter depredador -comenta- , basado en la explotación del medio ambiente y en la exportación de materias primas, asociado a las decisiones monocráticas y autoritarias del actual gobierno de nuestro país, hacen de los pueblos indígenas las víctimas primeras y prioritarias en los campos económico y político, en una nítida reedición del modelo de gobierno vivido en el periodo de la dictadura militar de los años 70».
Reconocimiento del territorio
Esta actitud del gobierno del PT (Partido de los Trabajadores) se manifiesta de forma evidente en la apatía con que se afronta el proceso de regularización de las tierras indígenas. Según los datos del CIMI, de los 1.044 territorios indígenas identificados, solo 363 se encuentran registrados mientras que 339 siguen siendo reivindicados por los pueblos. El resto (342) siguen inmersos en el proceso administrativo de regularización cuya lentitud es desesperante: en 2011, el gobierno de Dilma Rousseff solo regularizó 3 territorios, una pereza burocrática que incluso supera a la demostrada por su antecesor, Luiz Ignacio Lula da Silva, que en sus diez años de mandato solo normalizó 80 territorios reclamados por los pueblos originarios. La consecuencia de todo ello es que solo en 2011 se registraron 99 conflictos relacionados con el derecho de las comunidades indígenas sobre la tierra, 42 de ellos consecuencia de invasiones de estos terrenos.
El pueblo Xavante conoce bien esa desidia administrativa. Desde hace unos 17 años tiene bloqueada la ocupación efectiva de la mayor parte de las 165 mil hectáreas que se les ha reconocido en Mariawatsede, en el conflictivo Mato Grosso. La presión de los grandes hacendados ha paralizado durante todo este tiempo la efectiva recuperación de la tierra, hasta que el pasado mes de octubre el Tribunal Federal acordó desbloquear el desalojo de los grandes propietarios que ocupaban las tierras indígenas. Sin embargo, nada indica que esa recuperación de la tierra vaya a ser fácil. El pasado 3 de noviembre, el líder Mario Paridzane conducía la única camioneta de la comunidad, cedida por el gobierno para atender las necesidades sanitarias, cuando tres vehículos comenzaron a perseguirle hasta que lo sacaron de la carretera. Un conductor que se hallaba en el lugar socorrió a Paridzane trasladándolo a un hospital. Poco más tarde, la camioneta siniestrada, que había quedado en el lugar del accidente, aparecía calcinada. Los hacendados del agronegocio, por su parte, rechazan cualquier implicación en unos hechos que prefieren atribuir al consumo de alcohol.
El reto de Belo Monte
Pero si existe un caso que en los últimos tiempos ejemplifique el conflicto de intereses entre las políticas desarrollistas de Brasil y las comunidades indígenas, ese es el del complejo hidroeléctrico Belo Monte, en el río Xingú a su paso por el estado de Pará. Se trata de la gran apuesta energética del gobierno brasileño y solo las cifras manejadas son una muestra de la magnitud del proyecto. Estamos ante la que será la tercera presa más grande del mundo. Su construcción, que se espera finalizar en 2015, supondrá una inversión de 11.000 millones de dólares; con una potencia estimada de 11.500 megavatios, la futura presa deberá aportar el 11% de la energía del país. Para ello, inundará una extensión de 500 kilómetros cuadrados de selva amazónica y desplazará a unas 20.000 personas, en su mayoría indígenas. En concreto, se estima que unos 24 grupos étnicos, distribuidos en 30 territorios indígenas, se verán directa o indirectamente afectados en los estados de Mato Grosso y Pará. En algunos casos el impacto será total, como en el territorio Paquiçamba de los indios Juruna, o los Arara de la zona de Volta Grande.
El procurador de la República en Pará, Felício Pontes, no duda en calificar de «absurda» la forma en que se está tramitando el proyecto. En este sentido, este abogado del Estado considera que el proyecto supone para las comunidades indígenas revivir el impacto que representó la llegada del hombre blanco a su territorio en el siglo XVII: «Con la implantación de Belo Monte serán de nuevo obligados a abandonar sus casas, a no ser que acepten un genocidio cultural». De hecho, la presa supondrá un incremento de la presión sobre la tierra y la deforestación de este entorno amazónico. Igualmente, se verán afectados los recursos hídricos y el transporte fluvial, un factor clave en las comunicaciones de una región vertebrada históricamente por el curso del río. Los observadores destacan además que todo ello afectará gravemente a las actividades económicas tradicionales de pesca, caza y recolección, actuando así como estímulo a la emigración hacia la ciudad y acrecentando los graves problemas de vulnerabilidad en la organización social.
Todo ello explica la fuerte contestación social que tuvo la puesta en marcha del proyecto. Una movilización indígena y ambientalista que el pasado 13 de agosto lograba una importante victoria al conseguir que el Tribunal Regional Federal da 1ª Região paralizase los trabajos de Norte Energía, empresa encargada de la construcción. El argumento esgrimido por el tribunal para anular la licencia es que las obras se habían iniciado sin haber consultado previamente a las comunidades indígenas afectadas, tal y como exige la propia constitución brasileña. Sin embargo, la alegría duró poco. Tan solo dos semanas: el 27 de agosto, el Tribunal Supremo Federal anulaba la paralización de la obras justificando su decisión en las necesidades energéticas del país. Una noticia muy bien recibida en Francia, donde tiene su sede central la firma Alstom que a principios de este año firmaba un contrato por valor de 500 millones de euros para la fabricación de las turbinas de la macropresa.
En realidad, el argumento no es nuevo y se ha utilizado en la puesta en marcha de numerosos proyectos con gran impacto ambiental y social por toda la geografía del Brasil indígena. De hecho, las comunidades indígenas vienen movilizándose en los últimos años contra todas las iniciativas que intentan condicionar su ocupación efectiva de los territorios. El primer intento fue la ordenanza 303, emitida por el Tribunal Supremo Federal a propósito de la disputa entorno a la desocupación por arroceros y ganaderos en la Raposa do Serra, en el estado de Roraima, un espacio reconocido como territorio de los Makuxí, Wapixana, Ingarikó, Taurepang y Patamona. La ordenanza dejaba abierta la posibilidad de que esas tierras pudieran ser ocupadas por necesidades militares, para la construcción de redes de comunicación o, incluso, por empresas dedicadas a actividades consideradas estratégicas como las explotaciones hidroeléctricas y mineras. Sin embargo, los colectivos indígenas vienen denunciando los intentos de extender esta ordenanza, dictaminada para el caso de Raposa do Serra, a otros territorios. De hecho, la misma filosofía impregna dos Propuestas de Enmienda a la Constitución, la 38/1999 y la 215/2000 promovidas por los parlamentarios del poderoso lobby ruralista que defiende los intereses de los grandes hacendados del sector agropecuario. Y en la misma dirección se encamina también la ley 1610/96, actualmente en fase de tramitación, que pretende favorecer la exploración y el aprovechamiento de los recursos mineros existentes en los territorios indígenas.
De este modo, mientras la persecución del garimpo ilegal fue el argumento esgrimido para justificar la intervención policial que costó la vida a Adenilson Kirixi, es paradójicamente esa misma explotación minera, pero desarrollada a gran escala, la que está detrás de las modificaciones legales que se están promoviendo en detrimento de los derechos indígenas. Y de nuevo el castigado río Xingú se convierte en el principal foco de atención tras conocerse los planes de la firma canadiense Belo Sun Mining Corporation de convertir parte de los terrenos removidos por la macropresa de Belo Monte, en la mayor mina de oro de Brasil, capaz de aportar 4,6 millones de toneladas anuales. El proyecto, que ya ha desatado numerosas críticas, será estudiado el próximo 4 de diciembre por la Comisión de Medio Ambiente de la Cámara de los Diputados.
Mientras tanto los indígenas, pescadores y comunidades ribereñas del río mantienen sus movilizaciones contra la gigantesca hidroeléctrica, exigiendo al menos que la empresa cumpla las compensaciones acordadas. Tal vez por eso, el pasado 30 de octubre el ejército brasileño realizó unas maniobras de entrenamiento para la recuperación de las instalaciones en caso de que estas fueran ocupadas. Y es que en Brasil el desarrollismo parece dispuesto a imponerse con paso firme, sin detenerse ante las realidades de los pueblos indígenas y sus derechos.