El mercado de trabajo, no es exactamente un mercado, porque hay regulaciones y negociaciones y para eso la política de empleo, la política económica y la negociación colectiva juegan un papel; tampoco es de trabajo (porque lo que se mercadea no es empleo ni trabajo, dado que la mercancía en juego es la fuerza de […]
El mercado de trabajo, no es exactamente un mercado, porque hay regulaciones y negociaciones y para eso la política de empleo, la política económica y la negociación colectiva juegan un papel; tampoco es de trabajo (porque lo que se mercadea no es empleo ni trabajo, dado que la mercancía en juego es la fuerza de trabajo en sí; ni es libre, porque los empleadores pueden imponer la mayoría de las condiciones. De tal manera que, históricamente, las patronales y gobiernos han tenido pocos problemas si crecía el desempleo si con ello se normalizaba un contexto en virtud del cual los trabajadores empezaban a aceptar unas condiciones de empleo peores, peor pagadas, menos estables y con menos garantías. Únicamente el contrapeso de la lucha sindical y la movilización obrera puede poner límites a este sobrepoder.
En el desarrollo del capitalismo la dinámica de empleo ha estado ligada al ciclo económico y a la política económica, condicionada su calidad por la política de empleo. La cuestión tecnológica sólo ha incidido de manera transicional en los procesos de reestructuración y organización del trabajo, como una expresión de la tendencia recurrente al crecimiento del peso de la composición orgánica del capital, es decir, el aumento del peso del capital muerto o constante sobre el vivo o variable, o dicho de otra manera, del aumento relativo del peso del capital (maquinaria, edificios, materias primas) en términos de valor trabajo acumulado en relación al peso del trabajo directo de las personas (horas de trabajo humano).
El aumento de la tasa de desempleo ha sido fruto más bien de dos factores, básicamente.
En primer lugar, como expresión de la relativa incapacidad de renovar las inversiones en los ciclos de retroceso de la tasa de beneficio efectivo y crisis de acumulación, que tiene como uno de sus síntomas las dificultades de creación de empleo nuevo.
En segundo lugar, si bien de manera más importante, como variable de ajuste de los empleadores y de los gobiernos para hacer lo posible de cara a poner en dificultades a los y las trabajadoras en relación a su capacidad de negociación de sus condiciones laborales. Aquellos tienen la capacidad de contratar, para el grueso de empleos donde a los trabajadores sólo les cabe tomar o dejar un empleo, a las condiciones que ellos desean. El límite son las condiciones de negociación sindical, la correlación de fuerzas política y, principalmente, la frontera de la reproducción social de la fuerza de trabajo, siguiendo el planteamiento que en su día suscitó Karl Marx.
Sobre este punto, Michal Kalecki (1943) en su artículo sobre «Los aspectos políticos del pleno empleo«, desarrolló algunos análisis brillantes y concluyentes al respecto. Esto es, la dimensión conflicto de clases y de negociación político sindical resultan clave para comprender el nivel de empleo que al final se va a producir. En suma, el paro hay que interpretarlo como violencia política trasladada al mundo del trabajo.
Debemos tener en cuenta que la política económica, en el marco del ciclo sujeto por la dinámica del acumulación a largo plazo en forma de ondas largas (Mandel, E.), es la que propicia un nivel de inversión que determina el nivel de empleo. Por su parte, la política de empleo determina la calidad del empleo o, en última instancia, la preferencia o discriminación de unos grupos de trabajadores u otros (sólo la regulación del tiempo de trabajo podría influir en la variable cantidad de empleo, de todas las dimensiones de la política de empleo).
La variable tecnológica, desde este punto de vista, juega un papel menor en la evolución del empleo, aunque desempeña un papel muy importante en su distribución intersectorial, dadas las diferentes composiciones orgánicas del capital entre sectores, y naturalmente es determinante en las condiciones de trabajo (y sólo muy indirectamente en las condiciones de empleo, que están sujetas a variables sociopolíticas y sindicales). A lo largo de la historia, la destrucción de empleo en un sector ha venido acompañada de la creación en otros. Sólo los procesos de relocalización que realmente se dan son los que explican que en un territorio se pierda empleo en forma absoluto, pero, en última instancia, al final el trabajo ha de realizare en algún sitio. Las partes de la cadena de valor más intensivas en trabajo humano se han desplazado a las periferias y países emergentes, con un protagonismo muy claro en el caso de Asia.
Sin embargo, hay una fuerte confusión en este campo, porque la tendencia al aumento relativo del peso del capital frente al trabajo se ha venido interpretando erróneamente como un efecto sustitución absoluto del trabajo por el capital, generando un imaginario apocalíptico de un mundo dominado por las máquinas, o en su visión idealizada, de un mundo liberado por las mismas.
Sin embargo, a escala mundial jamás se trabajó más que hoy, en términos tanto de personas como de horas de trabajo: más de 3 000 millones de personas trabajan a lo largo y ancho del planeta. Lo concentración de ese trabajo ha variado mucho, eso sí, merced más bien a los mencionados procesos de relocalización del empleo, porque la mayor parte del trabajo se ha derivado hacia el Este, y algunas semiperiferias emergentes. Así, se vive en los países centrales y, especialmente, en la semiperiferia como España, como que el proceso de reestructuración industrial ha supuesto una pérdida neta de empleo. En efecto, el empleo industrial se fue a otros sitios, pero no desapareció.
En cualquier caso, el error de interpretación radica en dar por sentado que la tendencia (que sólo es una tendencia) del aumento relativo del capital sobre el trabajo haya supuesto una disminución absoluta de la presencia del trabajo en el proceso de producción, porque esto no resiste la prueba de ninguna evidencia. El aumento relativo del capital, merced a la automatización de muchos procesos de producción, no ha eliminado a los trabajadores. Sí ha aumentado la capacidad de producción (aunque la productividad apenas crece en las últimas décadas o crece a un ritmo cada vez más lento al no tener por debajo ninguna revolución industrial sustancial como fueron las tres primeras que en su día se dieron). De hecho, los cambios del trabajo digital han propiciado mejoras en el abaratamiento de costes administrativos y mejoras de comunicación, pero no han elevado la productividad de manera significativa. La automatización ha modificado las formas de organización laboral pero, como decimos no explican por sí misma la destrucción de empleo.
Para aclararlo un poco más, y resolver la paradoja, ¿cómo es posible que el proceso relativo de sustitución de trabajo por capital no se traduzca necesariamente en destrucción de empleo, si acaso sólo de manera temporal?. Pues por la sencilla razón de que los capitalistas lo que quieren es acumular, y para eso necesitan emplear tanta fuerza de trabajo como sea posible para todas las iniciativas económicas que vean que son rentables.
Ahora bien los trabajos se han movido de lugar y han asistido a una transformación, subsumiéndose en el capital. Ahora trabajamos dando servicio al cliente final, manteniendo las máquinas, operándolas o reparándolas, diseñándolas y produciéndolas. Y, entre tanto, todavía perviven muchos trabajos manuales (que nunca dejaron de ser intelectuales, porque esa distinción es meramente nominal; ni las intelectuales dejaron de ser manuales, y sino preguntémonos si no que es golpear un teclado…).
Además, otro punto a tener presente es que el capital no es más que trabajo vivo acumulado concentrado en una máquina, en un programa o en un código. El origen del valor sigue estando en el trabajo, así como el de la riqueza en la naturaleza.
¿Qué sucederá en el futuro? Bueno, aquí la variable determinante no es precisamente la de la innovación tecnológica, porque las innovaciones digitales apenas han contribuido a reorganizar el trabajo y facilitar las comunicaciones, pero no lo han hecho igual con la productividad, como decimos. Han reducido costes en algunos procesos, pero no han aumentado la producción, que sigue racionalizándose debida a la crisis capitalista de largo plazo existente. El conflicto de clases dirimirá si las clases dirigentes podrán imponer condiciones draconianas sobre el trabajo y aumentarán los niveles de beneficio, pero hoy por hoy sus agresiones no han sido suficientes para hacerlo porque, entre otras cosas, necesitarán una gran destrucción de capital ficticio que aún sigue cargando sobre el proceso de acumulación.
Por último, es duro decirlo, posiblemente el futuro tecnológico deberá pensarse de una manera muy distinta a la que se nos promete en la ciencia ficción o las utopías literarias. El descenso de la disponibilidad de energías fósiles y muchas materias primas habrá de obligarnos a pensar en una tecnología ligera que aumente la ecoeficiencia de procesos productivos basadas en materias sostenibles, pensando en más en producir lo justo con recursos escasos, más que en la masividad productiva. Es más la tecnología del futuro, en un mundo lleno y con nuevas escaseces de materiales y de energías convencionales, como las derivadas de los fósiles, exigirá una concepción de la tecnología en la que, por razones energéticas, la intervención humana cobrará un mayor papel, no sólo en su diseño, seguimiento y operativa, sino también en su reparación, y como motor en sí de algunos de sus procesos intermedios.
Sobre la RBU y el impuesto a los robots como soluciones
En mi opinión, la Renta Básica Universal es una medida viable a la que no hay que oponerse. Pero no me parece una prioridad. Exige una amplísima reforma fiscal, que exigiría un cambio político revolucionario previo. Facilitaría rentas a muchas personas garantizando su capacidad de elegir, entre otras cosas su trabajo y su ocio, garantizando su dignidad. Ahora bien, la cuestión del trabajo sigue en pie. Necesitamos otro mundo laboral, más democrático, más amable, al servicio de la sociedad, que acepte una biografía en la que quepan muchas cosas aparte del trabajo, y debemos combatir el yugo que sufre el trabajo bajo la dictadura del beneficio privado.
Cabe hacerse también otra pregunta sobre la RBU. Si se proveen rentas mediante está fórmula, ¿también garantizaríamos la provisión de los servicios colectivos que darán cohesión a la sociedad? ¿Será la iniciativa privada quien lo satisfará? ¿Estamos actuando en la distribución, pero quizá en la producción de estos servicios no? ¿O no es mejor dedicar nuestros recursos a garantizar la educación, atención de las personas dependientes, sanidad, alimentación saludable y transportes públicos para que todos accedamos gratuitamente a estos bienes elementales?. Yo creo que hay que garantizar que lo público y las comunidades se doten y organicen a sí mismas de modelos de provisión de estos servicios y financiarlos debidamente desde lo público. Esto me parece más prioritario.
En lo que respecta a un impuesto sobre los robots resulta un tanto absurdo. A quien hay que gravar es a sus propietarios, a sus rentas y a sus patrimonios. El problema, en suma, no es tecnológico, es social y político, dicho de otro modo, de modelo de sociedad.
Daniel Albarracín forma parte del Consejo Asesor de Viento sur.