» Las ideas de economistas y filósofos políticos, cuando tienen razón y cuando se equivocan, son más poderosas de lo que generalmente se cree. En realidad, el mundo es gobernado por algunas de ellas. Hombres prácticos, que creen que están bastante exentos de cualquier influencia intelectual, son, por lo general, esclavos de algún economista muerto […]
» Las ideas de economistas y filósofos políticos, cuando tienen razón y cuando se equivocan, son más poderosas de lo que generalmente se cree. En realidad, el mundo es gobernado por algunas de ellas. Hombres prácticos, que creen que están bastante exentos de cualquier influencia intelectual, son, por lo general, esclavos de algún economista muerto .» (J. M. Keynes; 1936)
La política económica, como toda política pública de un Gobierno, es siempre el resultado de un análisis situacional realizado por actores que asumen la tarea de conducir un país.
Como decía Carlos Matus:»La planificación se refiere al proceso de gobierno y quien planifica es quien gobierna.» (http://www.terras.edu.ar/biblioteca/17/17GSTN_Matus_1_Unidad_4.pdf)
De manera que quien realmente planifica es quien tiene la capacidad de tomar decisiones; y la inversa, quién no planifica debilita y hasta anula la capacidad de tomar decisiones acertadas.
Si un gobierno renuncia a conducir y se deja conducir, renuncia a arrastrar y es arrastrado por los hechos sobrevenidos, renuncia a sus grados de libertad como gobierno, y renuncia a definir a dónde quiere llegar y cómo luchar para alcanzar esos objetivos.
Cuando al gobierno venezolano se le presiona para tome «medidas económicas inmediatas e inevitables» quiere decir que se están tratando de transformar sus «opciones» en «variantes». Es decir, tratan de convencer al Gobierno que no tiene el poder de decidir entre opciones de política, sino que está obligado a seguir un curso de acción único.
Allí reside la trampa del pensamiento único: hacer de los gobiernos marionetas del pensamiento único, en la actualidad profundamente imbuido de los intereses desreguladores del capital financiero trasnacional.
Así, el proceso de construir grados de libertad del gobierno es un proceso inverso de conversión de «variantes únicas» en «opciones de política». La alternativa a la planificación estratégica es: o la improvisación o la resignación, y ambas son una renuncia a conquistar nuevos grados de libertad.
Las características de la política económica en un determinado momento de la historia, se dice y se piensa en amplios círculos mediáticos e académicos, depende exclusivamente un excelente diagnóstico de la situación y de la aplicación de una receta universal de carácter tecno-económico.
Sin embargo, la teoría económica y las políticas económicas no son independientes de los puntos de vista, ideologías, creencias, valores y percepciones de quienes las formulan y las ejecutan.
Tampoco son las políticas económicas independientes de las condiciones sociales y políticas de una coyuntura histórica, ni resultante de las intenciones exclusivas y capacidades de los gobernantes.
Las políticas públicas son un resultado bastante complejo de interacciones políticas e institucionales; y las políticas económicas no son ajenas a estas determinaciones. Hay conflictos y divergencias, consensos y convergencias, hay negociaciones y acuerdos básicos, como exclusiones y escalas de valor en disputa.
Hay actores y fuerzas heterogéneas, que deciden y actúan en función de distintos intereses y proyectos, en contextos y circunstancias que no hay que perder de vista, pues no hay una verdad absoluta y única en materia de política económica.
Adicionalmente la acción de gobierno no se reduce a la acción económica de gobierno, hay otros ámbitos, entre ellos la política social, la agenda de problemas inmediatos de diversos sectores de la población, la gobernabilidad propiamente política, las relaciones internacionales o la seguridad y defensa de la nación, que requieren de la fijación de objetivos de política y del uso de recursos de poder.
Los objetivos de política económica, finales e intermedios, así como los instrumentos de política de las autoridades públicas, no siempre están alineados con el resto de los objetivos de la acción de gobierno. Un gobierno coherente intenta precisamente eso: ser coherente en la alineación de los objetivos, recursos y responsabilidades de su acción de gobierno y en mejorar su capacidad de gobernar. No hacerlo significa simplemente des-gobierno.
Finalmente, es falso que exista un gobierno todopoderoso. Ese es un mito de los promotores del «mercado todopoderoso». Todo lo contrario a la primera idea, la «gubernamentalidad» enseña que hay múltiples centros de gobierno en una sociedad, algunas veces coordinados, jerarquizados e integrados de manera funcional y eficiente, pero otras veces, descoordinados, compitiendo y enfrentándose entre sí, en el llamado «arte de la conducción política».
La gobernabilidad de un sistema depende además de la estabilidad política,depende de las capacidades humanas, técnicas y políticas, dependen de una acción eficaz, eficiente y efectiva (las tres E tan repetidas pero tan poco comprendidas) que estén revestidas necesariamente de legitimidad social, de aceptabilidad popular y de una opinión pública que muestre un viento a favor de manera predominante.
Ciertamente algunos dirán que no es conveniente hablar de una multiplicidad de centros de gobierno, que es preferible decir que por Gobierno entendemos exclusivamente y en clave de sentido común a las decisiones, acciones y operaciones de la rama ejecutiva del Aparato de Estado: del Aparato Ejecutivo del Estado, sobremanera a su vértice directivo.
Pero aun así, existe complejidad, conflicto e incertidumbre si constatamos que el Gobierno venezolano cuenta con aproximadamente 107 viceministerios ejecutando directrices de política pública y administrando el patrimonio público. En este contexto, es sencillo que los bomberos se pisen las mangueras y que en muchos casos se enreden los papagayos.
El tamaño del Estado puede comenzar a generar funcionamientos semejantes a las «des-economías de escala», además de considerar que la racionalidad política es una racionalidad imperfecta cruzada por múltiples presiones políticas y demandas sociales. Suponer que allí operan «óptimos técnicos» o una racionalidad instrumental es una proyección idealizada de los sistemas funcionales de la Ciencia y la Tecnología social.
Si las soluciones de la política pública fueses simplemente soluciones óptimas y técnicas, sería muy fácil construir algoritmos de política pública y programas informáticos con máquinas que ejecuten árboles de decisión de acuerdo a la variación de determinados parámetros de control óptimo.
Un departamento de planificación se encargaría de hacer mantenimiento a los equipos y sistemas, asegurando que las fuentes de información sean absolutamente confiables y válidas. El resto lo harían los sistemas expertos. Los operadores humanos no serían más que comunicadores de las decisiones sugeridas de política por un dispositivo programado por un conclave de expertos en áreas de política pública. Este es quizás es el sueño de algunos tecnócratas del pensamiento único.
Para otros, no hay que confiar en los servomecanismos ni en la automatización. Es preferible recrear una encarnación terrenal de la mano invisible del destino. Ese es quizás el sueño de total desregulación bajo la premisa que esa máquina perfecta existe y se llama simplemente «mano invisible del mercado». A los expertos sólo les quedaría el papel de re-socialización conductista de quienes aún no han asimilado y no se han convencido que la oferta y la demanda resuelven casi todos los problemas de la existencia social. Se trataría de una versión no tan laica de los pastores del rebaño social. A los irreductibles les depararían los centros de vigilancia, control, reeducación y encierro.
En cualquier caso, si los políticos se dejan llevar por la tesis de que ellos simplemente deciden sobre variantes técnicas, pero otros son los que saben cuáles deben ser establecidas con sus «sistemas-expertos», sus intenciones son completamente instrumentadas por una tecno-estructura conformada desde un «status quo ideológico».Todo esto no debe leerse como si se estuviese proponiendo que hay que despreciar las capacidades de los profesionales de las ciencias sociales, económicas, políticas e históricas para abordar los temas de las políticas públicas. No, lo que se trata es de no elevarlos a pedestales.
Las ciencias sociales, económicas, políticas e históricas, cuando son efectivamente críticas, son cada vez menos arrogantes en sus pretensiones de validez y legitimación social. Reconocen sus límites, además de comprenderse en un proceso de auto-reflexión histórica donde aparecen justamente sus puntos ciegos, incluso sus graves errores y sus nefastas consecuencias sociales y humanas. Eso no es lo que proyectan los medios masivos y las academias. Allí se ha entronizado una maña: presentar a los expertos como científicos infalibles. Pero eso es una gran farsa.
Ningún economista monetarista ortodoxo, por ejemplo, ha sido juzgado por los efectos de sus formulaciones de política de restricción del consumo de los sectores populares, que conlleve un empobrecimiento agresivo de estos estratos de la población, privándole incluso de una vida saludable hasta aumentar la probabilidad de riesgos e incremento de índices de mortalidad infantil o de exclusión escolar crónica.
Esto sigue ocurriendo y no podemos dejar de cuestionar a los responsables de estos hechos lamentables que pueden además ser evitados. Muchos economistas ortodoxos son tan responsables como aquellos que han lanzado una bomba sobre una población civil indefensa. Obviamente, esta no es la autoimagen de los economistas ortodoxos, siempre encubiertos en el enjambre de modelos econométricos, cálculos de probabilidades y correlaciones numéricas. Si la realidad fuese el modelo y sus cláusulas ceterisparibus, que fácil sería todo. Pero no lo es y no lo será.
De modo que no sólo se trata de errores de política por ignorancia de los políticos (generalmente elegidos democráticamente), sino de otro tipo de ignorancia disfrazada de saber-experto. La formulación de políticas públicas no depende de soluciones técnicamente óptimas de un gobierno responsable y benevolente, sino que es producto de un proceso de interacción política en una situación de poder desigualmente distribuido. Hay actores y grupos de intereses que se disputan los objetivos, fines y medios de las políticas públicas, hasta el punto que lo que para unos es socialmente deseable, para otros es justamente los más repudiado y combatido. Imaginémonos una política pública donde el entorno habla en volumen alto de revolución y contra-revolución, de transición al socialismo y de transición al anti-comunismo.
Lo conveniente en la disputa política es no perder de vista que existe un marco constitucional que delimita normas y principios de actuación basado en un acuerdo sobre concepciones sociales, políticas, económicas y culturales que han sido, por decirlo así, colocadas en blanco y negro. Una Constitución y las leyes derivadas de un parlamento, no es un coleto viejo y desmenuzado por el abuso de sus términos. Es un factor decisivo de la convivencia social y política. Olvidar este pequeño detalle es parte de aquello de lo que no se habla cuando se habla de «medidas económicas».
Los fines de intervención del Estado en el sistema socio-económico están allí establecidos, al menos nominalmente. Basta saber si hay fuerzas sociales y políticas que garantizan no sólo su validez, sino su estricta eficacia y cumplimiento.
Si los objetivos finales que una Constitución establece para la conducción del sistema socioeconómico no se encarnan en los espacios, aparatos y agentes económicos; entonces menos se puede hablar de objetivos intermedios necesarios para alcanzar estos fines ulteriores, así como de los instrumentos de política económica que podrían ser aplicados en cada circunstancia.
Entre los instrumentos de política económica, objetivos intermedios y objetivos finales, puede realizarse una suerte de test de consistencia, congruencia y coherencia. Por ejemplo, se habla mucho de exceso de liquidez monetaria, de crisis fiscal, de exceso de controles públicos, de régimen cambiario y de inflación. Una verdadera agenda sin inocencia ideológica alguna, además de corresponder a la sintomatología de rezagos y desajustes reales del sistema socioeconómico.
Pero no toda fiebre en síntoma de una infección bacteriológica, ni inmediatamente implica antibióticos, y mucho menos apelar a cirugías invasivas. Hay que intentar contar con buenos internistas e incluso psiquiatras, antes de apelar a cirujanos especializados en el terreno de graves afecciones del sistema socio-económico. Tampoco puede cometerse el viejo error de desgajar la política económica de la política social. Puede ser, como dice el saber popular, peor el remedio que la enfermedad. Eso debe evitarse.
Sin embargo, si un panel de expertos internistas y psiquiatras de reconocida trayectoria identifican que hay que acudir a especialistas, y además sugerir un pre-diagnostico donde actuarían cirujanos, lo más conveniente es hablarle oportuna y claramente al enfermo. Frente una crisis económica y social (reitero la significación social de una crisis económica)hay que comunicarle todos los escenarios, todas las consecuencias y riesgos de un cuadro de morbilidad a los que están padeciendo tal estado de desajuste. Y si no hay que perder tiempo también hay que decirlo en firme y alto volumen.
Ahora bien, la decisión final depende de un cuadro político. Incluso cuando se trata de una enfermedad, se trata de la voluntad, sentimiento, pensamiento y conducta de una persona que sufre. Para el caso de la política económica y social se trata de la «voluntad democrática» de las mayorías y minorías.
Hay que pasar por decisiones, intereses e ideologías. El significado que los actores y fuerzas económicas le están atribuyendo a la crisis económica y social es tan importante como la propia situación de crisis. De hecho es parte importante de la situación.
De modo, que no hay que darle muchas vueltas al asunto de las medidas económicas sin reconocer que:
a) no hay una verdad única en materia de política económica,
b) el gobierno sólo no puede enfrentar una crisis socioeconómica de gran envergadura,
c) los objetivos de la política económica no pueden ser contrarios a las normas constitucionales y a la legitimidad mayoritaria de una sociedad democrática.
Partiendo de allí, es conveniente llegar a acuerdos básicos socialmente mayoritarios sobre los instrumentos de política económica y los objetivos que se persiguen: eso es lo que he denominado «sensatez macro-económica», aunque supone también ofrecer de manera previsiva cuáles serán los impactos costos y beneficios para cada uno de los estratos y sectores sin engaños ni auto-engaños.
No hay que olvidar que todo este debate sobre «medidas económicas» se hace en el marco del desarrollo de proyectos históricos en pugna. Pero a algún mínimo de consensos tendrá que llegarse.
Pretender imponer en vez de convencer es suicida para todos los polos. Pareciera abrirse una caja de pandora. Hay quienes suponen que los demonios sólo afectaran a los «otros» y no a «nosotros». La experiencia histórica continental muestra que eso es falso.
Hay que mirar de frente los demonios propios. Todo esto no es más que una metáfora para hablar de «guerra civil». Quizás sean exageraciones retóricas. Quizás no.
¿Existirá voluntad política para evitar que se suelten los demonios?
Hay que hablar de lo que no se habla cuando se habla de medidas económicas.