Sería ingenuo esperar que los éxitos electorales alcanzados por partidos y movimientos de izquierda en varios países latinoamericanos, y la correspondiente instalación de gobiernos progresistas, se repetiría sin suscitar una contraofensiva de las derechas y de los intereses imperiales o transnacionales vinculados con ellas. Pero ahora esta contraofensiva no es una mera reedición voluntariosa de […]
Sería ingenuo esperar que los éxitos electorales alcanzados por partidos y movimientos de izquierda en varios países latinoamericanos, y la correspondiente instalación de gobiernos progresistas, se repetiría sin suscitar una contraofensiva de las derechas y de los intereses imperiales o transnacionales vinculados con ellas. Pero ahora esta contraofensiva no es una mera reedición voluntariosa de las derechas que conocíamos, sino que se acompaña de novedades que será preciso evaluar.
Los logros que dichas izquierdas obtuvieron desde finales de los años 90 expresaron respuestas populares tanto al deterioro de la situación material y de las expectativas de grandes masas de latinoamericanos, como al correspondiente cambio de su estado de ánimo en el momento de ampliarse sus posibilidades de reacción política. Sin embargo, con los matices propios de sus respectivas circunstancias nacionales, tales éxitos fueron victorias conseguidas específicamente en el campo político, sin que, hasta ahora, esas victorias contaran con las condiciones requeridas para remecer otros planos sociales.
Aún así, estas izquierdas han probado que, hasta el actual nivel del desarrollo e inquietud sociopolítica de sus países y de la región, ellas no solo son capaces de administrar al régimen capitalista mejor que las propias derechas, sino que también pueden hacerlo de formas que han mejorado significativamente las condiciones de vida de millones de latinoamericanos. Aunque, asimismo han mostrado que todavía no pueden remplazar, por esta vía, al régimen existente por otra formación histórica más avanzada [1] .
La contraofensiva
Si bien en el terreno político el gran capital y sus políticos, partidos y medios de comunicación sufrieron un importante revés en esos países latinoamericanos, los núcleos principales de la derecha conservaron sus instrumentos básicos de actuación, penetración y poder. Pese al inicial desconcierto que hayan padecido en el plano subjetivo, en lo esencial salvaron los instrumentos básicos del sistema político previamente establecido, así como el control de los medios periodísticos más poderosos. Es decir, en estos años las izquierdas vencieron políticamente a las formas tradicionales de las derechas, pero no derrotaron a la derecha como tal.
Al cabo, tras una gradual revisión de estas experiencias, los talentos y medios de comunicación de las derechas, hegemonizados ahora por el capital financiero, decantaron y renovaron sus opciones estratégicas y reactualizaron sus opciones políticas. Desde entonces, su contraofensiva ha venido articulándose tanto en los países donde alguna corriente de la izquierda les ganó elecciones, o estuvo cerca de ganárselas, como también donde eso no ocurrió.
El clima propicio para que esa contraofensiva pueda incidir en las capas sociales subalternas se benefició con el ambiente de confusión ideológico‑cultural que vino tras el reflujo de los proyectos revolucionarios de los años 60 y 70, el colapso del Campo Socialista y la URSS, la ofensiva neoconservadora y el «pensamiento único» de los 80 y 90, junto con la falta de alternativas políticas que darle a los malestares e inconformidades sociales desatados tras los subsiguientes «reajustes» neoliberales, con sus abusivos y desoladores efectos.
En ese ambiente, la ofensiva político‑cultural de la derecha neoliberal encontró más críticas que contrapropuestas de la izquierda y, por consiguiente, una oportunidad de recoger y abanderar en su provecho parte de los disgustos y frustraciones sociales característicos de aquel período.
A la postre, hemos presenciado una metamorfosis de la derecha que, a su vez, adicionalmente busca inducirle a las izquierdas una metamorfosis paralela, moldeada a la medida del interés estratégico de esa «nueva» derecha. [2]
Para tales propósitos, la participación de agencias oficiales, fundaciones privadas e intereses empresariales de Estados Unidos y de algunos países europeos no se ha ocultado.
Ejemplo ostensible es lo que en Panamá el sarcasmo local llamó «el pacto de la Embajada» cuando, durante la campaña electoral del 2009, la embajadora estadounidense invitó a las personalidades políticas locales a presenciar desde su residencia la toma de posesión del presidente Barack Obama. Durante la velada, mientras los demás invitados miraban la pantalla, sin disimular apariencias los auxiliares de la anfitriona llevaron a la sala contigua a los dos principales contrincantes de derecha, los cuales allí acordaran la alianza que poco después permitiría derrotar al gobernante partido socialdemócrata e instaurar un régimen de «nueva» derecha. Una batería de fotógrafos de prensa, citados de antemano, cubrió esa reunión paralela, sin ocuparse de Obama.
Se articula otro modelo
Al hablar de la emersión de una «nueva» derecha en América Latina no suponemos que ella sea una corriente política e ideológica homogénea en toda esa diversidad de países, ni que la misma exprese un modo de pensar y de actuar que pueda considerarse inédito. En realidad, se trata de un conglomerado donde coinciden múltiples intereses, cuyos objetivos medulares, métodos y discurso tienen antiguos precedentes en la reacción chovinista que en Europa se opuso a aceptar la liberación de las colonias en África y Asia y, de forma más ostensible y reciente, en la versión estadunidense de Revolución Conservadora angloamericana de los años 80.
Las derechas tradicionales latinoamericanas ‑como expresión política de las élites socioeconómicas u «oligarquías» asociadas a una hegemonía foránea‑ estuvieron íntimamente asociadas a los regímenes de democracia restringida y de dictadura militar que predominaron en los años de la Guerra Fría, en dos sentidos. El primero porque en época de las movilizaciones democráticas, nacionalistas y progresistas de los años 60, tocaron a las puertas de los cuarteles para solicitar la represión e instaurar gobiernos autoritarios. El segundo porque, al amparo de los consiguientes regímenes dictatoriales, no solo salvaron sus antiguos intereses sino que incursionaron en las nuevas oportunidades del capitalismo dependiente, como las del sector servicios, tanto más prometedoras en tiempos de globalización.
No obstante, en los 80 ya era inocultable que las sociedades latinoamericanas ‑así como el propio capitalismo‑ no solo habían crecido sino que se habían vuelto mucho más diversificadas y complejas, experimentaban nuevas necesidades y demandaban formas de gestión más avanzadas. Como asimismo requerían otro género de gobiernos, capaces de infundir esperanza en las reformas neoliberales, coordinar su aplicación y administrar políticamente su implantación y consecuencias.
Para ello se requerían transiciones controladas dirigidas a constituir regímenes más legitimados y eficientes, con renovados espacios para la distensión social, la circulación de ideas y la innovación. La disyuntiva quedó entre propiciar una democratización dosificada o atenerse a las opciones de desorden o revolución que ya empezaban a incubarse. Eso implicó que la propia élite socioeconómica y sus formas de expresión política también debieron llevar a cabo sus respectivas transiciones a nuevas formas de gobernar. Donde la oligarquía local fue renuente, sus poderosos asociados foráneos debieron intervenir más directamente en la tarea de empujar esa evolución. [3]
En la necesidad de disponer de nuevas alternativas políticas, ese fue un período de «modernización y mundialización política» propicio para las performances de la democracia cristiana. Como asimismo la de partidos y dirigentes tímidamente socialdemócratas, salidos unos de la reconversión de personalidades liberales y otros de la asimilación de ex socialistas reblandecidos por los rigores de la Guerra Fría. A la postre unos y otros ‑a veces en remplazo de los antiguos partidos liberales y conservadores‑ serían los beneficiarios políticos visibles de los pactos de transición previamente negociados con los altos mandos militares y sus entornos civiles empresariales. [4]
Pero tarde o temprano cualquier transición al final se agota. Los nuevos regímenes de democracia pactada y restringida, casi siempre uncidos sin remedio a la misión de administrar las reformas neoliberales ‑las aperturas y privatizaciones, así como la reducción y desmantelamiento de las facultades y los poderes del Estado‑, poco más tarde debieron asumir la responsabilidad por las trágicas secuelas sociales y los descontentos que esas reformas precipitaron, y sus altos costos políticos. Regímenes que por un tiempo gozaron de buen nombre y cierta autoridad cívica unos años después fueron desbordados por la inconformidad popular. [5]
Al cierre de ese período, lo que quedó fue una extendida percepción no solo del descalabro económico, sino también del agotamiento del sistema político instaurado tras la «oleada» democrática, incluido el agotamiento de sus partidos y liderazgos más representativos. Se generalizó la tendencia ‑igualmente instigada por los grandes medios de comunicación‑ a responsabilizar al sistema institucional, a los partidos y estilos políticos, y a los parlamentos, por las consecuencias de la gestión neoliberal: la fragilidad del empleo, la degradación de los servicios y la seguridad sociales, el individualismo insolidario, la corrupción, la inseguridad en las calles, la angustia de las clases medias, etc.
Desde luego, si al Estado se le quitaron las facultades y medios necesarios para regular la economía e intervenir en su curso, eso dio ilimitadas libertades a los inversionistas y especuladores para ampliar los negocios lícitos y también los ilícitos. Con esa liberación de las actividades económicas y financieras también vino su desmoralización, con sus conocidas consecuencias en el campo de la seguridad ciudadana y la seguridad pública.
¿A quién culpar, después, por estos los nuevos males? ¿Qué hacer para acabar con ellos, y de una vez por todas? Para la derecha, los males que ella previamente causó a través de la desregulación ahora deberán remediarse por medio de la «mano dura». Porque para la crónica desaprensiva o intencionalmente superficial la culpa está en las malas costumbres y los individuos, ya sea porque es más difícil desentrañar las estructuras y procesos sociales o, antes bien, porque se quiere evitar que se las cuestione. Mientras los medios académicos y los líderes de izquierda investigan, explican y comparan opciones y propuestas, a la «nueva» derecha le basta una argumentación más cosmética y expedita, exenta de mayores fatigas intelectuales.
Porque esa derecha viene a salvar el fondo y los afanes del sistema socioeconómico vigente, buscando no apenas preservarlo sino «liberarlo» del fárrago de restricciones que el humanismo, la tradición liberal y las conquistas del movimiento popular le habían impuesto en anteriores tiempos, y reinstaurar las formas de hegemonía y de gestión de clase que más le convienen. Esta derecha busca desnudar la economía capitalista para restablecer las reglas del capitalismo salvaje y viene determinada a tomar un atajo para ejecutar ese propósito sin lastarlo con pudores, antes de que alguien más se adelante a levantar otra alternativa. De allí el estilo macho propio de tal misión reaccionaria, que no acepta perder tiempo en escrúpulos ni disquisiciones.
Con lo cual esa derecha es «nueva» por sus métodos, formas y procedimientos, mientras que sus intenciones y contenidos son más retrógrados que conservadores. Sin viejos disimulos, sus objetivos vienen de época anterior al desarrollismo de tiempos de la postguerra.
Nueva derecha y racismo postmoderno
En la Europa de los años 80, bajo la ofensiva neoconservadora de la premier Margaret Tatcher y el presidente Ronald Reagan ‑asociada a su vez a la implantación del neoliberalismo‑, algunas de las categorías conceptuales que caracterizaron al quehacer político y cultural de la postguerra cambiaron de preeminencia. Con el impacto de los cambios tecnológicos, los imponderables de la globalización, las crisis económica y sociocultural, el cuestionamiento de los sistemas políticos y de representación, el crecimiento de la inmigración, el miedo al desempleo y a la pérdida del status social, se incrementaron las fobias xenofóbicas y racistas en detrimento de las diversas manifestaciones de la lucha de clases.
Entró en escena una derecha postindustrial que ya no invocaba la tradición fascista, sino que postuló la defensa de la identidad nacional amenazada por la globalización cultural, criticó el desmantelamiento de los beneficios del Estado de Bienestar, reivindicó la preferencia por los connacionales sobre los inmigrantes, y repudió la renuncia a las cuotas de soberanía cedidas en los procesos de integración a asociaciones supranacionales como la OTAN y la Unión Europea.
El rechazo a los inmigrantes encabezó las consignas de los nuevos partidos de extrema derecha. El dilema entre el nacionalismo y el cosmopolitismo, la preferencia por el mestizaje, que desde los años 60 había prevalecido como expresión positiva de la internacionalización de la cultura, en los 80 perdió terreno frente a la opción excluyente que salió a exigir que se erigieran entidades nacionales más cerradas y fuertes.
Como expresión teórica de esa alternativa destacó la llamada Nueva Derecha francesa. Su vocero más notorio, Alain de Benoist, ya en los años 60 había militado en el nacionalismo colonialista que rechazó el diálogo y la paz en la guerra de Argelia. Esta derecha reivindicó que Francia se constituyera en baluarte de la preeminencia europea y defensora de la superioridad del hombre blanco respecto a los pueblos «inferiores», lo que conllevaba demandar un Estado fuerte, autoritario y corporativo. Pero no lo hizo blandiendo meras consignas, sino procurando sustentar esas ideas como partes de una concepción más abarcadora y sistematizada.
Tras la derrota en Argelia, la derecha tradicional francesa quedó subsumida por el gaullismo. En los años 80 esa Nueva Derecha elaboró una propuesta doctrinal dirigida a devolverle independencia y discurso a ese sector. Como movimiento intelectual «metapolítico», trabajó al margen de los partidos y desarrolló un corpus doctrinal con el que fundamentar una «verdadera cultura de derecha» el cual, además del tema migratorio, también abarcó otros asuntos polémicos, como los de la irrupción del tercer mundo, el aborto, la revisión crítica del cristianismo, del liberalismo y del marxismo, el cuestionamiento de la Unión Europea y el del imperialismo estadounidense.
Ese movimiento se reconoció influido por la «Revolución Conservadora» alemana de tiempos de la República de Weimar, nutrida por Nietzsche, Mohler, Jünger, Heidegger, Spengler y otros, que en su época rechazó los legados de la Revolución Francesa y del liberalismo decimonónico. Alegó asimismo que el factor cultural ‑en particular las creencias y representaciones simbólicas‑ es quien condiciona la voluntad y la acción humanas y que, por ende, las ideas dominantes son el eje del devenir de la historia, antes que cualquier otro factor, como la economía.
Ese movimiento también postuló una concepción biológico‑cultural que exaltaba la raíz indoeuropea de dicho «pueblo europeo», cuya identidad defendió frente a la colonización cultural angloestadounidense y la penetración de inmigrantes de otras regiones, especialmente del tercer mundo.
Por otra parte, denunció la presunta hipertrofia del igualitarismo y el universalismo derivados del cristianismo y de las ideas del siglo XVIII y emprendió una crítica general de la cultura occidental y la modernidad, en sus aspectos tanto religiosos como seculares, junto con una crítica de la sociedad mercantilista y de consumo. [6]
En los años de la Guerra Fría, Benoist sostuvo que Europa debía resurgir «frente a la dictadura del Gulag y la del Bienestar». Tras el derrumbe del llamado Campo Socialista, sostuvo que el principal enemigo era el liberalismo atlántico‑estadounidense u «occidental», así como sus «sucedáneos» la socialdemocracia y el modelo de democracia basado en un consenso pasivo subordinado al egoísmo del interés económico. A la vez, negó que sobre la diversidad de los pueblos pudiera implantarse un modelo único de democracia, y postuló una democracia orgánica que, fundada en la soberanía nacional y popular, no sería antagónica a un poder fuerte porque plasmaría las nociones de autoridad, de selección y de élite.
En ese contexto, Benoist señaló un conjunto de otros problemas contemporáneos. Con la premisa de que hoy por hoy los conocimientos se multiplican aceleradamente sin que el conjunto de sus consecuencias llegue a comprenderse, y que a la par el mundo integrado por conjuntos cerrados es remplazado por uno constituido por redes interconectadas, argumentó que es indispensable revisar las ideas y la institucionalidad vigentes.
En particular, destacó la impotencia de los partidos, los sindicatos, los gobiernos y las demás formas establecidas para la conquista y el ejercicio del poder. A lo que añadió la obsolescencia de los campos y delimitaciones que tradicionalmente habían caracterizado a la modernidad, tales como el caso de la distinción política entre la derecha e la izquierda, que la Nueva Derecha remplazaría. [7]
En el plano moral, Benoist criticó a la sociedad contemporánea que, por demasiado permisiva, propicia la pérdida de los valores morales, y señaló un conjunto de males que afectan a millones de personas, como la inseguridad en las calles, la violencia generalizada, la precariedad de la vida, la «barbarización» de las relaciones sociales y la pérdida de la cultura del respeto, etc.
En contrapartida, abogó por fortalecer la familia y los signos de la identidad nacional, que el pensamiento neoconservador cree fundamentales para recuperar la cohesión y disciplina sociales frente a las amenazas de la multiculturalidad social. Asuntos que, recalcó, exigen un claro establecimiento de las jerarquías, una mayor preeminencia de las obligaciones frente a los derechos y, desde luego, fortalecer la autoridad.
Con la diversidad de matices que caracterice a cada tiempo y circunstancia locales, los postulados de Benoist aún expresan a gran parte de la extrema derecha y, bajo el centelleo de los estilos y recursos actuales, el de la «nueva» derecha.
Antecedente político
Unos años después, a comienzos del siglo XXI era evidente que los principales referentes de la derecha europea ‑‑los De Gaulle, Andreotti, Tatcher, Kohl o Chirac‑‑ aún correspondían al estado de cosas que reinaba cuando esa región se dividía en dos bloques, el Oriental y el Occidental, respectivamente sujetos a las hegemonías soviética y estadunidense [8] . Mas la perspectiva principal de los europeos había pasado a ser otra: construir una Europa unitaria capaz de congregar un gran espacio económico y político emancipado de la tutela estadounidense.
En su etapa inicial, el motor de las transiciones que permitieron avanzar en el proyecto de la Unión Europea fue la fogosa socialdemocracia de aquel entonces, que todavía no daba signos de abandonar el proyecto social ni la identidad política que históricamente la habían caracterizado, los cuales más tarde perdería ‑‑junto con buena parte de su credibilidad y electores‑‑ tras su conciliar sus propuestas con las del neoliberalismo, bajo el influjo oportunista de la «tercera vía».
A la sazón, los personajes más encumbrados de la derecha europea eran José María Aznar y Silvio Berlusconi, ninguno capaz de liderar un nuevo proyecto regional para esa vertiente política. Aznar, por su incapacidad para trascender su formación franquista. Berlusconi, por su catadura moral, subordinada a su avidez empresarial. Ambos, aferrados a sus respectivos localismos políticos que, lejos de entender la globalización como una oportunidad a escala europea, se reducían a tomar sus respectivos países como cotos donde fortalecer sus intereses partidistas, con el control y hasta la apropiación de los medios de comunicación y de las empresas por privatizar. [9]
Así las cosas, tras la desaparición de la URSS, los cambios en China y el aceleramiento de la globalización, al acercarse el siglo XXI en Europa la derecha aún carecía de un proyecto y un liderazgo actualizados, mientras que la socialdemocracia ‑‑antes unos que otros‑‑ había iniciado la degradación de su consistencia programática y política, lo que ahora todavía busca cómo remediar. El liderazgo desempeñado por el Gerhard Schroeder de los primeros tiempos y por Leonel Jospin en la construcción del proyecto europeo aún demoraría en ser remplazado por el de los derechistas Ángela Merkel y Nicolás Sarkozy.
En esa coyuntura, la formación de una «nueva» derecha ajustada a las expectativas posteriores a la Guerra Fría encontró dos posibles vertientes: por un lado la legada por la revolución conservadora que los gobiernos de Reagan y Tatcher impulsaron en los años 80 y, especialmente, los respaldados por los neoconservadores o neocons que en los 90 dominaron ambos períodos de George W. Bush. Por el otro, la versión europea, crítica de la hegemonía angloestadounidense, sostenida por la Nueva Derecha francesa.
La Revolución Conservadora
En Estados Unidos, la revolución conservadora se empeñó en acabar con los frutos de medio siglo del New Deal de Franklin D. Roosvelt y los de la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson, que constituían el núcleo de las herencias del movimiento liberal estadunidense como, por ejemplo, la política fiscal dirigida a garantizar la adecuación de la demanda social, el esfuerzo por redistribuir el ingreso a favor de los ciudadanos de menores ingresos mediante instrumentos como la seguridad social, y la creciente regulación pública de ciertos sectores estratégicos como el complejo militar‑industrial. Luego de que por varios decenios los estadunidenses habían percibido al Gobierno como un amigo paternal, el mandato de Reagan se inició con el slogan de que «el Gobierno es el problema, no la solución», y se orientó a un brusco recorte de las facultades y servicios del sector público.
Esa ofensiva conservadora buscó eliminar las políticas de acuerdo social instauradas desde la postguerra, cónsonas con la ampliación de las libertades públicas, los derechos sociales, la orientación keynesiana de la economía y el Estado de Bienestar, que ya eran parte del patrimonio sociocultural de la población. De esta forma, se limitó la participación del Estado en la economía a través de la desregulación y las privatizaciones, se redujeron los impuestos a la minoría más adinerada y se incrementaron los gastos militares.
A la vez, como expresión de una política muy ideologizada, se marginó a los sindicatos y demás organizaciones sociales de la toma de decisiones y se insistió en que sus demandas eran incompatibles con la racionalidad económica y el interés nacional. Quienes no comulgaban con las tesis neoliberales de desregulación de los mercados, eliminación del sector público empresarial y equilibrio presupuestario más allá de los ciclos económicos, fueron sistemáticamente marginados de los medios académicos, servicios de consultoría, organismos multilaterales y grandes medios de comunicación. Al avanzar los años 80, el predominio de esas tesis fue tan asfixiante que se impusieron como pensamiento único.
No obstante, la revolución conservadora al cabo perdió aliento, luego de sumir a Estados Unidos en el mayor déficit fiscal de la historia, generar un aumento exponencial de la desigualdad y la exclusión sociales, y provocar una cadena de crisis financieras que tuvieron crecientes efectos internacionales a consecuencia de la globalización. El desencanto social decidió las siguientes elecciones.
Sin embargo, el regreso al Gobierno de los demócratas estadunidenses y de los laboristas británicos dejó a la vista que la revolución conservadora ya había arraigado en la cultura política de ambos países. Los gobiernos de Tony Blair y Bill Clinton respetaron las tesis básicas del conservadurismo, conformándose con implantar lo que Joaquín Estefanía denominó «un tetcherismo y un reaganismo de rostro humano« [10] .
Los neocons
Mientras gobernó el Partido Demócrata, los técnicos estadounidenses de la revolución conservadora permanecieron atrincherados en una amplia diversidad de fundaciones y think tanks financiados por poderosas transnacionales. Y durante ese lapso elaboraron el llamado Proyecto para un nuevo siglo americano, su propuesta doctrinaria para el lanzamiento de una gran ofensiva neoconservadora para el siglo XXI ‑‑de donde les viene el apelativo de neocons‑‑.
Personajes como Cheney, Wolfowitz, Perle, Rumsfeld, Rice, Ashcroft, Kristoll y Kagan, entre otros, como continuadores reciclados del conservadurismo de los años 80, adoptaron a Geoge W. Bush como candidato, fusionaron al «partido de las ideas» con el «partido de los negocios» y contribuyeron denodadamente a derrotar la candidatura demócrata de All Gore. Entendieron su misión como una cruzada destinada a implantar una época conservadora en el plano cultural y moral, a erradicar la concepción laica de la vida ‑‑desde la obligatoriedad del rezo en las escuelas públicas hasta la proscripción de la teoría de Darwin‑‑, a combatir al igualitarismo, el ecologismo, al feminismo y la tolerancia sexual, así como a entronizar la preeminencia de la seguridad sobre las libertades cívicas.
Para imponer esa nueva época, los neocons se figuraron tal cruzada como una contrarrevolución permanente con objetivos de mediano y largo plazos para maximizar sus realizaciones y consolidar su perduración [11] .
Obsesiones suyas son hacerle frente al debilitamiento de la hegemonía estadunidense y a la decadencia de su concepción de la democracia occidental, para «restaurar» un cuerpo social debidamente ordenado, disciplinado y jerarquizado. De allí su apremio por convertir la percepción de incertidumbre provocada por la globalización y por la crisis en un temor social por la seguridad, en transformar las controversias políticas y socioeconómicas en conflictos etnoculturales y religiosos, en crear y señalar «enemigos» y amenazas que justifican generalizar medidas de excepción, y descalificar a todo crítico y alternativa política.
Su objetivo es barrer las limitaciones dejadas por las pasadas reformas liberales y movimientos cívicos. Manifestaciones suyas son tanto las políticas directamente dirigidas a beneficiar a las grandes corporaciones como la defensa del fundamentalismo cristiano, así como entronizar la noción estadounidense de civilización y democracia occidentales por cualquier medio, incluso el militar. El apogeo de su influencia se desató con el máximo aprovechamiento de la oportunidad que les fue deparada por los brutales atentados del 11 de Septiembre, ocasión que les permitió ampliar su incidencia sobre los mayores medios de comunicación, acotar y retrotraer libertades públicas y derechos ciudadanos, así como desatar las guerras ‑‑más empresariales que punitivas y culturales‑‑ de Irak y de Afganistán.
La «nueva» derecha española
Por su parte, la «nueva» derecha española, en tanto que movimiento, es una mezcla de innovación y conservadurismo, y de agresividad rupturista con apelación a los valores de la época franquista. Su agresividad apabulla las posiciones de la derecha centrista y democristiana aparecidas durante la transición postfranquista, que respetaron la institucionalidad democrática. En contraste, esta derecha no solo llama a quebrar las restricciones que la democratización le impuso a la clase dominante, sino a plasmar la «imagen invertida de la revolución permanente», dándose el papel de «fuerza ordenadora de un mundo inestable y amenazado, sometido a terrorismos de enorme ubicuidad y fuerzas morales perversas». [12]
Como cabeza, pues, de una contrarrevolución permanente destinada a restaurar el orden que la transición democrática y la renovación capitalista «corrompieron» en los últimos lustros, esta «nueva» derecha demanda acciones tan extremas como la guerra. Pero ya no contra el terrorismo, la delincuencia y las drogas, sino contra cualquier elemento susceptible de convertirse en «enemigo interno». Asimismo, reclama instaurar la «autodefensa preventiva», que implica no solo hacer a un lado el orden jurídico que ampara los derechos ciudadanos, sino entronizar las políticas de excepción y los métodos policiales como pauta de gobierno, sin esperar a que el presunto enemigo cometa los actos que se le presuponen.
Tales argumentos, más que representar un corpus intelectual a la usanza de la Nueva Derecha francesa, exhiben un discurso que reacomoda reminiscencias de la ideología franquista con planteamientos del reaganismo estadounidense de los años 80. Pero coinciden en idéntico afán por desterrar los valores de la Revolución Francesa, el liberalismo y las conquistas de las revoluciones europeas de 1968, a lo que se agregan las obsesiones reaganistas contra la equidad social y etnocultural, el sindicalismo, el feminismo, la tolerancia sexual, el ecologismo y demás conquistas de la democracia avanzada, y contra los pueblos y personas de fe islámica.
Por otra parte, frente a los síntomas de esclerotización y pérdida de eficacia del sistema político establecido, de sus partidos y sus instituciones parlamentarias, así como ante la insensibilidad de los medios de comunicación frente a las nuevas necesidades y demandas sociales, esta derecha procura presentarse a sí misma como una opción antipolítica crítica del sistema establecido y como la opción extrasistémica capaz de cambiarlo. Por consiguiente, pretende ser la nueva vocera y alternativa del olvidado hombre común, de sus miedos y sueños frente a un sistema político insensible y agotado.
De este modo asume un acentuado perfil populista, que constituye una de sus características más notorias. Perfil a su vez reforzado por la sagacidad de la «nueva» derecha para asumir a los medios y las técnicas de comunicación y publicidad masivas como el instrumento político capaz de servirle como alternativa frente a la decadencia de los instrumentos tradicionales de organización y acción político‑electorales. Y, además, de traducirlo en una resuelta disposición para explotar el campo mediático al mejor estilo estadounidense.
En América Latina, la «nueva» derecha se apoya medularmente en este recurso, al que prioriza a cualquier costo, nutriéndolo con las mejores asesorías, tanto estadounidenses como de latinoamericanos formados en la escuela estadunidense de estudio y manipulación de la opinión pública.
Retóricas por realidades
Hoy vivimos ‑‑y se compite políticamente‑‑ en medio de demandas y tensiones sociales más complejas y dinámicas que aquellas en las cuales se fundaron los actuales sistemas de representación y gestión política. Las normas y organizaciones sociopolíticas tradicionales han perdido confianza pública, mientras que los medios de comunicación más poderosos superan la capacidad de los partidos tradicionales para contactar y orientar a una masa plural de fracciones sociales que carecen de otras vías para percibir e interpretar la realidad. En estas circunstancias, el populismo de derecha adopta la industria de la comunicación como vehículo de performance que ‑‑remplazando a la vieja propaganda‑‑ entroniza una retórica destinada a suplantar la realidad, a la vez que alinea a los medios más penetrantes como instrumentos de poder político.
Las retóricas mediáticas se explotan como un sucedáneo que acomoda y remplaza la realidad efectiva para un público económica, social, cultural y demográficamente segmentado, que tiene limitadas posibilidades de percibir y entender al conjunto de la situación, y de compartir sus interpretaciones.
Quien domina los medios está en ventaja para imponer la agenda temática alrededor de la cual se enfoca el interés y el consiguiente debate de la mayor parte de la sociedad, así como para calificar a sus actores y argumentos. El predominio mediático permite destruir o construir reputaciones tanto de ideas y personas como de proyectos y propuestas, lo mismo que tergiversar unas opciones o relegarlas al anonimato o la marginalidad, y de ayudar a que otras puedan prevalecer.
Con ese respaldo, el populismo de derecha puede convertir esa nueva forma de presentar la opción reaccionaria en una alternativa más generalizada y «popular» que la izquierda; sobre todo cuando ésta última no ha sabido renovar y promover sus propuestas a través de lenguajes y métodos más frescos, accesibles y persuasivos.
Como observa Emmanuel Rodríguez [13] , en esa explotación del modelo que articula dichos moralismo, radicalidad, populismo y estrategia mediática igualmente coinciden tanto los neocons estadounidenses como Silvio Berlusconi. Aparte de que dichos medios de comunicación «normalmente» son propiedad ‑o están bajo control‑ de intereses social, económica e ideológicamente afines a los patrocinadores de las campañas neoconservadoras, finalmente constituyen un conglomerado capaz de encumbrar la iniciativa neoconservadora por encima de los correspondientes partidos conservadores. En no pocas oportunidades el «estado mayor» del conglomerado mediático ‑el «partido» mediático‑ le fija la agenda al partido tradicional, invirtiendo los términos entre el manipulador informativo y la organización política que da la cara por él.
Parecidos de familia
Así pues, cabe reconocer un conjunto de características que las diversas modalidades de la «nueva» derecha comparten ‑‑en uno u otro grado‑‑ en Estados Unidos y América Latina. Sin agotar la lista, ni suponer que todos estos rasgos invariablemente deben aparecer en cada uno de los casos, sobresalen los siguientes:
1. La pretensión y el discurso mesiánicos, según los cuales la perduración del orden sociocultural y económico «occidental y cristiano» ‑o alguna noción equivalente‑ está amenazado por los excesos del legado liberal, la permisividad, la decadencia del sistema político tradicional o las ideas revolucionarias o socialistas, amenazas que hacen necesario anticipar una enérgica cruzada correctiva para restaurar los valores morales tradicionales, reinstaurar el orden, la disciplina y las jerarquías sociales, restablecer la seguridad pública y garantizar el buen gobierno y mejorar la rentabilidad del capital.
Esa intención correctiva, y la demagogia que la proclama, idealizan un orden político y moral históricamente ya pasado, y aspira a retrollevar la sociedad nacional a ese estado anterior, lo que identifica literalmente el propósito retrógrado o reaccionario de ese movimiento, pese a la novedad «revolucionaria» de sus formas y métodos.
2. La invasión del campo clásico de la política por un conspicuo personaje de determinada fracción o grupo de la élite empresarial y de sus operadores directos. Ello se justifica con la presunción de que el estilo de decisión y mando característico de la gestión empresarial es supuestamente superior y que se puede trasplantar sin más a la gestión pública. Esta invasión se excusa en el supuesto de que ese modo de dirigir hará menos deliberativa y más eficaz la administración del Estado, como si los procesos y confrontaciones sociales ‑y las opciones para darles solución política‑ se pudieran decidir por decreto.
Cuando el liderazgo político, o en su caso el gubernamental, se ejerce por interpuesta persona ‑‑un dirigente que no es gran empresario‑‑, éste asimismo adopta un amaneramiento «ejecutivo», que también busca descalificar al político profesional como ineficaz y prescindible. Ese manierismo retórico procura sugerir más eficacia pragmática que valores sociopolíticos, con la intención de mostrar a esos «nuevos» líderes y candidatos como si fueran actores dotados de exitosa experiencia empresarial ‑‑o similares a quienes sí la poseen‑‑, esto es, como la oportunidad que el burgués competente le ofrece al país para implantar un nuevo tipo de gestión pública u «otra forma de gobernar», para decirlo en palabras de Sebastián Piñera.
3. Sin embargo, el grupo económico que abandera la «nueva» derecha no ejerce su poder político para gobernar conforme al interés del conjunto de su clase, sino que conquista el poder público para coaccionar a los demás sectores de la burguesía y subordinarlos a sus intereses de grupo hegemónico, tal como lo hace Ricardo Martinelli. Y de idéntica forma, usa ese poder para castigar y someter a las organizaciones y personalidades representativas de las demás clases o grupos sociopolíticos y neutralizar todo foco de crítica o resistencia. El cumplimiento de estos propósitos no elude apelar sistemáticamente a prácticas como la intimidación, las penalizaciones extrajudiciales y el soborno, que se aplican de formas más o menos selectivas, discretas o públicas según las conveniencias coyunturales del momento en que se ejecuten.
4. Se adopta una retórica y actuación agresivas que introducen en el debate público determinado paquete de advertencias morales y un estilo cesarista y mesiánico, para instrumentar la exigencia de aplicar acciones extremas y medidas de excepción y adoptarlas como norma de gobierno. Por ejemplo, la reiterada apelación que George W. Bush hacía de citas bíblicas como argumento para imponer políticas de excepción, con las cuales su gobierno cercenó importantes derechos ciudadanos con el alegado fin de combatir espantajos externos como el terrorismo internacional, y espantajos internos como el narcotráfico, la inmigración o la pornografía.
En definitiva, lo que se combate no es el mal que se señala, sino el espectro construido a colación suya, con lo cual el tema se aprovecha para golpear a terceros, incluso más que a los propios causantes o actores reales del mal que se dice querer atacar.
Queda descartado, así, el discurso presidencial clásico, moderado y paternalista, que de esta forma se pierde ante un estilo rupturista, cuyo lenguaje mesiánico justifica destruir los consensos y acuerdos sociales, y eludir la legalidad, que antes dieron base a derechos ciudadanos básicos en materia de seguridad social, pensiones, educación, función representativa y negociadora de los sindicatos y organizaciones sociales, desde tiempos del New Deal y de la segunda postguerra mundial.
5. Para implementar ese cesarismo, destaca el afán obsesivo y apremiante por controlar y someter a los otros Órganos del Estado y demás instancias de la gestión pública, y de imponer una rápida concentración del poder en manos del Ejecutivo. Se adopta un estilo vertical de mando que reduce y estrecha los ámbitos de consulta y deliberación, que margina las organizaciones de la sociedad civil y pronto pone en crisis la institucionalidad democrática, desconoce sus campos de autonomía y normas de funcionamiento, anula la seguridad jurídica y desvanece los límites entre lo público y lo privado.
La «nueva» derecha, como la extrema derecha, no reconoce la legalidad como tal sino como obstáculo por eludir o remover.
Parte sustantiva del apremio por controlar o someter a los demás órganos del Estado tiene objetivos muy específicos: el Poder Judicial y el Ministerio Público para hacerlos de la vista gorda o para interpretar las normas según el interés político, económico o personal de la nueva autoridad, y para judicializar la represión a los críticos de las acciones gubernamentales. La del Poder Legislativo para modificar o remplazar las normas legales, y agregar las que vengan al caso para imponer como regla las decisiones de la nueva autoridad sin darse la molestia de consensuarlas.
6. A la vez, se entroniza una forma populista de mandar que, con masivo respaldo mediático, se apropia de los temas, estilos y rostros de mayor rating y se arroga la representación de la masa de los ciudadanos modestos y anónimos, prodigando promesas de ocasión para complacer sus demandas y anhelos, sin consideración por la factibilidad, la prioridad y la sostenibilidad de tales ofrecimientos, ni de su pertinencia respecto a una estrategia de desarrollo socioeconómico de mediano y largo plazos.
Como parte del charm populista buscado, la «nueva» derecha hace una prolija exhibición de actitudes, modos de vestir, procedimientos y prácticas que la hagan verse como «antipolítica», contrariando las formas habituales de la política para pintarse con los rasgos de un género atípico de liderazgo ‑presuntamente antisistémico o outsider‑ que se suponga crítico del orden existente, a la vez que ajeno y contrapuesto a las opciones ofrecidas por las instituciones y dirigentes políticos ya conocidos, y al tiempo capaz de enderezarlas o remplazarlas sin demora. [14]
7. Redirigir los disgustos sociales sobre otros blancos, escogidos al efecto, lo que incluye desplegar una permanente ofensiva mediática en torno a determinadas ideas‑fuerza (seleccionadas conforme a los objetivos de la «nueva» derecha, la coyuntura política por sortear y las características ‑y vulnerabilidades‑ de los adversarios que se quiere descalificar). Por medio del énfasis reiterativo sobre ese núcleo temático se selecciona y caracteriza al enemigo a batir, ya sea la izquierda, los corruptos, los negros, los judíos, los inmigrantes, la delincuencia o el terrorismo (o alguna combinación de dos o más de ellos), para justificar medidas de excepción o represión que en la práctica afectarán a la mayoría de la gente.
Para esto, la «nueva» derecha escoge, atiza y teledirige malestares reales existentes en la población y los alinea contra los blancos que su campaña selecciona al efecto, para dirigir sobre ellos el disgusto colectivo [15] . Como, a la vez, construye metódicamente la imagen de un liderazgo y un propósito deseables, tales como «el cambio», la seguridad en las calles o la cárcel para anteriores dignatarios. Quien domina los medios no necesita identificar la naturaleza del «cambio», como tampoco probar la culpabilidad de los acusados, ya que el linchamiento mediático no lo requiere.
8. A menudo, en ese contexto la democracia real es remplazada por una simulación plebiscitaria, que lleva a votación ciudadana determinados temas que real o supuestamente son de interés público, «para que sea el pueblo quien decida». Sin embargo, se retiene la selección y la formulación de tales temas, cuyo control permanece en manos del Ejecutivo, quien dedica al proceso una masiva campaña publicitaria que, con recursos públicos, apoya las opciones que le interesan.
Este procedimiento ‑que fue uno de los predilectos de Benito Mussolini‑ facilita que el gobierno eluda consultar y consensuar con otros sectores sociopolíticos las medidas que quiere adoptar, a fin de imponerlas con la excusa de que éstas se asumen por decisión «del soberano». Lo que permite ocultar los planes efectivos que el gobierno se guarda para el mediano y largo plazos, que solo se revelan a medida en que el régimen convoca a nuevos plebiscitos.
9. Con frecuencia, a todo lo anterior se agrega un persistente afán por anunciar e inaugurar obras o acciones monumentales, no necesariamente imprescindibles pero siempre de gran impacto escénico y un costo muy elevado. Estas lo mismo podrán ser grandes edificios o remodelaciones urbanas, o también enormes movilizaciones militares de talla extracontinental, como las dos invasiones a Irak.
El clima y la ocasión oportunos
¿Cuál es el trasfondo motivador de la «nueva» derecha en las Américas de nuestros días? La universalización de la crisis que emergió en el 2008 ‑que no sólo es mundial sino que tiene ominosa presencia en múltiples instancias de la realidad [16]‑, la que exacerba las incertidumbres y frustraciones propias de la declinación del capitalismo, por lo menos la del capitalismo que conocemos.
Sumándose a la falta o insuficiencia de proyectos alternativos, la crisis acelera los sentimientos generalizados de inseguridad, no apenas por carencia de protección policial suficiente, sino por precariedad del trabajo, de la vivienda, del estatus social, así como pérdida de previsibilidad y de confianza en las expectativas. En Europa y Estados Unidos, tensa la relación con personas y colectividades de otras etnias y culturas.
En un ambiente de fluctuaciones económicas, políticas y culturales impredecibles, una plebe extraviada, ahora herida y furiosa por los efectos de la recesión, se mueve a la deriva por todo el espectro político, de forma que un día elige a Obama y otro lo repudia [17] . Por eso, al explicar la derrota sufrida en Massachusetts en febrero del 2010, el propio Barack Obama señaló: «La misma cosa que propulsó a Scott Brown [18] al cargo, me propulsó a mí a la presidencia. La gente está enojada, y está frustrada».
Circunstancia que, precisamente, depara el ambiente psicológico proclive al discurso mesiánico de la «nueva» derecha, demagógicamente prometedor de correcciones, «cambios» y certezas eficaces a corto plazo, con líderes machos que dicen saber lo que hacen y tener el coraje o la falta de inhibiciones necesarios para hacerlo. E igualmente, con adversarios convenientemente escogidos y abatibles [19] , para asegurar un pronto regreso a la situación y las reglas de antaño, ya sabidas, donde superar tales incertidumbres con las ventajas de quien retorna al pasado con todos los saberes del futuro.
Pero, más concretamente, el auténtico motor del asunto está en el objetivo de garantizar la seguridad y la mayor rentabilidad del capital, amenazado no solo por la crisis económica sino por la eventualidad política de que la inconformidad social se traduzca en desbordamientos y rebeliones, ya sea como caos o como revolución. Esto es, para proteger al capital adelantándose a restablecer las condiciones de orden, disciplina y jerarquización sociales requeridas no solo para salvaguardar al régimen preexistente, sino para quitarle del camino las restricciones y la cultura igualitarista que en el último siglo le han mermado la tasa de ganancias: las de protección y solidaridad sindicales, redistribución del ingreso, seguridad laboral, prestaciones sociales, de derecho a informar, organizarse y rebelarse, etc.
En la intimidad se trata, por consiguiente, de un programa neofascista, aunque evada confesarlo. La «nueva» derecha no es conservadora sino extrema derecha, tanto por su plataforma económica como por su fundamentación ideológica y política. Aunque se trata de un fascismo civil envuelto en prendas más coloridas.
Para cumplir ese programa se requiere una notable concentración del poder; para lograrla, todo evento es aprovechable. En el caso estadounidense, antes recordamos cómo el 11 de septiembre de 2001 la falange de neocons que rodeaba a George W. Bush se apresuró a sacarle partido a esos brutales atentados para promover la campaña que justificaría recortar derechos civiles e invadir a Irak, manipulando la desazón ciudadana, aun a sabiendas de que el régimen de Hussein no era parte del asunto.
En América Latina, Sebastián Piñera reveló ese oportunismo con un singular aprovechamiento del terremoto de febrero de 2010. Al anunciar que esa tragedia implicaba reformar su programa de gobierno, antes de reconocer la prioridad de atender a las víctimas y reconstruir las infraestructuras dañadas, destacó los saqueos suscitados en Concepción para afirmar que «se está perdiendo el sentido del orden público» y que «la gente necesita tranquilidad y orden público», así que en el programa se recurrirá a todos los medios que los garanticen, algo para lo cual «nuestras Fuerzas Armadas están preparadas». [20]
La capacidad de reprimir precede a la obligación de abastecer. Así, aunque después supo matizar lo dicho, la nuez del asunto quedó debidamente esclarecida.
La perspectiva de la derecha estadounidense
Las limitaciones del presidente Obama para actuar a la altura de sus promesas, y su temprana vuelta a varias políticas del gobierno anterior, no serían óbice para que, sin mayor espera, la derecha estadounidense saliera a cobrarle el mayor precio por el revés electoral que les había infligido. Organizándose para tomar la ofensiva en las elecciones parlamentarias de medio período, en febrero de 2010 se celebraron, por separado, sendos cónclaves del Tea Party Movement ‑‑la rama más tosca y populachera del fundamentalismo conservador‑‑ y del llamado Conservadurismo Constitucional ‑la derecha elegante‑.
Ambas ramas coincidieron, en sus respectivos lenguajes, en la finalidad de desarrollar «la más implacable campaña de descrédito y desgaste contra un gobierno electo de que se tenga memoria en la política estadounidense» [21] , gobierno que desde temprana fecha acusaron de «socialista». Dichos cónclaves hicieron ver que los neoconservadores no se conformarán con recuperar el control de Congreso y enseguida el de la Casa Blanca ‑el de la Corte Suprema ya lo mantuvieron [22]‑, sino que se dirigen a eliminar definitivamente los contrapesos institucionales y legales que antes le han cerrado el camino al neofascismo en ese país; es decir, a cambiar todo el sistema.
Bajo la rectoría del presidente de la Fundación Heritage, el Conservadurismo Constitucional proclamó la Declaración de Mount Vernon, que recuperó lo esencial del Proyecto para un nuevo siglo americano, de finales de los años 90, que los neoconservadores redactaron luego del revés sufrido ante Bill Clinton.
Dicha Declaración vuelve al clásico recurso de invocar, a su manera, los principios de la Declaración de Independencia y de la Constitución, y de usarlos para alegar que en las últimas décadas éstos fueron minados y redefinidos por reiterados extravíos radicales y multiculturalistas en la política, las universidades y la cultura estadounidenses. Esto de por sí manifiesta un claro repudio a las conquistas cívicas obtenidas en los años 60 y 70 del siglo pasado, y no solo a las iniciativas que eventualmente la administración Obama pueda agregar.
En consecuencia, alega que urge un «cambio» que vuelva a poner al país en la senda de tales principios. Y para eso pregona un conservatismo constitucional consagrado a sostener un gobierno de salvación nacional «que garantice estabilidad interna y nuestro liderazgo global». Entre esos principios destacan, desde luego, no solo los de libertad y la iniciativa individuales, sino los de libre empresa y reformas económicas basadas en las relaciones de mercado, además de la tradicional defensa de la familia, la comunidad y la fe religiosa.
Estamos, pues, ante un nuevo llamado a la contrarreforma ‑antes bien, a la contrarrevolución preventiva‑ no solo a escala estadounidense sino con proyección global, tanto por la argumentación en que se apoya y el destino que este movimiento se arroga, como por la naturaleza de la potencia en cuyo nombre se proclama esa intención.
América Latina en disputa
En gran parte de América Latina las agrupaciones progresistas mantienen la iniciativa política, pero ya está en curso una importante contraofensiva de la «nueva» derecha. Nos encontramos ante un anchuroso mosaico social que está en disputa y ‑como corresponde a tiempos de transición‑ donde hay diversas opciones abiertas. Por un lado, esa «nueva» derecha tiende a prevalecer sobre las formaciones conservadoras tradicionales, pero sin marginarlas. Por el otro, el panorama de las izquierdas es más heterogéneo, como es natural a su naturaleza cuestionadora y creativa, que explora diversidad de caminos.
En nuestra América las incertidumbres y precariedades, agravadas por las políticas neoliberales y su fracaso, concurren con el anterior abandono de los referentes y proyectos desarrollistas y revolucionarios de los años 60 y 70, y con la insuficiencia de otras propuestas más eficaces para los tiempos que corren. La crisis social está más avanzada que el desarrollo de nuevas alternativas político‑ideológicas.
Tras tantos años de insatisfacciones la gente está harta, sin que eso signifique que ya es consciente de sus posibles alternativas históricas. Así las cosas, ese difuso y multiforme malestar social ha contribuido a fortalecer el apoyo electoral a opciones de izquierda, pero no necesariamente a aceptar alternativas más radicales. El dolor y la irritación por las consecuencias de la desigualdad extrema, el empleo precario y la miseria conviven con el descrédito de los sistemas políticos conocidos y, a la vez, con una extendida sensación de temor que viene de la falta de seguridades y la frustración de expectativas.
Es en ese contexto que ahora toca medir fuerzas con una derecha renovada y mejor articulada que viene a disputar el campo político. Y que viene a hacerlo con los recursos que ya sabemos: el predominio mediático, una orquestación continental y unas consignas populistas que tienen la fuerza de una brutal simplificación de los problemas y expectativas populares, que no necesita mayores esfuerzos explicativos. La naturaleza elemental y retrógrada de esas consignas facilita su asimilación. [23]
En períodos así el piso político es movedizo: abundan los realineamientos ‑tácticos, programáticos e ideológicos‑ de las dirigencias de los partidos políticos y organizaciones, como también de los sectores sociales que ellos pretenden representar. Esto es un espacio propicio para cualquier género de aventureros, como Fujimori. Pero si bien es cierto que la crisis ‑económica, sociopolítica e ideológico‑cultural‑ propicia confusiones y recomposiciones, no por eso conlleva el supuesto «retorno a la derecha» que hoy predicen determinados «analistas» [24] . Al contrario, en ningún país latinoamericano hay un movimiento de masas en apoyo de proyectos contrarrevolucionarios.
Aunque aquí o acullá la izquierda política no ha renovado sus propuestas, la vida le da arraigo a una izquierda social que se extiende aunque todavía no esté conceptual ni organizativamente desarrollada. Si en vez de preguntar por las siglas partidistas se cuestionan los problemas diarios tema por tema, se comprueba que es falso que nuestros pueblos deriven hacia la derecha, pese a «la rémora histórica de confusión, desideologización y desorganización» que los deja inermes por obra del oportunismo de algunos liderazgos inescrupulosos. Por eso, las campañas de la «nueva» derecha se ven tan necesitadas de remedar discursos progresistas. [25]
Lo que pasó en Chile en las elecciones del 2009 no prueba otra cosa. La Concertación por la Democracia, que gobernó a ese país por 20 años, no fue un ejemplo de la reactivación que las izquierdas latinoamericanas experimentaron desde finales de los años 90 en rechazo a las tesis y secuelas del neoliberalismo. La Concertación fue producto de la etapa previa, de transición pactada de la dictadura a la democracia neoliberal (que tuvo lugar paralelamente a la conciliación de la socialdemocracia europea con el neoliberalismo). La subsistencia del modelo pinochetista de Constitución, institucionalidad pública, sistema electoral y economía de mercado así lo recuerda, a la vez que es huella de una transición democrática que quedó inconclusa.
El hecho de que esta subsistencia se instrumentara con participación de una parte de la izquierda debe evaluarse vis a vis con las importantes conquistas en materia de libertades públicas y derechos humanos que eso inicialmente facilitó, en su primera etapa. Mas no será sino ahora ‑paradójicamente, bajo un gobierno de la «nueva» derecha‑ cuando el pueblo chileno tendrá oportunidad de luchar para que la transición democrática se complete y por incorporarse al proceso de renovación del papel y la naturaleza de las izquierdas latinoamericanas. [26]
Una ofensiva articulada
Aunque en la tradición de las izquierdas el internacionalismo y la solidaridad ocupan un lugar relevante, en la actualidad la mayor parte de sus organizaciones latinoamericanas consume sus escasos recursos en las tareas nacionales. En los últimos lustros, tras la ofensiva neoconservadora de los años 90, lo demás no suele trascender el plano declarativo. Los foros internacionales son más ocasión de breves ejercicios de reflexión, que oportunidades para concertar cooperaciones de mayor plazo y alcances.
Es en la derecha donde sucede lo contrario. Hoy por hoy el sostenimiento de escenarios y actividades de instrucción y colaboración política internacional es mucho más constante y activo para sus organizaciones. Para esto hay un polo articulador: en América Latina todos los partidos reaccionarios de alguna importancia tienen vinculaciones con el Partido Republicano y con fundaciones y universidades conservadoras de Estados Unidos, lo mismo que con el Partido Popular español y fundaciones cercanas al mismo.
Los cuadros jóvenes de los partidos de derecha frecuentan cursos auspiciados por fundaciones y universidades conservadoras, particularmente en el área relacionada con el marketing político, con énfasis en la investigación y manejo de la opinión pública, y las técnicas para dirigir las comunicaciones sociales. Miami ya es un gran conglomerado de instituciones y cursos de formación en esas especialidades para los nuevos cuadros latinoamericanos de derecha.
Aparte de que, por supuesto, esas jóvenes promesas político‑empresariales acuden a las mismas universidades estadounidenses. Una notable proporción de los dirigentes político‑empresariales latinoamericanos son ex condiscípulos de cursos y postgrados en esas universidades.
Proliferan asimismo los eventos breves y conferencias de capacitación político‑ideológica que propician encuentros de las jóvenes promesas de la derecha con sus veteranos referentes europeos, latinoamericanos y estadunidenses. José María Aznar, por ejemplo, sin ser un intelectual de mediano brillo, se la pasa volando, en el literal sentido de la palabra. [27]
Por su parte, los mayores no solo asisten a las mismas conferencias en Estados Unidos, o las impartidas por gurús estadounidenses en ciudades latinoamericanas sino que, de manera más específica, se encuentran en las juntas directivas y las reuniones de accionistas de las mismas empresas. Las que, además, cada día operan en mayor cantidad de países de la región y fusionan sus respetivos intereses.
No es de extrañar, en consecuencia, que unos y otros piensen a nuestra América con los mismos parámetros, cultiven proyectos políticos similares, y se pongan de acuerdo en los mismos términos, para organizar sus actividades políticas solidariamente.
Aparte de la enorme diferencia que hay en la disponibilidad de recursos económicos, se puede decir que la derecha continental aventaja en este campo a las izquierdas también porque está en mejores condiciones intelectuales para aprovechar a favor suyo las ventajas de la globalización que, de paso, en ausencia de competidores de izquierda, es su globalización.
Pero más allá de eso, la piedra de toque del asunto está en que el núcleo político‑ideológico de la derecha estadounidense sigue activo y no le faltan organización, poder, recursos ni iniciativa, no solo para amarrarle las manos al Presidente Obama, sino para orquestar esta nueva contraofensiva de las derechas latinoamericanas.
Globalización, recursos y orquestación que, sin embargo, no constituyen un escollo al que las izquierdas deban resignarse, sino un reto que ahora les toca superar con los recursos de su creatividad e imaginación. En el actual mundo de las comunicaciones virtuales, cuando los pueblos de la región tienen muy buenas razones para desplazarse a la izquierda, ese tampoco será un reto demasiado difícil de remontar, una vez que somos conscientes de su trascendencia.
Contrahegemonía
En tiempos de la Guerra Fría, para que la derecha oligárquica pudiera imponer «cambios» dirigidos a rehacer al sistema y derogar las conquistas sociales, democráticas y progresistas ya institucionalizadas, fue necesario infligirle derrotas aplastantes y duraderas a la resistencia popular, instaurando las dictaduras de seguridad nacional y el terrorismo de Estado. Pero de entonces acá, las circunstancias regionales y mundiales, así como el desarrollo político alcanzado por una parte significativa de nuestros pueblos, hoy ese camino y sus eventuales alcances resultan más difíciles, como en 2009 lo reiteró el caso de Honduras. [28]
Para derogar esas conquistas sociales ahora la derecha tiene que apelar a otros medios. Y lo puede hacer en la medida en que la reacción ‑aprovechando para esto los recursos que le dan ventajas‑ logre explotar en su beneficio los malestares y confusiones sociales ya existentes, y organizar agrupaciones de miles «de seres humanos arrojados a la marginalidad, la ignorancia y la desesperación, para intentar hacer de ellos una fuerza de choque salvaje» contra los sectores ciudadanos más conscientes [29] , no solo en el plano electoral. Esa convocatoria a la coacción y la violencia es, precisamente, botón de muestra de la conducta fascista, arquetipo de la estrategia de contrarrevolución preventiva.
Captar esos malestares y desviarlos contra un blanco seleccionado al efecto permite distraer masas populares, e instrumentarlas al servicio de fines contrarios al interés popular de largo plazo. Para eso hay una demagogia consustancial al género de liderazgo ‑‑vertical y mediático‑‑ que la «nueva» derecha puede ofrecer.
Como bien anotó Gramsci en sus largos años de prisionero político del fascismo, demagogia significa «servirse de las masas populares, de sus pasiones sabiamente excitadas y nutridas, para los propios fines particulares» y las ambiciones de un Jefe. A lo que él enseguida añadió que el demagogo se presenta a sí mismo como insustituible, elimina a sus posibles competidores y apela a «entrar en relación con las masas directamente (plebiscito, etcétera, gran oratoria, golpes de escena, aparato coreográfico fantasmagórico)» [30] .
La magnitud de las amenazas que esa «nueva» derecha representa hoy resalta el valor que para las izquierdas siempre ha tenido ‑y la urgencia que ahora demanda‑ la tarea de formar conciencia y organización popular y clasista. Si las armas de esa derecha prosperan precisamente al incidir sobre una masa ignorante, afligida y desarticulada, superar esa debilidad popular es nuestra prioridad. El campo popular y latinoamericano es nuestro campo y en él nos toca derrotar a este invasor.
Frente a la ofensiva que la reacción arroja sobre esa masa para impregnarla con una subcultura de la derecha, es prioritario construir y movilizar en su seno una contracultura fundada en las necesidades, reivindicaciones y expectativas populares. Es con base en esa contracultura que se puede reivindicar la independencia del pensamiento popular y relanzar su solidaridad de clase. Una contracultura capaz de crecer como el cemento aglutinador y orientador de organizaciones donde la solidaridad de clase vuelva a primar sobre la atomización de las salvaciones individuales ‑místico‑religiosas, delincuenciales o neofascistas‑ que el neoliberalismo antes propició.
Solo la organización popular y plural ‑tanto barrial y comunitaria como laboral, gremial, cívica y política‑ puede convertir las ideas y aspiraciones de esa contracultura en una fuerza material, esto es, en una fuerza capaz de buscar y acumular su propio poder. Por consiguiente, en una contrahegemonía, una opción de poder que oponerle a los recursos y los fines de todas las derechas y del capital que las amamanta, como fuerza social y política que sí puede contenerlos y derrotarlos.
Lo que en igual medida prioriza el imperativo de articular frentes amplios donde articular la diversidad de las izquierdas sociales y políticas ‑y cerrar los vacíos donde pululan los aventuraros de todo tipo‑, con base en lo que en cada caso ellas tienen de común, a la vez que respetando sus respectivas personalidades y diferencias.
Notas:
[1] . No es el caso discutir aquí a qué se ha debido esta limitación, pues no es el tema a tratar en esta oportunidad, ni disponemos del espacio necesario para ello. De esa cuestión ya me he ocupado en otras páginas, como en Una coyuntura liberadora… ¿y después?, en Rebelión del 23 de julio del 2009, y en La brecha por llenar, premio Pensar a Contracorriente, La Habana, 2010.
[2] . Ver Kintto Lucas en Barómetro Internacional del 17 de diciembre de 2009.
[3] . Los resultados de ese empeño fueron valorados periodísticamente como una «oleada democratizadora» continental, presuntamente capaz de resolver por varios lustros los fenómenos de contracción económica, inflación y desempleo que ya venían creciendo. Pero pocos años después la aplicación de las políticas neoliberales que esas democracias legitimaron se tradujo en una «oleada» de frustraciones e ingobernabilidad que, aún antes de poner en entredicho al neoliberalismo, las puso en peligro a ellas mismas.
[4] . Eso coincidió con otros importantes acontecimientos a escala mundial, que igualmente contribuyeron a que este fuera un período de gradual degradación de los procesos nacional‑revolucionarios y ‑sobre todo tras el desmoronamiento de la URSS‑ de repliegue y posterior reformulación de muchos proyectos y organizaciones de izquierda.
[5] . Los casos más notorios fueron el Caracazo y las sublevaciones urbanas de Quito, el Alto, la Paz y Buenos Aires, que constituyeron claros presagios de lo que estaba por suceder en varias otras ciudades y países latinoamericanos.
[6] . La crítica del legado cristiano lo llevó a exaltar el paganismo originario de los pueblos europeos.
[7] . Ver José Pérez i Granados, Alain Benoist y la Nueva Derecha francesa, en Stormfront.org, 4 de julio de 2006.
[8] . Ver Jordi Solé Tura, La nueva derecha europea, en El País, Madrid, 18 de junio de 2001.
[9] . Los principales medios de comunicación quedaron en manos de Berlusconi. Las principales empresas privatizadas, en manos de allegados de Aznar. Lo que significa que al dejar el gobierno ambos seguirán reteniendo grandes cuotas de poder.
[10] . Ver Joaquín Estefanía, Los neocons, profetas del pasado, en El País, 14 de junio de 2004. La frase remeda la consigna de la «primavera de Praga», en 1968, de instaurar en Checoslovaquia un «socialismo con rostro humano».
[11] . Tanto en Estados Unidos como en Europa se ha señalado la «reconversión» de activistas de extrema izquierda en intelectuales neoconservadores, por efecto de la ofensiva neoconservadora y del desmoronamiento de la URSS. Esto explicaría el reiterado uso de categorías procedentes de León Trotsky (como la de revolución permanente) y de Antonio Gramsci (como la de la construcción de hegemonía cultural).
[12] . Emmanuel Rodríguez e Hibai Arbide, en ¿Nueva derecha? O la reivindicación del populismo frente al vacío de la izquierda, en Cuadernos Archipiélago, Barcelona, 2006.
[13] . Op. cit.
[14] . Las prácticas populistas se manifestarán asimismo en la explotación de formas de conducta y de lenguaje corporal y verbal que se le atribuyen al gusto popular, según la respectiva idiosincrasia nacional y de época. Se apela a imitar conductas machistas, estilos informales o «de trabajo», etc., que son parte sustancias de una nueva demagogia que más alude a la imitación populachera que sobrio al estilo popular.
[15] . Según la tesis de que , anger is an energy , el disgusto o el odio son una energía que se puede recoger, agitar y canalizar contra el blanco elegido sin considerar si este es responsable por el disgusto social que se le achaca.
[16] . Como crisis económica, financiera, alimentaria, energética, moral, del clima, de la seguridad ciudadana, del sistema político global, etc.
[17] . Ver Immanuel Wallerstein, El caos como cosa cotidiana, en La Jornada de 2º de febrero de 2010.
[18] . El reaccionario republicano que se alzó con la plaza de senador por Massachusetts que por varios períodos había retenido el demócrata liberal Tedd Kennedy.
[19] . El presidente Ricardo Martinelli, de Panamá, los identifica como «los políticos de siempre, los malos empresarios y la izquierda». Alocución televisiva reiterada durente finales de febrero e inicios de marzo de 2010.
[20] . De esa preparación el pinochetismo dejó larga constancia. Ver «Piñera dice que el terremoto provocará cambios en su programa de gobierno», en Argenpress del 1 de marzo de 2010.
[21] . Ver Obama entre el Tea Party y el conservatismo constitucional (I), en Cubadebate del 22 de febrero de 2010.
[22] . Así lo demostró su resolución de legalizar que las grandes corporaciones privadas inviertan sin limitaciones cuantitativas en las campañas electorales estadunidenses, en apoyo a los candidatos de sus preferencias, lo que acentúa el proceso de paulatina «privatización» del Congreso (y el menos gradual del Ejecutivo).
[23] . Ver Massimo D’Alema, La via progresista contro la destra que cavalca le paure, en Il Sole, 23 de febrero de 2010.
[24] . En particular lo predican, como hoja de parra, quienes antes desertaron de la izquierda cuando la ofensiva neoconservadora que siguió a «la caída del muro».
[25] . Ver Luis Bilbao, América Latina no gira a la derecha, en ALAI, América latina en movimiento, 11 de febrero de 2010.
[26] . Argentina, Brasil y Uruguay, que empezaron más tarde a restablecer la democracia formal, completaron ese proceso antes de elegir gobiernos progresistas, mientras que en Chile esa etapa previa se estancó antes de concluir. Ese estancamiento propició el ambiente de inmovilismo que, a su vez, predispuso a votar por otras opciones, incluida la de la «nueva» derecha.
[27] . Las izquierdas latinoamericanas no disponen de nada similar. Si bien sus encuentros pueden dar ocasión a meritorios ejercicios reflexivos, no cubren ese ambicioso espectro de homologación estratégica, formación de cuadros y coordinación operativa.
[28] . Dante Caputo calificó ese evento como un golpe «correctivo»: los militares intervinieron para devolver el gobierno a la oligarquía tradicional, sin quedarse en el poder. Aún así, la comunidad internacional sancionó el golpe de formas que también perjudicaron los intereses de esa oligarquía; los golpistas de uniforme después fueron destituidos y el golpe, a la postre, no diluyó sino que levantó un movimiento de resistencia social capaz de defender las modestas conquistas sociales antes obtenidas por el pueblo hondureño.
[29] . Ver Luis Bilbao, América Latina no gira a la derecha, cit.
[30] . Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, edición crítica del Instituto Gramsci, a cargo de Valentino Gerratana, Era, México, t. III, p. 82-83.
Gramsci, por supuesto, debe haber escrito estas líneas teniendo en mente a Benito Mussolini, como nosotros las releemos teniendo a la vista a Berlusconi y a sus caricaturas de ultramar, como Martinelli. ¿No decía Marx que en la historia estas cosas ocurren una vez como tragedia pero si luego se repiten lo hacen como farsa? Si bien Piñera declara que no es ese su modelo sino el de Sarkozy, cabe que lo haga para guardar las apariencias, ya que el francés goza de mejor aceptación en otros lares.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.