Los gobernantes de (en orden alfabético) Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón, el Reino Unido y Rusia se reúnen en estos días en el balneario alemán de Heiligendamm.
El Grupo de los Ocho (G-8) no comprende a los países más poblados (no están China, ni India o Indonesia), ni a los más ricos (no están Suiza, ni Arabia Saudita), ni a las potencias nucleares (no están Pakistán, ni Israel), ni a ningún otro criterio objetivable. Pero al autoconvocarse y definirse como el «club de los poderosos» y al mantener sus reuniones en secreto, los ocho dirigentes logran concentrar sobre su ritual reunión anual la atención de quienes creen que algo anda mal en el mundo (que somos muchos), ya sea porque se los culpa de querer definir la suerte de los demás a puertas cerradas y sin consultar o porque como líderes democráticos que son se espera de ellos que resuelvan todo lo que anda mal en el mundo.
Entre los miles de manifestantes congregados en la ciudad vecina de Rostock ante la imposibilidad de llegar al balneario por tierra o por las aguas del Báltico, hay quienes creen que el problema es la globalización -incluyendo algunas decenas de «violentistas» sobre los que se concentra desproporcionadamente la atención de la televisión- y hay quienes aspiran a que los beneficios de la globalización lleguen a los pobres del mundo. Unos y otros coinciden, por acción o reacción, en atribuir al G-8 un rol primordial para bien o para mal sobre el destino de todos.
La mayoría de los ciudadanos de los ocho países representados en Heiligendamm cree que una proporción sustancial de los impuestos que pagan se transfiere a los países pobres bajo la forma de ayuda, préstamos blandos, beneficios comerciales y las muy comentadas cancelaciones de deuda. Si la pobreza persiste, de alguna manera debe ser culpa de los pobres mismos por su pereza, ignorancia, algún efecto del clima tropical, o por culpa de sus gobiernos ineficaces y corruptos.
Grupos solidarios más esclarecidos, la mayoría de los ciudadanos de los países del Sur, y los presidentes del G-5 (Brasil, China, India, México y Sudáfrica), invitados a compartir algunas horas de reunión -y la foto- con los Ocho, creen en cambio que los países ricos no están haciendo lo suficiente, no están cumpliendo con las metas de ayuda a las que se comprometieron y continúan trabando con aranceles y otras barreras el comercio de los países en desarrollo, subsidiando a sus productores agrícolas en desmedro de los campesinos pobres.
Nadie niega que los pobres necesitan ayuda y solidaridad. Lo que pocos dicen es que cada año los pobres destinan miles de millones de dólares… ¡en ayudar a los países ricos!
Este dinero se fuga como pago de deudas gubernamentales, transferencias del sector privado y -aún más importante- a través de facturación fraudulenta del comercio, evasión de impuestos y fuga de capitales. El flujo financiero neto, descontando la ayuda, la inversión extranjera directa y los nuevos préstamos es sistemáticamente del Sur al Norte. Estos egresos socavan la movilización de los recursos nacionales, rebajan la inversión local, debilitan el crecimiento y desestabilizan a los países haciéndolos más dependientes del ingreso de recursos externos inciertos.
John Christensen, un ejecutivo bancario especializado en operaciones offshore en Jersey (Reino Unido) dice en un artículo que acaba de publicar en The Guardian: «Los ciudadanos más ricos del mundo han creado -y están extendiendo- una economía offshore secreta y paralela en la que operan fuera de todo control democrático».
A medida que se liberalizaron los mercados financieros globales, a partir de los años ochenta, banqueros, contadores y abogados se dedicaron a seducir a los ricos, los llamados jengüís o, en inglés, hen-wees, que es como suena la sigla HNWIs de «high network worth individuals», o sea… tipos muy ricos.
Los jengüís no quieren pagar impuestos y Christensen se dedicaba a ayudarlos: «Procesábamos (en Jersey) instrucciones de Londres, Suiza o Nueva York sobre cuentas cuyos misteriosos titulares se ocultaban, utilizando firmas de papel en por lo menos tres jurisdicciones diferentes. Un cliente, operador de bolsa, manejaba operaciones fraudulentas por cientos de millones de dólares. Otros burlaban a los recaudadores de impuestos con trucos de facturación, vendiendo edificios prefabricados a Trinidad por menos de dos dólares cada uno o importando papel higiénico de China a 4.000 dólares el kilo». Así, las ganancias no quedaban ni en China ni en Trinidad ni en Inglaterra… sino en Jersey, donde no pagan impuestos.
A mediados de los noventa, cuenta Christensen, los grandes bancos privados se trazaron la meta de transferir a sus filiales offshore a la mayoría de los jengüís (para serlo hay que tener cuentas de más de un millón de dólares) en una década. Eran ocho millones de jengüís, entonces, y hoy se calcula que son por lo menos doce. O sea doce billones (millones de millones) de dólares. La mitad del comercio mundial se canaliza por paraísos fiscales.
En una década los bancos cumplieron su meta y movilizaron a doce millones de millonarios. Sin embargo la meta que se trazaron en el año 2000 los gobiernos del mundo de reducir la pobreza extrema a la mitad en el 2015 está tan atrasada que organizaciones como Social Watch han calculado que al ritmo actual una mínima dignidad humana recién se logrará en África subsahariana dentro de un siglo.
Jeffrey Sachs, el economista de Harvard que asesoró los ajustes estructurales y privatizaciones en Bolivia, Polonia y la ex Unión Soviética en los noventa y hoy desde la Universidad de Columbia se dedica a estudiar la pobreza en el mundo, ha calculado que para lograr los Objetivos del Milenio se necesitaría un gasto adicional anual de unos 100.000 millones de dólares. Si los capitales colocados offshore por los jengüís tuvieran un rendimiento anual de apenas diez por ciento y si estas ganancias pagaran un impuesto a la renta bajo, digamos del veinticinco por ciento, la recaudación impositiva adicional sería de 300.000 millones de dólares. ¡Tres veces más que lo necesario para que nadie se vaya a dormir con hambre!
Sin embargo, como bien dijo el presidente Bush, «los realmente ricos se las ingenian para no pagar impuestos». Éste es el problema real del mundo globalizado. No la concentración de poder en unos pocos, sino la renuncia de estos autoproclamados líderes globales a ejercer la primera función de un gobernante que es la de cobrar impuestos y, en democracia, hacerlo con justicia.
Si los Ocho dedicaran unos minutos de su tiempo a estudiar cómo enfrentar este crimen organizado -después de todo fue por evasión de impuestos que Al Capone termino preso- se darían cuenta que sin aumentar impuestos ni afectar sus presupuestos podrían sacar de la pobreza a mil millones de personas en un par de años. ¿O acaso su poder es incapaz de enfrentar a un puñado de jengüís?
Roberto Bissio es Director Ejecutivo del Instituto del Tercer Mundo
Este artículo fue publicado el 7 de junio de 2007 en Agenda Global, un suplemento semanal que circula los jueves con el periódico La Diaria de Montevideo, Uruguay.