«Oía a una mujer decirle a una amiga: coño este día no me ha servido para nada. No he vendido zapatos, nadie me compro telas, ni culo he podido vender. A mí me quedan dos cosas o me suicidio o me meto a mafiosa» No estamos hablando con pena o dolor del hambre, como diría […]
«Oía a una mujer decirle a una amiga: coño este día no me ha servido para nada. No he vendido zapatos, nadie me compro telas, ni culo he podido vender. A mí me quedan dos cosas o me suicidio o me meto a mafiosa»
No estamos hablando con pena o dolor del hambre, como diría Kropotkin, nos referimos a la lucha por el pan, nos referimos en qué medida el hambre es la condición de toda explotación. Por ello su existencia es fundamental a la conservación de la desigual humana. Dirá este maestro del anarquismo en su obra sobre la conquista del pan: «…Toda la ciencia de adquirir riquezas está en eso: encontrar cierto número de hambrientos, pagarles tres pesetas y hacerles producir diez; amontonar así una fortuna y acrecentarla en seguida por algún gran golpe de mano con ayuda del Estado…» El hambre en sí es quizás uno de los fenómenos más comunes de la existencia humana, tomemos en cuenta que la necesidad de alimento solo la cubren en su totalidad una tercera parte de la población humana, el resto vive el hambre en cualquiera de sus modalidades, ya sea como ahorro disciplinado (no comer mas que una vez al día un alimento sustancioso ya que no hay para más), como decisión asceta (el que hace del hambre una ceremonia) o como desesperación ante la progresiva ausencia de alimentos que resuelva el equilibrio vitamínico y proteínico necesario a la vida humana (aquí sí llegamos al límite entre el hambre y la muerte que se reproduce a diario). El hambre en ese sentido es casi que una amiga desde donde millares de seres logran en gran parte resolverse con políticas propias a la existencia y cultura de cada pueblo, y la otra parte muere o se deshace por ausencia de políticas y estrategias ante ella, precisamente porque son pueblos a quienes les han roto todos sus mecanismo de resistencia, autorganización y apropiación de riquezas concretas.
Por ello, exaltar, denunciarla o incluso ignorarla como aquí se hace, el hambre desde la esfera del poder-Estado, es un típico juego de afirmaciones o silencios donde lo importante no es lo que se dice o se calla: ejemplo en un gobierno de izquierda, al menos típico: «la culpa del hambre del pueblo la tienen los burgueses, el capitalismo, el imperialismo, nosotros haremos justicia y la resolveremos» (algo que le cabría perfectamente a Nicolás Maduro o Chávez en un buen momento), o en un gobierno de derecha: «el hambre es una responsabilidad de cada quien por no aprovechar sus oportunidades, la tarea del gobierno es darlas» (seguro que un tipo como Macri en Argentina o un Rajoy en España o el gobierno que parece por venir en Venezuela necesitarían pronunuciar esto mil veces de una manera u otra). En todo caso sea culpa del sistema o del individuo (cosa que es bastante necio discutirlo ya que uno como otro configuran un mismo nudo genealógico: no hay sistema capitalista sin individuo y viceversa), detrás del reconocimiento del hambre por parte del poder, hay un hecho oculto que jamás se dirá y es que el hambre a la final es una necesidad del dominio, de la acumulación que viene siendo lo mismo. El hambre es siempre una política no un resultado de hechos estructurales propios del capitalismo o de inconsistencias propias del individuo.
El hambre como tragedia ancestral de los pobres, existe solo desde que se logró naturalizar la relación entre gobernantes y gobernados, esclavistas y esclavos, entre amos y siervos, jefes y trabajadores, y ha sido utilizada de acuerdo a la conveniencia o no de cada una de estas situaciones históricas y modelos de dominio. Antes de ello, solo existió por razones de cambios climatológicos radicales en determinadas regiones del mundo, sobrepoblación o mala utilización de los recursos y suelos que se utilizaban colectivamente, pero nunca por razones políticas.
En países como los europeos, después de la segunda guerra y el Plan Macarty, por décadas se vivió sin hambre en el más puro capitalismo porque necesitaban de un pueblo educado y comido que le sirva de mano de obra cualificada al capital. Hoy en día, diversificados mundialmente los nichos de producción, globalizada la economía en una economía-mundo, descentralizados hacia donde la fuerza de trabajo vale mucho menos, los gobiernos europeos necesitan del hambre en sus países para producir por un lado las psicosis racistas que dividen los pueblos, y por otro lado, imponer condiciones de existencia social y laboral cada vez más regresivas, que ante el miedo al progresivo deterioro material que viven las sociedades, se terminan aceptando, y donde las protestas generalizadas, al ser solo eso, grandes protestas sin derivaciones políticas claras, quedan neutralizadas.
El hambre es entonces una política, un juego de circunstancias siempre en manos de quienes detentan el poder-Estado, el poder-capital, y no la resultante mecánica de un sistema o un mal modelo de gobierno. La llamada «marginalidad» en la cuarta república que arropaba mayorías (tan denunciada por la izquierda de entonces pero por lo general desde una perspectiva moralista y doliente, es decir inútil) era fundamental al sistema clientelar de partidos que se creó y la economía rentista que filtraba hacia arriba una pequeño pedazo de ella y la llevaba a los lugares del trabajador privilegiado o las clases medias; al «marginal» se le compraba desde sus necesidades básicas y se le vendía una ilusión; era la «mayoría» adeco-copeyana. El síntoma del hambre era entonces un hecho, una calamidad y por encima de todo una política. Cuando esta política dejó de funcionar y se despreció, no se calcularon los índices de hambre que el dominio de estos seres podía crear sin necesidad de llegar a la catástrofe, su utilidad se revirtió contra ellos mismos. Jugando a una obediente alternativa neoliberal por partes de las élites al mando, el sistema se vino abajo y el «marginal» empezó a tomar consciencia de sí; son las primeras luces del 27 de febrero.
Eso de hecho era una reflexión común al inicio de la revolución bolivariana (cuando era la rebelión de un pueblo en lucha), estando conscientes que en cualquier momento las viejas oligarquías y estamentos políticos iban a utilizar sus mecanismos monopólicos de distribución y comercialización de alimentos para imponer sus intereses, como en efecto se hizo desde finales del 2001 y el 2002-03, es decir, a cualquier precio iban a «reimponer el hambre», pero esta vez como política y estrategia conspirativa. A partir de allí se convierte en urgencia la necesidad de reapropiarnos del «orden alimentario» inmediato, sumar soberanía en ese orden, donde la correlación de fuerzas era absolutamente desfavorable al pobre.
Dos políticas surgen a partir de entonces que luego fueron dividiendo no solo la esfera alimentaria sino en general todo lo que suponía el ¿qué hacer? ante las diversas iniciativas que se producían todos los días en el ejercicio directo del protagonismo popular (la toma de la tierra, la fábrica, los servicios públicos, etc). La situación era un síntoma muy claro de lo que era el conflicto interno dentro del proceso revolucionario entre los años 2003 y 2006. Por un lado, de acuerdo a la necesidad de control sobre la distribución y producción de alimentos, comienza una política desenfrenada por crear instrumentos de Estado que rompan el orden monopólico alimentario. Aparece toda la política que luego se concreta en la línea Mercal, Pdval, Bicentenarios, Corporación agrícola. Agrovenezuela, Agropatria, etc, iba a jugar ese rol. Y por otro un movimiento urbano y campesino hasta esos años con la suficiente autonomía como para construir una estrategia propia, iba luchando por obtener el mayor cúmulo de fuerza como para proponerse garantizar el alimento colectivo y las líneas de distribución y comercialización directas. La capacidad de esta última ya estaba probada en el paro petrolero, cuando en las semanas más críticas de Diciembre 2002 en Caracas pudimos probar que la relación y comercialización directa pueblo a pueblo con el gran racimo de pequeños propietarios, sin la intermediación monopólica y el papel del Estado como agente de facilitación a esta relación directa, era capaz de alimentar no menos de la tercera parte de la ciudad.
El debate como en muchas otras esferas: la comunicación, la industria, termina por una doble política de parte de la contrarevolución interna. Se impone el Estado burocrático-corporativo, se compran a los movimientos y líderes de base, y se despliega una política alimentaria absolutamente absurda, que en definitiva sirvió para enriquecer una banda diminuta de importadores, e incluso a los grandes mecanismos de distribución monopólica que le vendían a estos estratos corporativos de la «soberanía alimentaria» manejada por esta casta corrupta. Silos, fábricas, centros de procesamiento alimentario, le fueron expropiados a la clase trabajadora, mientras las grandes expropiaciones de tierra quedaron en manos de los amigos del ministro de tierras, expropiando de la tierra al campesinado que se mostraba como un pueblo en lucha.
La política de comunas aparece al final del camino cuando todo parece desvanecerse , ya que mientras hubo dólares esta distribución alimentaria por encima, sin que nadie sepa de donde vino una caraota, provocó e incrementó un desastre productivo, que Chávez quiso superar con la política comunal pero sin destrozar este aparataje de saboteo general a la revolución agrícola y alimentaria. Nuevamente esa ambivalencia lo llevó a la derrota propia.
Como vemos en este período crucial, se define un destino alimentario en base a una política no de liberación sino de control burocrático e instrumental a la descomunal acumulación de capital que lograron estas castas corruptas alrededor del control alimentario y del hambre. Lo que era perfectamente posible lograr generando y estimulando todos los mecanismos autogestionarios y de producción y distribución directa, en pocos años lo destrozaron. Hoy vuelve el hambre no solo porque le quitaron de las manos en una operación bárbara de desfalco y saqueo a la clase obrera, veinte veces el valor de su trabajo, sino porque le aplastaron todos los mecanismos de resistencia y producción en este aspecto capital que supone el alimento de un pueblo. El hambre de hoy, que ya es peor a los años ochenta y noventa neoliberales, constituyó desde un primer momento una política de control de consciencias y quiebre de las resistencias autogobernantes del pueblo. Es triste pero a la vez siempre estimulante para no perder la última esperanza, ver hoy a innumerables núcleos de organización de base, emulando a Chávez o no, buscar desesperados aquellos mecanismos de producción y distribución directa que aplastaron en su momento; algo nos darán de comer. El poder del pueblo, así exista en una ínfima proporción para los que presagiaba el inicio revolucionario, exista a la final y aunque sea tarde siempre detecta cual es el único camino de liberación real.
Los hechos que vienen sucediendo de saqueos y desbordes sociales producto de la desesperación que no solo toca el alimento sino en general toda la existencia física de la población, contienen una enorme posibilidad de trascendencia más allá de hechos en sí de la desesperación. Falta acotar a ellos dos elementos claves. Primero, su punto de conciencia por supuesto cosa que no esta clara para nada. Consciencia que debe traducirse para crear capacidad de redistribución del producto expropiado y por otro lado capacidad para acompañar la necesidad de apropiación con redes de producción que recompongan la posibilidad de que existamos como pueblo. Y por otro lado capacidad para neutralizar las fuerzas represivas que ya sea en el acto represivo frente a la iniciativa popular cual sea, o destrozando cuanta red de resistencia y sobrevivencia se arma, robando apropiándose e incluso desapareciendo personas hacen todo lo posible porque no exista una alternativa al hambre que no la controlen. El hambre por ello sigue siendo una política y no solo una consecuencia.
Frente a este gobierno basura, porque de verdad no tiene otro nombre, y no quiero acotar mas argumentos y razones de las ya dadas para ello, estemos claros, que poco a poco, más allá de posicionamientos políticos e ideológicos, la necesidad va pariendo elementos para incendiar el basurero. Los tiempos que vienen van a ser calamitosos a la mayoría trabajadora, incluso segmentos profesionales que ya no saben cómo sobrevivir; no es poca cosa acabar veinte veces con el salario y al mismo tiempo multiplicar más de veinte veces los precios de lo necesario; aplicación bárbara del mas puro capitalismo. Hasta para el mas miserable politiquero sería demasiado vergonzoso. Lo único que resuelve en este caso, y no me refiero a la diatriba de la política decadente liberal, es una contundente política desde abajo que sepa hacer de el hambre y su necesidad una estrategia de quiebre a las políticas del hambre emanadas por el basurero gobernante y gran propietario… honos por siempre a esa consigna del Toto, maracucho original y originante: ¡en mi hambre hambre mando yo!…suerte
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