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Quién mata y quién muere en Venezuela

Fuentes: aporrea.org

Los asesinatos de un custodio del presidente Maduro y de un destacado dirigente chavista evidencian que la campaña de la derecha, orquestada desde Miami, Colombia y la propia Venezuela, se ha inclinado por la violencia sin freno. Durante los primeros días de mayo fueron asesinados en Venezuela, con pocos días de diferencia, un custodio del […]


Los asesinatos de un custodio del presidente Maduro y de un destacado dirigente chavista evidencian que la campaña de la derecha, orquestada desde Miami, Colombia y la propia Venezuela, se ha inclinado por la violencia sin freno.

Durante los primeros días de mayo fueron asesinados en Venezuela, con pocos días de diferencia, un custodio del presidente Nicolás Maduro y un personaje central del chavismo llamado Eliécer Otaiza. Ambos hechos pusieron las alarmas en rojo, causando remezones solo comparables a los vividos en el país por la violencia desatada entre febrero y marzo de este año.

Este último hombre, Otaiza, había participado en la fundación del movimiento chavista, o bolivariano, pero además tenía, cuando lo mataron, un alto cargo de representación en el poder municipal de la capital. Junto con su hermano mellizo, acompañaron a Hugo Chávez desde que salió de la cárcel en julio de 1994, como custodios en la romería que hizo por centenares de ciudades, pueblos, campos y barrios venezolanos, en los que el líder bolivariano difundió el mensaje del nuevo movimiento nacionalista brotado dos años antes, el 4 de febrero de 1992.

No se matan custodios presidenciales y líderes políticos todo los días en este mundo. De hecho, los registros periodísticos solo reseñan seis casos en los últimos 23 años, cuatro de ellos en asaltos golpistas en África Central, uno en la reciente crisis de Ucrania y un sexto en Colombia.

La razón para un registro tan escaso de episodios criminales de ese rango en la lucha política internacional es que eliminar a un custodio presidencial o alguien con la trayectoria militante de Eliécer Otaiza en Venezuela, tan cercano al gobierno como él, es un acto directo contra el centro mismo del poder. El presidente venezolano y su ministro del Interior definieron el caso como un «crimen político planificado desde Miami», donde una parte de la oposición derechista venezolana fragua sus conspiraciones, contrata mercenarios y entrena militarmente a jóvenes estudiantes derechistas. En realidad, es más que Miami. Se han verificado nichos de conspiración y entrenamiento en Bogotá, Táchira y haciendas grandes de ricos ganaderos venezolanos. Algunos grupos de paramilitares, desocupados en Colombia, se han vuelto muy activos entre la oposición venezolana.

El punto de partida para cualquier aproximación a lo que pasa en Venezuela es el grado de incompatibilidad absoluta entre Venezuela como Estado-nación, como gobierno y sistema político y como movimiento social, frente al dominio hemisférico estadounidense. En ese contexto se desarrolla el complicado dilema interno de saber cómo terminar lo comenzado.

Ese distanciamiento del dominio yanqui explica que la sociedad venezolana esté sometida desde el año 2002 a la más cruel de las presiones externas e internas para descalabrar su gobernabilidad, frenar su desarrollo y derrotar sus fuerzas sociales. En 12 años ha sufrido un golpe de Estado en abril de 2002, aunque derrotado en las siguientes 47 horas, luego tres intentonas golpistas en 2003, 2004 y 2005, además de un paro industrial y petrolero. También se cuentan por lo menos cuatro intentos de magnicidio a Chávez y alrededor de 250 agresiones a funcionarios gubernamentales. La suma de los chavistas asesinados entre 2002 y 2014 aterroriza: 357. Incluye los siete médicos cubanos asesinados o heridos y los 256 campesinos acribillados desde 2003.

Esa estadística macabra acerca a Venezuela a escenarios de violencia política aguda como el de Colombia, donde la burguesía impuso su paz social a balas, persecución y desplazamientos. Para ser precisos, sus promotores tienen el proyecto de convertir al país en algo similar a lo que estamos presenciando desde un año atrás en Siria, o hace tres meses en Ucrania. Venezuela se enfrenta al riesgo de una guerra civil provocada, dirigida y financiada por grupos de poder de EE.UU., por gobiernos de la derecha latinoamericana, usando para ello a sectores de la oposición venezolana que se han desprendido para actuar como la caballería, la vanguardia necesaria que actúa en nombre de todos los capitalistas. 

Hay otros muertos con otros responsables, que sin embargo, no definen al gobierno ni al sistema político. Se trata de cinco obreros caídos en medio de una huelga por acción policial bajo órdenes de un gobernador bolivariano corrupto en una ciudad del interior, y tres más que cayeron en el Estado de Aragua, ubicado en el centro-norte del país, en medio de una disputa entre sindicalistas clasistas y un grupo de la burocracia gremial oficialista.

Lo que define al proceso bolivariano es el ataque permanente de Washington y las burguesías latinoamericanas para derrocarlo. En ese escenario de tensiones constantes, el gobierno y la dirección política del chavismo se debate entre políticas duales que en muchos casos han sido acertadas, pero en otras ha convertido los crímenes en casos policiales, incluso aislados, donde el proyecto revolucionario contenido en el Programa de la Patria y el Golpe de Timón se subordina al incidente. En ese tratamiento policial del incidente se disuelve la fuerza social que debe sostener la defensa de las conquistas del proceso revolucionario y hacerlo avanzar.

El mapa de la muerte. Pero estas dos víctimas resonantes del sicariato político opositor en el país no aparecieron en el escenario como si fueran sucesos policiales, y menos como caprichos de la revancha derechista. Otaiza y el miembro de la seguridad de Maduro son apenas dos síntomas escandalosos del drama nacional en curso.

Entre febrero y mayo, una parte de la oposición protagonizó una «revuelta de ricos», como tituló con buen tino periodístico el corresponsal de The Guardian, sorprendido por el atuendo personal y los autos lujosos de las personas que vio en las marchas y en las barricadas. De esa revuelta resultaron 48 muertos, de los cuales solo 15 son opositores.

A lo sorprendente en términos humanos de esta estadística, se suma una sorpresa más desconcertante. Estas dos cifras de muertos se invierten en las cabezas de gente desinformada -la mayoría-, que se orienta por las informaciones editadas cuidadosamente en las cadenas televisivas y diarios dominantes y por periodistas sin escrúpulo como Jorge Lanata, o diputados asociados a los opositores venezolanos, como Federico Pinedo.

Entre el día 12 de febrero y el día 28 de marzo, cadenas como NTN24, de Colombia, CNN, y diarios como El País y ABC, de España, Miami Herald, El Nacional de Caracas y Clarín, de Buenos Aires, ubicaron dentro del acontecimiento venezolano 21 imágenes fotográficas de alta violencia, pero ocurridas en otros países. Las copiaban de las «redes sociales» desde fuentes armadas en territorio venezolano y colombiano. Una de las principales agencias de esa información falsa fue la empresa de medios de J. J. Rendón, ex asesor de Juan Manuel Santos y Uribe Vélez, uno de los más destacados conspiradores venezolanos en el exterior (vive en Miami desde 2006).

Con esas imágenes de muerte y violencia construyeron informes periodísticos falsos. En cada una de ellas aparecían jóvenes o mujeres golpeadas por agentes de seguridad. Esas fotografías o filmaciones de video fueron usadas por los editores para titular informes en los que afirmaban que «el gobierno dispara y tortura a la sociedad civil y estudiantes opositores», como dijeron la CNN y el Miami Herald y replicaron los otros medios.

Con esa falsificación a gran escala lograron dos cosas. Convencer a medio planeta de que en Venezuela existe una dictadura asesina y al mismo tiempo, invertir los hechos de la realidad: mucha gente quedó convencida de que los muertos son todos opositores. «Jóvenes estudiantes indefensos que salen desarmados a las calles para reclamar por sus derechos democráticos contra un gobierno despótico que les dispara a mansalva», así relató el conductor Jorge Lanata en uno de sus programas, quizás una proyección psíquica para satisfacer un deseo profundo.

Esta estafa informativa deliberada se convierte en grosería periodística cuando hurgamos en la realidad. Resulta que de los 15 caídos de la oposición solo 5 son de responsabilidad gubernamental y apenas 3 por acción de la militancia chavista.

En términos de responsabilidad política, todos los muertos, incluidos los de gente opositora, fueron causados por la «revuelta de ricos» comenzada en febrero sin fin previsto. El día miércoles 7 de mayo, dos meses y medio después, aún continuaban los actos violentos de los grupos opositores. Hay señales de otra revuelta para junio, amparados en el Mundial de Fútbol.

A diferencia de los dirigentes de la oposición venezolana y sus socios periodísticos y parlamentarios en el exterior, el gobierno se hizo responsable por las acciones de sus miembros. Destituyó al jefe policial que desobedeció la orden presidencial de no disparar el 12 de febrero y mantiene a una decena de guardias nacionales procesados judicialmente, en algunos casos por ejercer actos de violencia personal.

Las otras siete personas de la oposición, cayeron por efecto de sus propias acciones, dentro de las barricadas o en accidentes individuales en acciones violentas. La Fiscalía llamó a este tipo de casos «muerte indirecta», porque no hubo intencionalidad. Puede ser, pero en términos políticos, sí existe una causa identificada: las barricadas organizadas por ellos mismos como parte de una revuelta «de ricos».

De esas acciones contra el gobierno resultaron muertos tres militantes opositores por sus propias manos: a uno le explotó un mortero que preparaba contra la Guardia Nacional, otro se electrocutó derribando una valla publicitaria para hacer una barricada y el tercero se cayó de una terraza en un barrio rico de Caracas, luego de disparar contra los cuerpos de seguridad del Estado.

Así se desprende de estas cinco fuentes consultables en la web: Red de Apoyo por la Justicia y la Paz, Provea, Amnistía Internacional, Red de colectivos La Araña Feminista, Centro para la Paz y los Derechos Humanos de la UCV, y el diario web Aporrea, que llevó el registro diario de las víctimas mortales.

El resto de los fallecidos por actos violentos se divide en dos tipos de personas: 15 vecinos y vecinas sin actividad política, que podrían ser contabilizadas como ni chavistas ni antichavistas. Los otros 18 caídos mortales eran chavistas o bolivarianos de tres tipos: 10 están registrados como miembros de los cuerpos de seguridad pública del Estado (Custodia Presidencial, GNB, PNB y el SEBIN), 1 era fiscal del Ministerio Público, el resto tenía actividad militante conocida con el PSUV o agrupaciones sociales bolivarianas. A estos dos últimos grupos pertenecieron Eliécer Otaiza y el guardaespaldas presidencial.

Al fascismo no se le discute. La periodista radial y militante bolivariana Hindu Anderi se preguntaba en un artículo de opinión reciente: «¿Después de Otaiza quién sigue?» (Aporrea, 5 de mayo 2014). El aparente tremendismo de la expresión puede confundir a quienes creen, a veces con ingenuidad, que la política, en su dimensión más histórica, se reduce a una cuestión de poder, de relaciones de fuerza o, peor, de hechos consumados a los que hay que adaptarse. 

La respuesta a la inquietante cuestión planteada por Anderi nos devela las complejas dimensiones del acontecimiento venezolano.

La dimensión mediática nos muestra que mientras no se modifique la cultura dominante, ellos tendrán ganada esa batalla, porque el mensaje elaborado en los medios encontrará en «la gente» el sentido común que necesita para convertir en verdad hasta la mentira más grosera. Por ejemplo, que Venezuela es una dictadura, que no hay libertad de prensa y que los muertos son inocentes estudiantes opositores.

En cambio, la dimensión político-militar no está en las manos de ellos. La defensa del proceso bolivariano dependerá de que tenga, como comprensión rectora, que «al fascismo no se le discute, se le destruye», como gritaba Buenaventura Durruti durante la Guerra Civil Española, contra los republicanos, socialistas y comunistas moderados de la República.

Matar altos funcionarios, custodios presidenciales o agentes de la Guardia Nacional Bolivariana es un acto límite en cualquier enfrentamiento político, en este caso entre chavismo y antichavismo. Allí nace la justificable duda de la periodista venezolana Hindu.

En términos más amplios, también es un acto límite en la conducta humana, matar ciudadanos desarmados por diferencias de opinión o llevar una remera roja del chavismo o un tatuaje del rostro de Chávez en el brazo. Los opositores venezolanos han atravesado esos límites humanos. Atravesaron alambres en las calles para degollar, incendiaron 11 planteles universitarios, estaciones de subte, rociaron con gasolina a guardias nacionales y les tiraron yesqueros encendidos, envenenaron un depósito de agua potable en Mérida. Llegaron al extremo de comenzar a quemar un preescolar estatal con 75 niños y sus maestras adentro.

Estas fronteras humanas en la lucha política solo son traspasadas cuando una de las partes se convenció de hacer la guerra a la otra. En ese punto nace lo que desde 1921 se conoce como fascismo, que en la definición del primero que la estudió en el terreno europeo «es la decisión de la burguesía de actuar con métodos de guerra civil contra las fuerzas del proletariado y sus partidos» (La lucha contra el fascismo en Alemania, L. Trotsky, Edic. Pluma, pp. 56).

En la Venezuela bolivariana ha brotado el sujeto fascista, un bicho casi desconocido en su historia política contemporánea. Al revés de Argentina, Brasil, El Salvador o Chile, brotó en febrero de este año, aunque las puntas de sus pezuñas fueron vistas varias veces desde abril de 2002.

No es necesaria la existencia de un «proletariado» o de fuertes partidos marxistas o anarquistas, como los de aquellas décadas iniciales. El chavismo y su poderoso movimiento social les huelen a lo mismo, aunque no lo sean, porque enfrentan a enemigos similares. El fascismo contemporáneo mutó y se adaptó al tipo de enemigos «nacionales» y «plebeyos», que debe enfrentar en países como los nuestros.

Para comprender su aparición este año y no antes, debe recordarse que la actual generación de jóvenes pertenecientes a familias ricas y medias altas fue amamantada en los últimos 14 años por una sola mamadera: odio al chavismo, como si fuera el mismísimo Lucifer rojo.

En esta década y media de cinco gobiernos continuos del líder bolivariano y su continuador, Nicolás Maduro, la derecha venezolana ha sufrido la mayor cantidad de derrotas que derecha alguna haya registrado en este planeta. 17 sobre 18 procesos de votación de escala nacional. Perdió el control del dispositivo de la renta petrolera y el gobierno que la mantenía encarnada oficialmente en el modo de vida norteamericano, sus valores, finanzas, empresas y cultura. La cultura dominante en Venezuela no depende solo la de la clase dominante. Está en fuerte y permanente disputa con una cultura de izquierda inspirada en el ideario socialista del siglo XXI. Sus calles, simbología gubernamental, discursos, medios oficiales y comunitarios y su movimiento social bolivariano son muestra de ello.

Esta breve suma es suficiente para producir horror entre los privilegiados, no solo de Venezuela.

Los componentes activos de este sujeto fascista son los estudiantes de las universidades privadas y privatizadas. También algunos desprendimientos lúmpenes de la clase pobre de los barrios marginales de Caracas y de dos o tres ciudades grandes. Sus operadores en el terreno son grupos de paramilitares asociados y financiados por la Fundación Internacionalismo para la Democracia, dirigida por el expresidente colombiano Álvaro Uribe Vélez. También cuentan con apoyo táctico de grupos neonazis llegados de Europa como la conocida Otpor, la que junto a otras ONG como la NED, Canvas, AEI y Freedom House, orientan, organizan y arman con tácticas y métodos diversos, a más de 2 mil estudiantes entrenados militarmente en Miami y Colombia en técnicas de guerra (civil) «de baja intensidad».

El informe oficial presentado el pasado 2 de mayo por el ministro del Interior de Venezuela, Rodríguez Torres, es, además de pormenorizado, suficientemente basado en datos, fuentes, testimonios y documentación obtenida por el gobierno bolivariano (Ver: «30 claves del plan insurreccional contra Venezuela», poderenlared.com del 5 de mayo 2014).

El carácter de este sujeto social nuevo obliga a repensar todo lo que enfrentaron la «revolución bolivariana» y su gobierno hasta ahora. Especialmente la estrategia de defensa, por aquello que aconsejaba Durruti, entre otros que sufrieron el tiempo del fascismo europeo. Si el fascismo no es destruido, la «revolución bolivariana» se encaminará inexorablemente hacia una derrota como la guatemalteca de 1954, la argentina de 1955, la brasileña de 1964, la chilena de 1973, la peruana de 1975, la boliviana de 1977, o la salvadoreña de 1982. El otro camino es igual de peligroso aunque sea distinto, porque se basa en la ilusión de que una «oposición democrática» enfrentará a otra que no lo es.

Quién mata y quién muere en Venezuela no es una crónica periodística o una estadística social. Para que no se convierta en un registro pervertido, grotesco, del desastre humano en marcha, debe ser parado «antes de que sea tarde», como le advirtió al presidente Maduro el capitán de la Guardia Nacional Bolivariana, José Guillén Araque, el 12 de febrero, «muerto de un balazo en la frente el 17 de marzo mientras trataba de impedir una barricada» (L. Bracci, Alba Ciudad, 15/4/14).

La frase la dio a conocer el propio presidente en el velatorio el 18 de ese mes, sin embargo su contenido lo trasciende hasta la necesidad de un programa social, político y militar: impedir que el fascismo venezolano se convierta en temprano.

Fuente: http://www.aporrea.org/oposicion/a188018.html