Durante años se nos intentó convencer de las maravillas de un modelo productivo que quedó sintetizado en aquella célebre frase presidencial del «España va bien». Ya se han mostrado diferentes aristas tanto del forjamiento del modelo como de sus consecuencias. Ahora nos vamos a centrar exclusivamente en la desigualdad, analizando lo ocurrido tanto antes como […]
Durante años se nos intentó convencer de las maravillas de un modelo productivo que quedó sintetizado en aquella célebre frase presidencial del «España va bien». Ya se han mostrado diferentes aristas tanto del forjamiento del modelo como de sus consecuencias. Ahora nos vamos a centrar exclusivamente en la desigualdad, analizando lo ocurrido tanto antes como después del estallido de la crisis, efecto de la socialización de las pérdidas.
Situándonos en primer lugar en los años que precedieron a la actual crisis económica, ya en tiempos de prosperidad, la parte de todo lo que se produjo que fue a parar a los trabajadores en forma de remuneraciones (participación de los salarios en la renta) cayó desde un 66,1% del PIB en 1998 al 61,2% en 2007. Dicha participación depende de la evolución de dos factores: los salarios y el empleo. Pues bien, durante esos mismos años se crearon en España más de 6 millones de puestos de trabajo, casi un tercio de los creados en toda la Europa entonces de los 15, de tal manera que la tasa de desempleo se redujo a la mitad. Esto, que constituye un hito en la economía española, no se tradujo en una mejora de la participación de los salarios en la renta. Ello fue así porque el crecimiento de esos salarios fue exiguo, pero sobre todo porque las rentas del capital (principalmente beneficios empresariales y rentas financieras) crecieron muchísimo más rápido que las rentas del trabajo, acentuando la desigualdad en la medida en que son muchas menos las personas que viven del capital que las que dependen de su trabajo. Tuvo lugar una regresión salarial, un retroceso acaecido aún en un contexto de crecimiento robusto de la economía e incluso del empleo.
Con el fin de atenuar estas desigualdades el Estado trata de intervenir en un proceso denominado redistribución de rentas, de manera que es normal que la distribución de la renta sea más desigual antes de la intervención pública que después. Para ello cuenta con dos grupos de instrumentos principalmente, ambos parte fundamental del denominado Estado de bienestar: los ingresos y los gastos públicos. Desde finales de los años noventa y durante la pasada década tuvo lugar una erosión en la capacidad redistributiva del Estado por el lado del ingreso, lo que fue debido a las reformas fiscales aplicadas. Así, a pesar de que aumentaron los ingresos públicos como porcentaje del PIB, se hizo mediante impuestos con menor capacidad redistributiva. Esto se vio acentuado por otro hecho: si entre los años ochenta y primeros años noventa habíamos asistido a una convergencia en el gasto social (medido como porcentaje del PIB) entre España y el resto de Europa, desde mediados de los noventa el proceso fue el opuesto en detrimento de España, con niveles inferiores a la media europea.
Un resultado de dicho proceso es la mermada capacidad que tenía el Estado para reducir la pobreza incluso antes de la crisis: en 2006, la tasa de pobreza caía del 24% al 20% gracias a la acción estatal, mientras la reducción media en Europa alcanzaba 10 puntos porcentuales (del 26% al 16%). Por su parte, la desigualdad presentaba por entonces en España uno de los niveles más altos de la UE-15. Aún más, buena parte del nimio crecimiento de los salarios fue absorbido por una minúscula franja de población, el 1% más rico, compuesta de grandes ejecutivos, estrellas de la televisión o el deporte, etc., que cobran sus remuneraciones en forma de salarios pero en cuantías desorbitadas en comparación con el resto de asalariados. Ese 1% pasó de llevarse en 1998 el 8,1% de los salarios de toda la economía, a quedarse con el 8,9% en 2007.
En lo que se refiere a la otra gran fuente de desigualdad, la derivada del género, es ciertamente ilustrativo que a pesar de la reducción en las diferencias registrada durante la etapa expansiva -debido a un mayor crecimiento de la tasa de empleo femenino y a una leve contracción de la brecha salarial, medida como la diferencia de ingresos brutos por hora entre mujeres y hombres-, la tasa de empleo femenino seguía 25 puntos por debajo de la masculina, y ellas ganaban un 12% menos por trabajos equiparables a los de ellos.
Naturalmente, el estallido de la crisis empeoró estas tendencias. Particularmente dramático ha sido el aumento del desempleo: la crisis se ha tragado millones de empleos con la misma voracidad con la que los creó, mostrando lo efímero de las cualidades de un modelo productivo desastroso. El paso de una tasa de desempleo del 8,3% en 2007 a otra del 25% en 2012 tiene una triple implicación: por un lado, la situación de desempleo constituye un problema económico personal evidente, pero también, en términos colectivos, político, en la medida en que sirve para disciplinar al conjunto de los trabajadores, que se tornan más reacios a las reivindicaciones en sus centros de trabajo. Por otro lado, en un Estado de bienestar como el español en el que prestaciones clave -como el subsidio de desempleo o las pensiones de jubilación- dependen del historial laboral, un aumento del paro impacta negativamente en las rentas de amplias capas de la población. Y por último, el desorbitado incremento en el número de parados supone una carga para las cuentas públicas por el lado del gasto, pero también por el lado del ingreso al reducirse las personas que contribuyen a las arcas públicas. Fruto del mayor desempleo es la intensificación en la caída de la participación de los salarios en la renta.
La labor redistributiva del Estado se ha visto perjudicada por unos recortes de gasto que se han ensañado con las partidas que conforman el Estado de bienestar. Considerando exclusivamente las principales partidas de gasto en servicios, las estimaciones más recientes sitúan este recorte en un mínimo de 15.000 millones de euros solamente entre 2010 y 2013, o lo que es lo mismo, una octava parte del dinero destinado a rescatar a los bancos. A ello hay que sumar las reformas fiscales aplicadas, con una subida indiscriminada de los impuestos indirectos (como el IVA) que inciden proporcionalmente más en quienes menos tienen. Está teniendo lugar, por tanto, una destrucción de la capacidad redistributiva del Estado, que, como hemos señalado ya partía de niveles modestos.
En consecuencia, la desigualdad ha crecido en todas sus dimensiones y manifestaciones. El 35% de población más pobre ha visto sus ingresos reducirse entre un 10% y un 45% entre 2007 y 2010, frente a caídas medias de entre el 5% y 1% para el 10% más rico. Por su parte, el coeficiente de Gini (que oscila entre 0 y 1 según pasa de la igualdad a la desigualdad absolutas, respectivamente) pasó del 0,313 en 2008 al 0,340 en 2011 (estando la media de la UE en 0,30). Por otra parte, el desmantelamiento de servicios sociales básicos ha devuelto al hogar a ingentes cantidades de mujeres en su papel de «cuidadoras de última instancia», víctimas por tanto de un Estado de bienestar otrora mediocre y hoy en ruinas. Esto ayuda a explicar que la tasa de paro se muestre más benigna con ellas: simplemente abandonan el mercado de trabajo; pero las repercusiones en materia de derechos económicos -ingresos, prestaciones y demás- devuelven a España años atrás en lo que a las condiciones económicas de las mujeres se refiere. Finalmente, un informe de Comisiones Obreras estima la pobreza en un 28% de la población (y de nuevo con mayor incidencia entre las mujeres) mientras datos de Cruz Roja muestran que el 42,3% de los españoles no puede permitirse usar la calefacción en invierno. Entretanto, leemos estupefactos que los millonarios han visto crecer sus SICAV o que modistos o joyeros de lujo se instalan por primera vez en grandes ciudades españolas precisamente ahora. La crisis, está claro, no afecta a todo el mundo por igual.
En definitiva, partiendo de unos niveles de desigualdad notablemente superiores a los países de nuestro entorno, las políticas aplicadas en los últimos años en general, y las medidas adoptadas tras el estallido de la crisis en particular, no han hecho sino ahondar en estas tendencias. Pero además, estas relaciones económicas tienen su correlación en las relaciones de poder, y eso es lo que vamos a ver a continuación.
Capítulo 5 del libro Lo llamaban democracia. De la crisis económica al cuestionamiento de un régimen político (Colectivo Novecento)
http://colectivonovecento.org/2014/03/19/quien-paga-la-factura-regresion-salarial-y-desigualdad/
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.