Todas las crisis se parecen. Cuando ruge la tempestad, el capitán llama a la solidaridad. Una vez pasada la amenaza, la unión se esfuma: mientras unos se dejan la vida manteniendo el barco a flote, otros bailan despreocupadamente en cubierta. ¿Se repetirá la historia o la pandemia provocará un cambio de rumbo?
La crisis que atravesamos no es de naturaleza sanitaria, sino económica. El aletear de mariposa que sin duda tuvo lugar en el mercado de Wuhan ha progresado siguiendo las líneas de fragilidad del capitalismo globalizado y liberalizado que, durante cuarenta años, ha desplegado sus “cadenas de valor” al vaivén de las quimeras que le prometían rendimientos fáciles: la captación financiera, la competencia “libre y no falseada” por los costes salariales, el “justo a tiempo”, el lean management, el saqueo de los recursos naturales, la obsolescencia programada, la reducción del número de mascarillas y camas en los hospitales, la austeridad.
Nos encontramos solo en el principio, pero ya los economistas se preguntan: “¿quién pagará y cómo?”. Una profesión que no se ganaría el pan sin esa levadura que se anima ante la simple mención de los “costes” no puede dejar pasar semejante ocasión de plantear la cuestión. Esta vez, no podemos quitarle la razón. En efecto, es uno de los mayores interrogantes que acompañará la perspectiva de una “vuelta a la normalidad”: ¿qué es “normal”, qué es una “vuelta” y son posibles nuevas “perspectivas” que no vuelvan a cubrir el horizonte?
Aunque económica, esta crisis no se parece a nada realmente conocido en la historia del capitalismo. Ni clásica, ni keynesiana, no responde ni a una crisis de oferta, debida a trabas institucionales, tecnológicas o a una disponibilidad insuficiente de los factores de producción (el capital, el trabajo y los recursos naturales), ni a un hundimiento repentino de la demanda, aunque el régimen de formación de la demanda sea estructuralmente débil desde hace cuarenta años. Básicamente, es el resultado de decisiones soberanas (y, en menor grado, de medidas de protección adoptadas individualmente) que han llevado a detener brutalmente sectores enteros del sistema productivo. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) calcula que a nivel mundial “1250 millones de trabajadores, alrededor del 38% de la mano de obra mundial, están empleados en sectores que actualmente deben hacer frente a un severo descenso de la producción y a un riesgo elevado de desplazamiento de sus plantillas. Entre los sectores clave figuran el comercio minorista, la hostelería y la restauración así como el sector manufacturero” (1). Un riesgo cuyos resultados ya se pueden calcular. Según la OIT, la caída de horas trabajadas en el mundo será de un 6,7% en el segundo trimestre de 2020: una pérdida equivalente a 195 millones de empleos a tiempo completo. Según un estudio publicado por Naciones Unidas (2), esta crisis precipitará a 500 millones de personas en la pobreza como consecuencia de la reducción de la actividad y la pérdida de empleos.
Por tanto, una parte de la respuesta a la pregunta “¿quién pagará?” ya la tenemos delante de nosotros y no necesita conjugarse en futuro: los primeros costes de la crisis corresponden a las pérdidas inmediatas de producción de bienes y servicios (útiles o fútiles, tóxicos o no), que sin duda no se recuperarán. Estas pérdidas son soportadas por los trabajadores cuyos ingresos han disminuido o se han volatilizado, en contrapartida por la producción no realizada y no vendida. Es la parte fundamental de lo que nos cuesta y nos costará luchar de este modo contra la propagación del virus.
Pero, generalmente, la cuestión del coste y de su asunción no se plantea bajo ese ángulo. Pasando muy rápido de los platos rotos a los esfuerzos que se hacen o se harán para intentar recomponerlos, inmediatamente nos vemos transportados al pie de la montaña de deudas públicas que los Estados y los sistemas de seguridad social habrán contraído al sufrir también ese shock y tratar de amortiguar los destrozos y sufrimientos provocados por la caída de la producción. Y eso, ¿quién lo pagará?
Sin duda, no es una cuestión menos interesante que la primera, pero aunque no hemos terminado con la primera factura, la segunda (las deudas soportadas por los Estados), amenaza con ser el verdadero coste de la crisis. En realidad, no es otra cosa que la suma, por un lado, de esas restricciones de producción que soportan directamente los Estados, y, por el otro, de las reasignaciones de ese primer coste entre los agentes institucionales que las padecen. En efecto, el Estado, al igual que las empresas y los hogares, padece directamente las restricciones de producción y sufre parte de esas pérdidas, en forma de menos ingresos fiscales (impuestos de sociedades y sobre la renta, índice sobre el valor añadido y tasas sobre los productos petroleros, etc.). En todo el mundo, se conceden a las empresas aplazamientos de sus obligaciones tributarias y sociales, se les ofrecen facilidades o garantías de préstamo y se mantienen o refuerzan medidas de apoyo a los hogares mediante la concesión de subsidios, en forma de indemnizaciones por desempleo (total o parcial). Mañana, sin duda, serán necesarias asunciones de deudas, recapitalizaciones y nacionalizaciones para rescatar a las empresas en dificultades (mientras que el sistema productivo seguirá más o menos en marcha) a causa del previsible aumento de su endeudamiento. Este último, que ya había alcanzado niveles inquietantes antes de la crisis del coronavirus, podría dispararse, lo que permite presagiar quiebras catastróficas. En un premonitorio estudio de octubre de 2019 que simulaba una recesión mundial del orden de 4 puntos del producto interior bruto (PIB) anual (es decir, con la mitad del nivel de violencia de la crisis financiera de 2008), el Fondo Monetario Internacional (FMI) conjeturaba que el montante global de las deudas de empresas calificadas de riesgo aumentaría brutalmente en 19 billones de dólares (más de 17 billones de euros), hasta alcanzar un 40% del total de los créditos de sociedades privadas en 2021 (3). Ya hay que rehacer esos cálculos, dado que las pérdidas de producción estimadas para la crisis actual ya son dos veces superiores a ese escenario catastrófico. Los Estados saldrán de esta crisis mucho más endeudados que hace unos meses.
Antes de ver quién pagará la cuenta, clarifiquemos dos puntos. En primer lugar, el coste de la deuda soportada por un Estado no corresponde al reembolso futuro de sus acreedores (en cinco, diez o treinta años). En general, el Estado consigue hacer “girar su deuda” y los acreedores cambian papeles viejos por otros nuevos. De tal forma que siempre reembolsa a sus acreedores, pero no su deuda. En segundo lugar, conviene tranquilizar a aquellos preocupados por la disponibilidad de los fondos necesarios para seguir el ascenso hasta la cumbre de la necesidad de endeudamiento de los Estados. Como elegantemente expresa el economista Bruno Tinel, “si pensamos que hay demasiadas deudas, hay que ser coherente, y decir también que hay demasiado ahorro” (4).
Por tanto, para el Estado, el coste real del endeudamiento no es la amortización del capital que toma prestado, sino los intereses que debe pagar anualmente a sus acreedores. Por consiguiente, la pregunta es: ¿ese coste será soportable a largo plazo para la sociedad y, si no es posible, podemos deshacernos de él (y cómo)? Por el momento, los tipos de interés sobre las deudas públicas de los principales países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) no se han disparado. España, Portugal, Grecia e Italia siguen logrando colocar deuda a diez años con tipos nominales comprendidos entre el 1% y el 2%. En el caso de Estados Unidos, Alemania, Francia, Japón y Reino Unido, siguen por debajo del 1%: teniendo en cuenta la inflación, todos estos Estados consiguen obtener préstamos con tasas de interés reales próximas a cero, incluso negativas. Por lo tanto, el coste de las deudas públicas podría seguir siendo muy soportable –y nadie tendría que pagarlo realmente– si los actores financieros no entran en pánico ante el incremento de las deudas públicas, y si no se ponen a reclamar a los Estados ese salario del miedo (el miedo: la principal fuerza de esa gente que a veces es descrita como “riesgófila”).
¿Qué pasaría y qué podrían hacer los Estados y las autoridades monetarias si el pánico se apoderara de los actores financieros (los fondos de pensiones, fondos de seguros de vida, los fondos de ahorro mutualista y los bancos) que gestionan el ahorro de los hogares y las empresas? Si dicho pánico se desatara, sin duda sería selectivo, y volvería a abrir el abanico de las tasas de interés reclamadas a los diferentes Estados de la eurozona. Sin duda, el Sur se vería más amenazado que el Norte. En ese caso, se podría pensar que el “paraguas” abierto por el Banco Central Europeo (BCE) en 2012 –cuando Mario Draghi, por entonces presidente de la institución, anunció que “el BCE haría todo lo necesario para salvar la zona euro”– permanecería abierto, como lo ha estado a lo largo de la política llamada de flexibilización cuantitativa. El hecho de que el BCE diga que está listo para comprar en los mercados secundarios todas las deudas soberanas que fueran objeto de ventas excesivas (provocando una tensión al alza sobre los tipos de interés de estas deudas), y que estas promesas se avalen con acciones convincentes, quizá podría bastar. Pero nadie puede decir en este momento cuál será el nivel de acumulación de las deudas públicas, o a partir de qué cantidad (¿120%, 150%, 200% del PIB?) suscitarán tal desconfianza que ni siquiera la perspectiva de un comprador de último recurso tranquilizará ya. Este punto de inflexión podría situarse bastante arriba, teniendo en cuenta que no quedan muchas más opciones competitivas y satisfactorias con las que tranquilizar al ahorrador. Con todo, el escenario de un nuevo crac no debe descartarse. En ese caso, habrá que pensar en la manera de deshacerse de parte de estas deudas públicas, o de neutralizar su carga. En resumen, habrá que preguntarse… “¿quién pagará?”.
En ese nivel de gravedad de la crisis, faltan algunas llaves en la caja de herramientas ortodoxa. En un artículo publicado en el periódico económico Les Échos (5), Jean Tirole –uno de los jefes de fila franceses de la teoría neoclásica (la corriente económica dominante desde hace cincuenta años) y ganador en 2014 del Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel (conocido, erróneamente, bajo el nombre de Premio Nobel)– se ve obligado a franquear los límites de su doctrina y a tomar prestadas algunas herramientas a sus vecinos al tratar de responder a la cuestión.
El economista examina cuatro soluciones con las que responder a la explosión de deuda pública. La primera consiste en el repudio de una parte de estas deudas públicas, una opción que Tirole parece mencionar solo para descartarla: la operación se considera “delicada” porque empañaría indefinidamente la reputación de los Estados que optaran por ella. Durante un tiempo, no podrían volver a pedir prestado y, por lo tanto, se verían obligados a equilibrar sus presupuestos de inmediato, lo que agregaría una crisis de demanda negativa en un momento en el que la economía no la necesita. Un callejón sin salida pues, a ojos de Tirole. No obstante, esta clase de operación, que recurre a las clases acomodadas y a la renta, no siempre ha tenido las desventajas que se cree. A veces ha permitido una rápida recuperación de los Estados que han optado por ella (6).
La segunda solución consiste en subir los impuestos y reducir el gasto, para ralentizar el endeudamiento: “Los Estados imponen impuestos excepcionales a los más ricos, por ejemplo sobre el patrimonio, así como, para hacer frente a sus necesidades en finanzas públicas, a las clases medias”, explica Tirole. Una especie de retorno a la austeridad de antes, pero mejor repartida, sobre la que el autor realmente no dice lo que piensa. Visiblemente, la opción de un mejor reparto todavía no es la del ministro de Economía y Finanzas francés, Bruno le Maire, quien se contenta con la austeridad “a largo plazo”: “A largo plazo, es necesario contar con finanzas públicas saneadas y reducir la deuda” (7). Entre estas señales, incluiremos sin duda algunos giros inesperados, como el de Alain Minc, quien defiende ahora la idea de una “deuda a perpetuidad” que el Estado nunca devolvería (8). O, por supuesto, el paso a un lado efectuado por Jean Tirole, quien reclama, sin decirlo, muchos otros a las instituciones europeas, a sus líderes… y a “la educación que les ha formado”.
Notas:
(1) “Observatorio de la OIT: El COVID-19 y el mundo del trabajo. 2.ª edición”, Organización Internacional del Trabajo, Ginebra, 7 de abril de 2020.
(2) Chris Hoy, Eduardo Ortiz-Juarez y Andy Sumner, “Estimates of the impact of covid-19 on global poverty” (PDF), documento de trabajo, United Nations University, Helsinki, 8 de abril de 2020.
(3) “Global Financial Stability report”, Fondo Monetario Internacional, Washington, DC, octubre de 2019.
(4) Bruno Tinel, Dette publique: sortir du catastrophisme, Raisons d’agir, París, 2016.
(5) “Jean Tirole: quatre scénarios pour payer la facture de la crise”, Les Échos, París, 1 de abril de 2020.
(6) Véase Renaud Lambert, “Deuda pública, un siglo de enfrentamientos”, Le Monde diplomatique en español, marzo de 2015.
(7) “Gérald Darmanin et Bruno Le Maire: ‘Le plan d’urgence révisé à 100 milliards d’euros’”, Les Échos, París, 9 de abril de 2020.], afirma, sin precisar a quién se recurrirá para conseguirlo.
¿Tercera solución? La mutualización de una parte de las deudas públicas dentro de la zona euro: los famosos “coronabonos”, rechazados por los países del Norte unos días después de la publicación del artículo de Tirole. Sin embargo, la idea no era mala en el caso de que el aumento de las tasas de interés afectara a un número limitado de Estados, que podrían haberse beneficiado del mayor grado de confianza del que disfruta la media de las deudas soberanas. Obviamente no sería de ninguna ayuda si la desconfianza hacia las deudas públicas se generalizara.
Queda la cuarta solución, la preferida de Tirole, según da a entender: la monetización de las deudas (y no solo la de los Estados), es decir, su compra por los bancos centrales. Tirole enfatiza que la cuestión del reembolso ya no se plantearía: “No existe plazo formal para el reembolso por parte de los Estados; una compra que se supone temporal puede de facto convertirse en permanente”. En efecto, a la hora de reembolsar su deuda al BCE, un Estado podría emitir paralelamente nueva deuda ante los actores financieros (para encontrar el efectivo necesario), deuda enseguida comprada por el BCE en los mercados secundarios. Sin duda, una deuda con el BCE convertida en permanente, como una línea de crédito renovada in aeternum, sería una preocupación menos para los Estados. Pero ¿qué pasa con el pago de intereses? Jean Tirole no dice nada al respecto. Ahora bien, quizá sea necesario innovar en ese punto, o de lo contrario la carga real de la deuda pública subsistirá completamente.
Seguramente, lo más sencillo sería dar por perdidas las deudas compradas por el banco central: una forma concertada de repudio de las deudas públicas. Dicha solución tendría el mérito de no engañar a ningún agente privado (que habrían consentido en la compra de sus títulos por parte del BCE, a poco que este pagara su precio) y de no espolear la inflación, dado que la liquidez proporcionada a los agentes privados para comprar sus deudas sobre los Estados no aumenta su riqueza ni genera ingresos ficticios (no se trata de “dinero helicóptero”, según la imagen utilizada por Milton Friedman para describir el dinero que un Estado distribuiría a la población con la esperanza de que al gastarlo reactivara la economía). Semejante operación de repudio concertado de las deudas públicas, efectuada a gran escala, obviamente se traduciría en gigantescas pérdidas de activos para el BCE, cuyos propios fondos se volverían negativos de manera igual de vertiginosa. Quizás llegue el día en que todos tengan que preguntarse: ¿realmente es un problema? Si los Estados se vieran obligados a rescatar al BCE, el impasse sería evidente. Pero ese no es el caso, al menos desde un punto de vista institucional. El obstáculo que bloquea ese camino se revela menos económico, técnico o institucional que político: sería necesario que los dirigentes actuales consintieran en lo que siempre han presentado como imposible. No obstante, ¿no es hora de rupturas?
Sin embargo, queda una última solución que Tirole no contempla: crear (o regenerar) a nivel europeo un régimen de “inflación suave”, mediante la coordinación de nuestras políticas salariales, de forma que esta dé un nuevo impulso a los aumentos salariales nominales (es decir, sin tener en cuenta la inflación). Al coordinarnos (Gobiernos, sindicatos, BCE), al menos a nivel de la zona euro, este régimen de inflación de origen salarial podría permanecer bajo control. Podría ser una oportunidad para calibrar los ritmos de incremento de los salarios nominales de manera diferenciada por cada país miembro (para reequilibrar las diferencias de tipos de cambio reales que se han acumulado desde que las devaluaciones ya no les son posibles). Y esto, con el fin de equilibrar los costes salariales unitarios y reducir los desequilibrios comerciales que son su consecuencia.
Este régimen de inflación suave aligeraría la carga de las deudas públicas, en detrimento de los prestamistas más ricos. Siempre se hace así después de una guerra –y ¿acaso no dicen que estamos en guerra?–. En un primer momento, los Gobiernos financian el gasto en armamento pidiendo a los rentistas que adelanten el dinero y se lo devuelvan años o décadas después… en una moneda cuyo poder adquisitivo se ha erosionado. No se corre peligro de engañar a los pobres en el mismo movimiento: no tienen dinero. La generación de una inflación suave de origen salarial, coordinada y diferenciada en la eurozona podría ser una solución para aligerar la carga de las deudas acumuladas, recurriendo a los rentistas, de manera no demasiado violenta pero prolongada (con una tasa del 2% al 3% de erosión monetaria por año).
Ciertamente, monetizar parte de la deuda pública para destruirla o crear un régimen de suave inflación salarial son ideas que parecen iconoclastas. Pero, como dijo en su día el economista británico John Maynard Keynes a propósito de su país, si la crisis que estamos viviendo continúa o se agrava, los estadistas y gestores económicos deberían poder “limitar las consecuencias más graves de los errores de la educación que les ha formado, haciendo cosas que son casi inconsecuentes respecto a sus propios principios, pero que en la práctica no son ni ortodoxas ni heréticas, como ya evidencian determinadas señales” [[John Maynard Keynes, La Pauvreté dans l’abondance, Gallimard, París, 2002.
(8) “Alain Minc: pour une dette publique à perpétuité!”, Les Échos, 16 de abril de 2020.
Laurent Cordonnier, economista, profesor en la Universidad Lille-I.