Julia Navarro, su autora, niega enfáticamente que una novela como Dispara, yo ya estoy muerto[1]sea en absoluto una novela histórica porque lo que hace es “historias de personajes”.
Una novela es siempre “historia de personajes”. Y se le atribuye el carácter de “novela histórica” a aquellas historias de personajes que se entretejen con datos históricos reales. Algunos autores tienen la precaución de integrar en su relato ficticio personajes históricos únicamente con los datos reales conocidos y dejando en todo caso el tejido novelesco para los personajes gestados por el autor.
Julia Navarro invoca permanentemente tramos históricos, reales, verificables, en su construcción. Entretejiendo los destinos de dos familias, una judía y otra palestina, desde los mismísimos fines del siglo XIX.
Y procura un minué histórico, sucediéndose las generaciones de ambas familias, entrelazadas emocional, material y hasta amorosamente (aunque la disonancia palestino-judío convierta esos amores en conflictos de altísimo voltaje).
Con el buen tino de presentar prácticamente a todos sus personajes como buenos.
Sin embargo, el relato está plagado de trampas históricas, culturales, políticas ideológicas, de tal envergadura que uno bien puede preguntarse sobre el origen, el perfil y hasta el motivo de tantas incongruencias y falsedades que no provienen del carácter novelesco sino de lo que está tomado como marco histórico.
El comienzo del contrapunto señalado aparece en el capítulo 3, página 159 en esta edición, de un total de 900 páginas. Casi al comienzo, diríamos. Pero toda la primera parte, esas 160 páginas, nos muestran al verdadero protagonista de todo el relato, Samuel Zucker, que se prolongará en el personaje de su hijo, Ezequiel.
Ese hombre, judío, con abundante fortuna y más abundantes infortunios, es el eje de todo el relato. Un ruso judío que en rigor es un judío ruso que no es sionista.
Los personajes palestinos son también extraordinariamente nobles, pero en general funcionan como contrafiguras. Y los personajes más extraordinarios entre los palestinos tienen a menudo alguna “mancha” que no vemos en los judíos: Mohamed, por ejemplo, tan íntegro en su vida emocional y política, es contenidamente irascible; Wädi, un esforzado docente, carente de toda agresividad, osado, abnegado, vivirá su vida con cicatrices en su rostro producidas por un salvataje que acometió como niño para con otro niño más chico, judío.
Navarro hace fácil el reparto de roles en el “bando judío”: atribuye vejaciones y asesinatos a sionistas del Irgún o de Lehi, y no hay un solo acto de agresión de la Haganá. No solo eso, sino que adopta acríticamente, el término que el sionismo en el poder le otorgará a su ejército: Ejército de Defensa de Israel, Fuerzas de Defensa de Israel. Así se denomina oficialmente a un ejército de ocupación.
Ben Gurion o Golda Meir son presentados como sionistas partidarios consecuentes de la paz, igual que la Haganá. Sabemos que hay una historia oficial que dice eso, pero choca demasiado penosamente con los datos históricos.
Navarro no distingue lo que historiadores llaman Antiguo Yishuv y Nuevo Yishuv. Así se autodenominaron las colonias judías en Palestina. La diferencia tiene enorme significación, porque el Antiguo no era sionista y el Nuevo sí. Y hubo conflictos entre ambas colectividades, que incluso se zanjaron a los tiros, algo que Navarro ignora deliberadamente o por simple ignorancia (que no resultaría del todo aceptable, si pensamos que estamos ante una novela histórica, mal que le pese el calificativo a la autora).
Navarro hace eje, brinda protagonismo a un personaje colectivo; la Huerta de la Esperanza. Nos preguntamos si existió algo así alguna vez. Si hubiese llegado a existir habría sido absolutamente excepcional, en la historia; en la vida real nunca dejó trazas. La Huerta de la Esperanza es una suerte de granja interfamiliar, como un pequeño kibutz compuesto por un par de familias judías y otras tantas palestinas. No se reconoce nada así en la historia hasta hoy conocida.
Los kibutzim, sí, fueron un elemento importante, tal vez clave, en el desarrollo del sionismo en Palestina y en la formación del mismo Estado de Israel. Una característica fundamental del movimiento kibutziano fue su constitución exclusivamente con judíos.
El divorcio con el discurrir cuasi protagónico de la Huerta de la Esperanza es así radical.
Con la consolidación del Estado de Israel y el prestigio obtenido por los kibutzim, sus referentes se permitieron, luego de asentado el dominio militar, albergar mano de obra de jóvenes que admiraban al novel estado judío (sobre todo alemanes, que cumplían algún tipo de expiación tácita…). Incluso antes, como experiencia excepcional, algún kibutz admitió algún intelectual árabe en una experiencia de trabajo.[2]
Si llegó a existir en Palestina algo como una Huerta de la Esperanza habría sido totalmente anómalo, algo enteramente no representativo. Que el relato de Navarro normaliza e incluso eleva a arquetipo.
Aunque la Huerta de la Esperanza insume varios centenares de páginas, Navarro no aborda episodios claves de la historia judeopalestina, como la huelga general palestina de 1936, nada menos, reclamando el cese de la invasión por goteo de judíos sobre una tierra progresivamente extranjerizada (para los palestinos; para los judíos bíblicos un retorno). Una huelga que fue transformándose en insurreccional, reprimida con mano de hierro tanto por los colonialistas británicos, que no admitían resistencias de sus avasallados, como por los judíos que a esa altura habían sabido aprovecharse de la fuerte hospitalidad árabe para sonsacar conocimientos y golpearlos más duramente. Tres años atroces, con miles de muertos palestinos a manos de judíos e ingleses (los palestinos también mataron a ingleses y a judíos, decenas o centenares; ciertamente, no hubo muertos entre ingleses y judíos, que actuaron coordinadamente, por ejemplo atacando unidos aldeas palestinas).
Semejante “capítulo” fue la primera intifada contra la labor de zapa de la penetración sionista, insurrección condenada al fracaso porque es increíblemente difícil que una sociedad sin armas (o usando apenas, como último recurso, las escopetas de caza) pueda sacarse de encima una invasión en toda la línea, en el que pacientes atacantes primero se adueñan de tierras, postergando siempre el uso de la fuerza, y palmo a palmo van adueñándose de los distintos resortes de una sociedad; mientras los nativos son hospitalarios, los recién llegados aprovechan esos usos civiles, no militares, para ir avanzando en una guerra no declarada…
Evitar personajes “villanos”, algo que hace con buen oficio la autora, impide caer en el maniqueísmo y realza el relato. Escamotea, sin embargo, un rasgo básico de la penetración sionista en Palestina: su alianza estrecha, política, económica, ideológica, con el colonialismo y sus atroces métodos de sojuzgamiento. Una despiadada política de despojo (que le hará recordar a algún sionista recién llegado a Palestina, que estaban ocasionándole a los palestinos el mismo daño que, por ejemplo, las bandas progromistas les habían infligido a los judíos).
Navarro califica a Ben Gurion como “conciliador” porque acepta “la solución de dos estados”. Lo que Navarro “olvida” es que Ben Gurion estimó factible dejarle un estrecho espacio sin margen de maniobra a los palestinos; no el proclamado 50 % y 50 % (que la ONU tradujo tramposamente en 53% para judíos, 46% para palestinos y 1% para internacionalización de territorios), sino un 10 % o un 20%… (que fue lo que dejaron luego de la arremetida de 1948…)
Navarro opone el Irgún y el Lehi a la Haganá, ignorando todo el trabajo común y combinado que hicieron. Haciendo de “el policía” bueno y el malo, pero con el mismo objetivo: la apropiación de un territorio proclamado como propio sobre bases bíblicas. Eso mismo plantea la contradicción brutal entre la apropiación “bíblica” y el carácter inicialmente laico del sionismo.
Los personajes judíos son tan pero tan nobles que, por ejemplo, aun convirtiéndose en dueños de los medios de producción en Palestina, por llegar al país con mucho dinero, no hacen distingos entre trabajadores palestinos y judíos. ”Jeremías no hacia distingos y le trataba como a uno más en el trabajo.”
Navarro pasa por alto que la mismísima sindical sionista, la Histadrut, se funda con empresarios y obreros… judíos, unidos. Y a la vez, sin admisión entonces de trabajadores palestinos. Como la mano de obra palestina era más barata, algunos patronos judíos optaban por asalariados palestinos. Histadrut encaró ese “problema” y obligó a pagar a todos los asalariados igual salario.
Pero era el sindicato el que se adueñaba del diferencial en el caso de los expoliados trabajadores palestinos, que siguieron cobrando mucho menos que los equivalentes judíos. Como además, les estaba vedado pertenecer a la Histadrut, la central sindical se adueñaba de esa diferencia salarial y la aplicaba a mejorar sus servicios, sanitarios, habitacionales, educacionales, para los afiliados, exclusivamente judíos. Nada de eso ni siquiera asoma en la pintura de Navarro.
Son tantas las omisiones, tantos los sesgos, siempre para un mismo lado, que uno no puede valerse de la ingenuidad o de la espontaneidad para reconocer el trabajo de Navarro; antes bien, la autora ha compuesto con rigor y tomando partido, una semblanza del conflicto con la cual, aunque “les perdona la vida” a sus personajes palestinos, e incluso a menudo los engrandece, los deja siempre en un segundo plano respecto de los verdaderos héroes, no violentos (sic!) de la colonización judía en Palestina.
Me pregunto qué diría Jerimoth [nombre fingido], un viejo amigo judío, nonagenario, de esta pintura histórica… ¡todavía atormentado por el desprecio con el que en 1948 mataban displicentemente a los campesinos palestinos que se infiltraban en la flamante Israel… desarmados, para cuidar los plantíos de los terrenitos de donde habían sido desalojados!
El último contrapunto, por ejemplo, ubica toda la violencia en un personaje palestino y toda la capacidad de sacrificio (o una suerte de suicidio por mano ajena) en uno judío. Exactamente al revés de lo que ha sido la verdad histórica.
La benevolencia, por no calificarlo más ácidamente, hacia el asentamiento judío en Palestina es tan enorme que por ejemplo, tenemos que escuchar de boca de un personaje palestino muy lúcido, patriota y anticolonialista: “los británicos solo querían acabar con el imperio otomano y no les interesa sustituir un imperio por otro.” ¿Podía haber tanta candidez para ver al imperio otomano y no al British Empire (que ni siquiera se esconde en el nombre)? Y colocar esa zoncera en boca de Mohamed, un personaje relevante y valioso, de la novela, ¿no resulta demasiado cómplice para con el eje anglosionista?
Navarro comete en este pasaje, como en tantos otros, una licencia ideológica de tal alcance que en rigor resulta una estafa intelectual.
Ese personaje de Mohamed resulta “inmejorable”: cuando otro palestino recuerda, escueta y verazmente, que los judíos “se están haciendo con nuestras tierras”, Mohamed replica: “Les estamos vendiendo nuestras tierras, no les culpemos por eso.”
Prácticamente no hubo palestinos vendiéndole tierras a sionistas (salvo algún caso aislado). El proceso era, grosso modo, así: llegaban judíos, con o sin plata. La Agencia Judía, con dinero en mano, los ponía en contacto con un effendi, un propietario turco ausentista, residente en Estambul o Constantinopla, a quien se le ofrecía una generosa cantidad de dinero que sobrepasaba el rendimiento de sus tierras con mano de obra palestina. El propietario cerraba prestamente el negocio. Recibía más dinero del que jamás había imaginado. Acentuaba su rentismo parasitario. Y se olvidaba de su tierra. Y del puñado, a veces decenas de trabajadores agrícolas, que lo habían mantenido hasta entonces.
Con la policía turca hasta 1918, y con la derrota germano-turca, con la inglesa desde 1918, los judíos tomaban posesión del terreno y dejaban literalmente en la calle y en el hambre a los campesinos despojados, esos sí, palestinos. Ésa fue la secuencia que una sociedad sin estado propio soportó hasta hacerse intolerable y que luego de estallidos locales en 1921, 1929, culminó con una huelga generalizada en 1936, de tipo insurreccional, reprimida a sangre y fuego.
No conocemos ni la biografía de Navarro ni sus muy probables vinculaciones con el Estado de Israel. Es indudable que el EdI debería conchabar a Julia Navarro como su agente de RR.PP. Pero también sabemos que si el EdI es mínimamente inteligente, de ninguna manera va a contratar a JN como agente de RR.PP. Muy por el contrario, habrán de conservar una celosa independencia recíproca. Que es lo que le asegura fuerza al mensaje de esta mujer, española criada durante la cultura del franquismo más neto. Ha logrado estampar una “política de buena vecindad”, la “solución de dos estados” y obediencia incondicional a presuntos mandatos de la ONU.
Tomemos este último punto. ¿Cuándo la ONU pudo atribuirse la capacidad demiúrgica de construir estados (o destruirlos) que Navarro da por descontado? Que yo sepa, nunca.
Navarro nos cuenta que el 29 de noviembre de 1947 la ONU se reunió para votar el plan que la mayoría de la comisión (UNSCOP) había elaborado (la minoría había elaborado otro informe, muy distinto). Y personajes de la novela se juntan para “escuchar juntos la decisión de la ONU.” [sic]
La ONU no tenía (ni tiene) teóricamente tales atributos. Los que concretan la partición (y no la señalada por la ONU) son los judíos, mediante toma violenta de tierras, aunque lo que oscurece ese cuadro es que en ese agitado proceso ya sin el British Empire allí presente, actúan algunas desmadradas fuerzas árabes de países limítrofes como “salvando la ropa” de la causa árabe o panárabe…
Hacia el final, pese a tratarse de un texto de 900 páginas, adopta el ritmo de los cuentos cortos o de las novelas de detectives, precipitando una seguidilla de acontecimientos claves, desnudando personajes y móviles con marcado efecto de suspense, que revelan conexiones e imbricaciones que solo organizaciones con fuerte pensamiento colectivo, podrían congeniar. Un final con un desenlace que ratificaría la fama del MOSSAD y sus despliegues ocultos presentados como magistrales.
El remate a toda orquesta que doña Navarro
rinde a los sionistas.
[1] Penguin Random House, Buenos Aires, 2018.
[2] Conozco exclusivamente el caso de A. R. Abdel-Kader, descendiente de un líder árabe. Un intelectual marxista prosoviético que con su prisma ideológico repudiaba la política imperial turca, la británica y simpatizaba con el sionismo que tomaba por movimiento de liberación nacional, deslumbrado por sus capacidades técnicas; Abdel-Kader representa un testimonio particularmente ciego a la cuestión colonial.
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