Mi casa en Beirut ha sido una cápsula del tiempo durante casi 30 años: un lugar donde el todo se detuvo. Me he sentado en mi balcón con vista al Mediterráneo durante los pegajosos y sudorosos veranos y en los tornados del invierno, mirando el horizonte de medianoche iluminado por el fuego de un relámpago. […]
Mi casa en Beirut ha sido una cápsula del tiempo durante casi 30 años: un lugar donde el todo se detuvo. Me he sentado en mi balcón con vista al Mediterráneo durante los pegajosos y sudorosos veranos y en los tornados del invierno, mirando el horizonte de medianoche iluminado por el fuego de un relámpago. Las olas adquieren un color oro brillante cuando se deslizan amenazadoramente hacia mi edificio. Me he despertado al escuchar las hojas de las palmeras golpear una con otra, o a causa de la lluvia que azota los protectores de madera de mis ventanas francesas, oyendo el ruido de la marea bajo mi habitación.
Llegué a Líbano en 1976, cuando tenía sólo 29 años; como he vivido aquí desde entonces, y porque siempre he trabajado haciendo crónica de las traiciones, la alevosía y el engaño en la historia de Medio Oriente durante todo este tiempo, siempre me sentí de 29 años.
Abed, mi chofer, se ha hecho más viejo. Noto lo mucho que se ha encorvado cuando en las mañanas me trae los diarios matutinos de Beirut y el ejemplar de The Independent, llegado desde Londres con un día de retraso.
Mi casero Mustafá, quien vive en el departamento de abajo, tiene ahora más de 70 años. Sigue siendo esbelto como un atleta y se ha vuelto más astuto, pero a veces parece más cansado de lo que solía estar.
Los periodistas que conocí en 1976 han ascendido a editores asociados, editores ejecutivos o editores administrativos. Uno fundó una cervecería y se volvió millonario. Se han casado, tienen hijos. Algunos han muerto. Leo los obituarios de los periódicos porque no hay nada tan satisfactorio como la narración de una vida que tiene tanto un fin como un principio, y noto que los años de nacimiento de los que mueren empiezan a aproximarse cada vez más al mío.
Cuando llegué a Beirut, las columnas de obituarios aún reseñaban la vida y muerte de veteranos de la Gran Guerra, como mi papá. Entonces los años de nacimiento estaban entre los años 20 y 30, y mantenían una cómoda distancia de al menos 10 años de mi primera década. Pero ahora, el muy amistoso »1946» aparece al pie de la página. A veces he conocido a estos recién fallecidos, hombres y mujeres, que en algunos casos son soldados, estadistas, maleantes y asesinos con los que coincidí en las pasadas tres décadas en Medio Oriente, Yugoslavia e Irlanda del Norte. A veces soy yo quien escribe estos obituarios.
Aun así, tuve 29 años. Entonces podía ver los años anteriores con recuerdos apesadumbrados, pero sin sueños ni dolor. Líbano tenía una historia brutal, pero para mí era un lugar de enorme generosidad. Me enseñó a mantenerme vivo. Entre todos los recuerdos de guerra, amistades, temor, libros leídos pasada la medianoche y hasta la madrugada, cuando el amanecer aparece de entre las cortinas, siempre estuvo la idea de que Beirut era el lugar al que llegaba, cuando debía volver a mi hogar.
Cuántas veces he estado a bordo de un pequeño avión de Middle East Airlines, un viejo 707, proveniente del Golfo, Egipto, los Balcanes y otras partes de Europa, y visto el promontorio de Beirut surgir del Mediterráneo «como la cabeza de un anciano marino» y escuchado la voz metálica que pide permiso para acercarse a la pista de aterrizaje. Cuando esto sucede pienso que en media hora estaré pidiendo un gin and tonic y salmón ahumado en el restaurante Spaghetteria, en la calle Eil el Mreisse, tan cerca de mi casa que puedo mandar a Abed con su familia y volver caminando a mi departamento a lo largo de la costera, sintiendo el olor del cardamomo, del café y del maíz en mazorca.
Por supuesto me doy cuenta de la verdad. A veces, cuando me levanto de la cama por las mañanas, oigo crujir los huesos de mis pies. Noto que el cabello que ha quedado en mi almohada es casi todo plateado. Cuando me voy a afeitar, me miro al espejo y veo, ahora más que nunca, que me devuelve la mirada el rostro del viejo Bill Fisk. Sin embargo, estoy tan rodeado de tanta historia que una edad individual no parece tener mucho significado.
Los caballeros de la Primera Cruzada, después de masacrar a casi toda la población de Beirut, se han desplegado a lo largo de la orilla del Mediterráneo hacia Jerusalén para evitar las flechas de los arqueros árabes, y muchas veces me imagino que debieron haber caminado sobre las mismas rocas que están frente a mi balcón, que el mar todavía lame y llena de espuma.
Tengo en mi departamento fotografías de la flota francesa en Beirut, en 1918, y de la llegada del general Henri Gouraud, el primer gobernador del mandato francés. El gobernador viajó a Damasco, se paró sobre la tumba más llena de musgo de toda la mezquita de Omayyad, y en lo que debió ser una de las declaraciones más incendiarias de toda la historia moderna de Medio Oriente, le dijo a la tumba: «Saladino, hemos vuelto».
Un amigo me regaló unos binoculares navales franceses que datan de la época del mandato. Bien pudieron haber colgado del cuello de algún oficial francés, y en las noches los uso para divisar la silueta sobre el horizonte de buques militares israelíes o de barcos de guerra de la OTAN que circulan por la bahía de Beirut.
Cuando la calamitosa fuerza multinacional llegó aquí en 1982 para sacar a los combatientes de Yasser Arafat y proteger a los sobrevivientes de la masacre de Sabra y Chatila, conté 28 barcos de la OTAN desde mi departamento. Desde uno de ellos, los estadunidenses dispararon sus primeras bombas contra Líbano. Una noche vi un extraño resplandor transitar por encima de un vecino complejo de departamentos, y sólo un minuto después me di cuenta de que eran las luces provenientes de un buque de guerra estadunidense, que se alzaban sobre la ciudad.
La guerra le confirió cierta simetría a Beirut. El olor de basura quemada se volvió un símbolo de las noches veraniegas. Los cortes de energía hicieron que me viera obligado a subir y bajar a trote las escaleras en edificios. Alguna vez le comenté groseramente a un amigo que la guerra te mantiene en forma.
Recuerdo otra ocasión en la que volaba hacia Ginebra para ver a una hermosa joven (casualmente junto a mí en el avión viajaba un tal Ahmed Chalabi, pero ésa es otra historia). Reflexioné que Suiza, donde no se puede tirar una cajetilla de cigarros por la ventanilla del auto, era irreal, falsa; una burbuja de lujo dentro de un mundo cruel. La realidad y la normalidad me recibirían cuando regresara a Beirut, con sus basureros quemándose y el tronar del fuego de artillería.
Estuve aquí el último día de la guerra civil, cuando estuve siguiendo los tanques sirios bajo los bombardeos de Baabda. En medio del conflicto, uno nunca cree que la guerra vaya a acabar. Sin embargo terminó. En medio de cadáveres y de una última matanza, pero terminó. Y quedé libre del miedo por primera vez en 14 años.
Después me quedé a ver cómo renacía todo. El lodo que rodeaba mi edificio fue limpiado y ahí plantaron flores y palmeras. Las ruinas dignas de Dresde fueron derribadas y yo podía salir y cenar en lo que había sido el frente principal, ahora poblado de restaurantes italianos. Podía tomar café cerca de las ruinas romanas; comprar chocolates belgas, camisas francesas y libros ingleses.
Lentamente, mi vida se estaba reconstruyendo. Ahora me doy cuenta. No sólo amaba la vida, sino que podía disfrutarla en todos los años por venir.
Claro, hasta esa mañana de Día de San Valentín cuando en la avenida que está a unos metros de mi casa se escuchó el temible rugido de una explosión que lanzó al cielo lenguas de humo café oscuro. Ese fue el momento, creo, en que terminó mi hermoso sueño, como ocurrió a decenas de miles de libaneses. Y ya no me siento de 29 años.