Documento de discusión escrito en 2010, luego de una extensa entrevista con el presidente Chávez
István Mészáros (1930-2017) falleció el 1º de octubre, víctima de un fallo multiorgánico tras sufrir dos accidentes cerebro-vasculares. En 2014 Editorial «Metrópolis» contó con su colaboración al publicar Hugo Chávez y la revolución bolivariana al cumplirse un año de su fallecimiento, que reproducimos en esta oportunidad como homenaje al gran pensador marxista húngaro.
A la memoria del presidente Chávez
1.
En la actualidad, la necesidad de la creación y el éxito de la puesta en marcha de la Nueva Internacional son dolorosamente obvias y urgentes. Los enemigos de un orden reproductivo social históricamente sostenible, que aún hoy ocupan la posición dominante en nuestro mundo cada vez más en peligro, no dudan ni un momento para aprovechar en beneficio de su diseño destructor, con el mayor cinismo e hipocresía. El sistema vigente de toma de decisiones y formación de opinión, los organismos de la comunidad internacional, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para la gran multiplicidad de la prensa nacional e internacional y para los otros medios de comunicación, están bajo su dominio material directo. Esto se ha subrayado en repetidas ocasiones, por los métodos con los que «justifican» sus guerras ilegales en el Medio Oriente y en otras partes, con una vasta red de organismos internacionales y recursos organizativos a su alcance. Al mismo tiempo, los partidarios de una necesaria alternativa socialista están fragmentados y divididos entre sí, en lugar de combinar sus fuerzas a nivel internacional en pos de un enfrentamiento exitoso con sus adversarios.
En realidad, los enemigos del socialismo están tratando de recolonizar el mundo en nombre de su ideología inhumana y absurda que apunta incluso con los medios más violentos a los países del llamado «eje del mal» (en la retórica beligerante del ex presidente de EE.UU. George W. Bush ), y sin rehuir de la promoción abierta del «imperialismo liberal» (en las palabras del «gurú» del Primer Ministro del Partido Laborista Tony Blair y diplomático de alto rango, posteriormente, Asesor Especial del Jefe de Asuntos Exteriores de la Unión Europea, Xavier Solana, llamado Robert Cooper). Es así como uno de los más influyentes periódicos dominicales británicos, The Observer, presenta a Cooper, autor de un agresivo y altamente publicitado manifiesto de propaganda bélica:
«El experimentado diplomático británico Robert Cooper ayudó a dar forma a las arengas del primer ministro británico, Tony Blair, para un nuevo internacionalismo y una nueva doctrina de intervención humanitaria que ponga límites a la soberanía del Estado. El llamado de Cooper para un nuevo imperialismo liberal y la admisión de la necesidad de un doble estándar en la política exterior han indignado a la izquierda, pero el ensayo [popularizado por The Observer ] ofrece una visión no oficial rara y cándida en la filosofía de la estrategia británica en Afganistán, Irak y más allá.»[1]
De hecho, el artículo de Cooper ofrece una racionalización ideológica característica no sólo de la perniciosa idea detrás de «la estrategia británica en Afganistán e Irak», sino también sobre las raíces de la forma de pensar del dominante imperialismo global y hegemónico de los EE.UU. que juega temerariamente con fuego -potencialmente, incluso con fuego nuclear-. Estos son los principales puntos del terriblemente pretencioso artículo de Robert Cooper, que -a causa de su defensa arrogante de «la necesidad del colonialismo» y de una «intervención humanitaria que limite la soberanía» a través de su renovado «internacionalismo» imperialista- deben ser elocuentemente propagandizados y promovidos reverentemente por la prensa burguesa:
«Si bien los miembros del mundo posmoderno pueden no representar un peligro para los otros, tanto las zonas modernas y pre-modernas plantean amenazas. El reto para el mundo postmoderno es acostumbrarnos a la idea de la doble moral. Entre nosotros, operamos sobre la base de leyes y seguridad cooperativa abierta. Pero cuando se trata de los tipos más antiguos de los Estados fuera del continente postmoderno de Europa, tenemos que volver a los métodos más rudos de una era anterior –fuerza, ataque preventivo, engaño-, lo que sea necesario para hacer frente a aquéllos que todavía viven en el mundo del siglo XIX donde los estados se valían por sí mismos. Entre nosotros, mantenemos la ley, pero cuando operamos en la selva, también hay que utilizar las leyes de la selva. El desafío planteado por el mundo pre-moderno es nuevo. El mundo pre-moderno es un mundo de estados fallidos. (…) Es precisamente a causa de la muerte del imperialismo que estamos viendo el surgimiento del mundo pre-moderno. Imperio e imperialismo son palabras que se han convertido en una forma de abuso en el mundo posmoderno. Hoy en día, no hay poderes coloniales dispuestos a asumir el trabajo, a pesar de las oportunidades, tal vez incluso la necesidad de la colonización es tan grande como lo fue en el siglo XIX. Todas las condiciones para el imperialismo están ahí, pero tanto la oferta como la demanda de imperialismo se han secado. Y es más, los débiles siguen necesitando del fuerte y el fuerte todavía necesita un mundo ordenado. Un mundo en el que la eficiente y bien gobernada exportación de estabilidad y libertad, que está abierto a la inversión y al crecimiento, todo esto parece eminentemente deseable. Lo que se necesita entonces es un nuevo tipo de imperialismo, uno aceptable para un mundo de los derechos humanos y los valores cosmopolitas «.[2][3]
El hecho de que el nivel intelectual de tal «pensamiento estratégico» está al nivel de las proyecciones febriles de un charlatán no hace absolutamente ninguna diferencia en sus entusiastas propagandistas. Para los intereses perversos de la agresiva dominación imperialista se deben elevar todas las «visiones» autoproclamadas de este tipo (denominada con jactancia una «visión real» por su autor) a la altura de la universalmente elogiada sabiduría «democrática«. Al mismo tiempo, los hostiles postulados propagandísticos defendidos por ellos deben ser llamados a constituir la manifestación indiscutible de los «derechos humanos y valores cosmopolitas«. Al igual que el grotesco, pero igualmente agresivo decreto del ex presidente Bill Clinton, que con arrogancia proclamó que «sólo hay una nación necesaria, los Estados Unidos de América».
Es comprensible, por supuesto, el mismo espíritu imperialista desnudo se materializa en la amenaza crudamente expresada contra Pakistán por Richard Armitage, el subsecretario de Estado norteamericano en el momento de la presidencia de George W. Bush, según ha informado en una entrevista en vivo por televisión en Washington en 2006 transmitida nada menos que al Jefe de Estado de Pakistán en aquel momento, el general Musharraf, quien recibió la amenaza. Según la amenaza de Armitage, Pakistán sería «bombardeado hasta llevarlo hasta la Edad de Piedra» (sin duda gracias a los buenos servicios del poder destructivo indispensable de armas nucleares) a menos que el Gobierno de Musharraf obedeciese plenamente las órdenes de los Estados Unidos en relación a la guerra en Afganistán.
De la misma manera, otro alto «pensador estratégico» de la Administración de los Estados Unidos, Thomas Barnett, -Investigador Estratégico Senior en el US Naval War College en Newport, Rhodes Island- pontifica en su libro que:
«La visión estratégica de los Estados Unidos necesita centrarse en hacer crecer el número de estados que reconozcan un conjunto estable de normas relativas a la guerra y la paz. (…) Los Estados Unidos, pienso, tiene la responsabilidad de usar su enorme poder para hacer que la globalización sea verdaderamente global. De otro modo, partes de la humanidad serán condenadas a un estado marginal que eventualmente los define como enemigos. Y una vez que los Estados Unidos los nombra enemigos, invariablemente habrá guerra contra ellos, desatando la muerte y la destrucción. Esto no es una asimilación forzada, declama Barnett, ni la extensión del Imperio, sino que es la expansión de la libertad«.[4]
Por otra parte, las consecuencias brutales de esta «visión estratégica de la libertad en expansión» se explican en una entrevista concedida por el mismo Thomas Barnett a la revista Esquire de esta forma abiertamente agresiva y cínica: «¿Qué significa este nuevo enfoque para esta nación y el mundo en el largo plazo? Quiero ser muy claro al respecto: los chicos nunca volverán a casa. Estados Unidos no abandonará el Medio Oriente hasta que el Medio Oriente se una al mundo. Es así de simple. Sin salida, significa sin estrategia de salida«.
Naturalmente, es totalmente irrelevante cuál de los dos partidos conforma el gobierno de los EE. UU. en relación al cinismo y la hipocresía habituales con las que se justifican los crímenes de guerra cometidos agresivamente para el consumo del público. Los presidentes y candidatos a la presidencia de ese país declararon solemnemente como una regla, en rigurosa conformidad al derecho internacional, que en sus emprendimientos bélicos no se tolerará ninguna presión tendiente al «cambio de régimen«, sabiendo muy bien que un «cambio de régimen» es exactamente -en interés del imperialismo hegemónico global de su propio estado- el verdadero objetivo de sus constantes y renovadas aventuras de guerra.
Un ejemplo bastante obvio al respecto, fue el caso del candidato a presidente demócrata y ex vicepresidente Al Gore, quien aseguró a su electorado en 2002, con untuosa hipocresía, que apoyaba sin reservas la guerra contra Irak porque ésta no significaría «un cambio de régimen», pero sí «el desarme de un régimen que poseía armas de destrucción masiva». Las supuestas «armas de destrucción masiva», como todos sabemos, no existían, pero el objetivo cínicamente negado de «un cambio de régimen» fue despiadadamente afirmado en la guerra librada en este país, causando la muerte de cientos de miles de personas.
Nadie debería sorprenderse, entonces, de las políticas totalmente cínicas e hipócritas a las que son forzados los órganos de toma de decisiones internacionales en nuestros días por los presidentes y primeros ministros occidentales como ya lo hemos presenciado dolorosamente en el pasado. La engañosa justificación de la guerra contra Libia es un ejemplo evidente al respecto. Los presidentes y primeros ministros de las «democracias» occidentales parecen suponer, en plena sintonía con su cinismo proclamado, un «doble estándar en la política exterior» que siempre se puede imponer a la población de sus países y al resto del mundo la degradación ya existente de la ley y de la política internacionales en virtud de su dominación actual de las relaciones de poder establecidas y los organismos correspondientes de la toma de decisiones a nivel internacional y la opinión pública.
2.
Sin dudas, de esta manera los enemigos del socialismo -que ponen en peligro la supervivencia de toda la humanidad con sus imprudentes aventuras bélicas- están tratando de anular todo el progreso histórico logrado hasta la actualidad. Lo hacen con el fin de perpetuar su llamado «imperialismo liberal» y la dominación total de los países menos poderosos militarmente «desatando muerte y destrucción». Ellos se empeñan en perseguir tales objetivos ya ni siquiera bajo la modalidad de las amenazas de «ataques preventivos» anteriores, sino por medio de «ataques pre-preventivos«, ahora defendidos abiertamente y de carácter totalmente arbitrario, destinados a ser librados contra quienquiera que deseen atacar en el nombre de los «derechos humanos y los valores cosmopolitas» y la pretendida «expansión de la democracia y la libertad» instalada por sus «intervenciones humanitarias».
Se trata de un flagrante intento de revertir el curso de desarrollo histórico en el siglo pasado, que demostró el carácter contradictorio e insostenible de la destructiva expansión del capital monopólico imperialista en nuestro planeta forzado hasta sus límites, y que socava las condiciones más elementales de nuestra supervivencia ecológica mediante el despilfarro criminal de materias primas del mundo y de los recursos humanos y por la destrucción sin sentido de la propia naturaleza. Por otra parte, mientras que en las primeras etapas del desarrollo capitalista, el orden reproductivo establecido podía reconstituir su normalidad operativa a través de sus crisis coyunturales, asociadas a la liquidación periódica de capitales improductivos, en las últimas cuatro o cinco décadas, el sistema capitalista devino incorregiblemente derrochador y se hundió en una crisis estructural cada vez más profunda.
Entonces, el aumento de la destructividad de la que somos testigos bajo ningún punto de vista se trata de una coincidencia histórica pasajera, ni es la aberración corregible de algunos responsables de políticas equivocadas y sus «asesores visionarios». Por el contrario, es el corolario fatal de nuestro tiempo, que surge incontenible de la profunda crisis estructural de nuestro históricamente insostenible orden social reproductivo.
Esta es la razón de porqué los representantes económicos y políticos del sistema capitalista deben recurrir a la imposición de cada vez más devastación, tanto en el dominio de la vida material -en la destructiva economía productiva y en el fraudulento y aventurero mundo de las finanzas, así como mediante la explotación hasta un punto de no retorno de los recursos naturales vitales del planeta y exterminando irresponsablemente innumerables especies vivas necesarias para mantener el necesario equilibrio ecológico de la naturaleza- junto con el catastróficamente derrochador campo militar, y haciendo todo lo posible con la vana esperanza de resolver (o al menos, mantener de forma indefinida bajo su control), la crisis estructural del sistema establecido.
Sin embargo, la triste realidad del asunto es que la única manera viable de resolver con éxito y de manera duradera la extendida crisis estructural de nuestro peligroso orden productivo es la institución y puesta en funcionamiento de un orden social reproductivo radicalmente diferente e históricamente sustentable. Por una vez un sistema productivo global alcanza los límites de su viabilidad estructural determinada históricamente y demuestra a las claras su creciente derroche y destructividad en todos los planos de intercambio social. Como lo demuestra el «capital globalizado» en nuestro tiempo, no hay otra manera de superar las determinaciones estructurales potencialmente destructivas de un sistema de este tipo, que no sea la adopción de una estructura fundamentalmente diferente para la reproducción de la vida social. Para la más profunda crisis estructural de un orden social integral de reproducción se requiere, inevitablemente, de la institución de un cambio estructural adecuado.
Durante la larga fase ascendente del desarrollo histórico del capital el proceso necesario de expansión capitalista y la acumulación se podían efectuar sin demasiadas alteraciones. Esta situación comenzó a cambiar de forma significativa con la aparición de la fase descendente del sistema de desarrollo en Europa, un par de décadas antes de la mitad del siglo XIX. En ese momento, el antagonista del capital hegemónico, el trabajo, apareció en el escenario histórico con sus propias reivindicaciones como el sujeto activo de un orden alternativo cualitativamente diferente de la reproducción de la vida social, empezando a hacer valer sus reclamos en la forma de acción organizada.
La temprana formación y organización de este movimiento coincidirá con el estallido de la mayor crisis económica y social y los consiguientes levantamientos revolucionarios de la década de 1840 en distintas partes de Europa. Este proceso se asocia necesariamente con una vital articulación internacional de las demandas de los obreros para el establecimiento de un orden social reproductivo hegemónico alternativo como, a partir de ese momento y en adelante, se expone claramente en el Manifiesto Comunista escrito por Karl Marx y Friedrich Engels, a petición de sus compañeros de la Liga Comunista fundada en 1847. Respecto del estructuralmente arraigado orden reproductivo del capital, que tiende irresistiblemente hacia su ampliación y la integración global, sólo se podría superar con éxito a través de la alternativa hegemónica del mismo modo en todo el mundo para la autoafirmación del trabajo en una «nueva forma histórica». Mientras, el joven Marx y Engels habían caracterizado en el Manifiesto Comunista cómo las crisis de su tiempo se hacían cada vez más graves:
» Espoleada por la necesidad de dar cada vez mayor salida a sus productos, la burguesía recorre el mundo entero. Necesita anidar en todas partes, establecerse en todas partes, crear vínculos en todas partes. Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo en todos los países. (…) En lugar de las antiguas necesidades, satisfechas con productos nacionales, surgen necesidades nuevas que reclaman para su satisfacción productos de los países más apartados y de los climas más diversos. En lugar del antiguo aislamiento y autarquía de las regiones y naciones, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. (…) Las relaciones burguesas de producción y de cambio, las relaciones burguesas de propiedad, toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir como por encanto tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros. (…) Las relaciones burguesas resultan demasiado estrechas para contener las riquezas creadas en su seno. ¿Cómo vence la burguesía esta crisis? De una parte, con la destrucción obligada de una masa de fuerzas productivas; de otra, con la conquista de nuevos mercados y la explotación más intensa de los antiguos. ¿De qué modo lo hace, pues? Preparando crisis más extensas y violentas y disminuyendo los medios para prevenirlas.[5]
Sin embargo, la Liga Comunista para la que fue escrito este visionario Manifiesto sobreviviría muy poco tiempo. Debido a la feroz persecución, al encarcelamiento de sus adherentes y por ser organizacionalmente débil en Alemania, tuvo que ser disuelta por los miembros restantes cinco años después de su fundación, en 1852. Como es comprensible, se hizo evidente que sólo una poderosa organización internacional de la clase trabajadora podía mantener su posición en contra de la embestida del orden dominante, que se esperaba también en el futuro. Así la necesidad de una constitución organizacionalmente sostenible y para la correspondiente orientación estratégica combativa de un movimiento internacional de este tipo apareció en la agenda histórica en la década de 1850 y se mantuvo desde ese momento como el reto ineludible para las sucesivas generaciones de los antagonistas hegemónicos del capital.
3.
Naturalmente, las «crisis más extensas y más violentas» que se anticipaban en el Manifiesto Comunista se desplegaron en las zonas capitalistas más desarrolladas de Europa, como Francia e Inglaterra. En consecuencia, se produjo una gran tentación de generalizar acerca de las posibilidades de una transformación revolucionaria sobre esa base. Efectivamente, algunos de los enunciados del propio Marx apuntaron en esa dirección en medio de las crisis financieras que se desarrollan en la segunda mitad de la década de 1850.
Sin embargo, a modo de reflexión autocrítica en términos de las perspectivas de desarrollo histórico de más largo plazo, podemos leer estas palabras en una de las cartas seminalmente importantes de Marx a Engels:
«(…) La tarea histórica de la sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial, al menos en sus líneas básicas, y un modo de producción que descansa sobre su base. Desde que el mundo es redondo, parece que esto se ha logrado con la colonización de California y Australia y con la anexión de China y Japón. Para nosotros, la pregunta difícil es la siguiente: ¿La revolución en el continente [europeo] es inminente y su carácter será a la vez socialista? ¿No sería necesariamente aplastada en este pequeño rincón del mundo, ya que en un terreno mucho más amplio del desarrollo de la sociedad burguesa está todavía en ascenso?[6]
En este espíritu crítico tan aleccionador, dos cuestiones fundamentales debían quedar claramente definidas relativas a la orientación estratégica del movimiento emancipatorio de la clase obrera: un movimiento que a la luz de la dolorosa experiencia histórica de su pasado reciente (sufrido a través de la derrota de la Liga Comunista) tuvo que ser reconstituido sobre una base lo más amplia posible compatible con su carácter combativo vitalmente necesario.
La primera cuestión en este sentido fue el objetivo general sin concesiones del propio movimiento socialista organizado, previendo la superación radical del sistema reproductivo del capital en su totalidad, en abierta oposición al espontaneísmo propio del sindicalismo -para asegurarse contra todo maximalismo sectario a fondo legítimo, pero lejos de ser exclusivo-, y su tendencia a privilegiar preocupación por la mejora de los salarios únicamente. Este punto fue subrayado con fuerza en un importante discurso pronunciado por Marx en 1865 ante un público de clase trabajadora de la recientemente creada «Asociación Internacional de los Trabajadores» en estos términos:
«Los sindicatos trabajan bien como centros de resistencia contra las usurpaciones del capital. Fracasan, en algunos casos, por usar poco inteligentemente su fuerza. Pero, en general, fracasan por limitarse a una guerra de guerrillas contra los efectos del sistema existente, en vez de esforzarse, al mismo tiempo, por cambiarlo, en vez de emplear sus fuerzas organizadas como palanca para la emancipación final de la clase obrera; es decir, para la abolición definitiva del sistema del trabajo asalariado.»[7]
En este sentido, el primer objetivo general estratégico del movimiento de masas organizado tenía que ser la institución de un cambio estructural radical en el modo establecido de la reproducción social toda, y no sólo la mejora, más o menos circunstancial y potencialmente divisoria, de las condiciones materiales y culturales de existencia de los miembros de la clase obrera en algunos países o regiones particulares, que sólo podía ser una lucha contra los efectos de la invasión del capital al nivel de vida de los trabajadores, dejando sus fundamentos causales necesarios sin modificación alguna.
El segundo principio estratégico fundamental era igualmente importante. Se trata de la necesidad de una orientación totalmente internacional y la solidaridad de la estructura organizativa prevista en sí. Para el éxito a largo plazo de los objetivos emancipatorios que se persiguen -definidos como la «abolición definitiva del sistema de salarios» contra el despliegue global del poder del capital- realmente se dependía de la capacidad del trabajo para igualar el poderío de su adversario de clase, a través de su propia acción internacional militante conscientemente coordinada en todas partes. De lo contrario, los éxitos parciales obtenidos en algunas áreas limitadas podrían ser, tarde o temprano, revertidos e incluso anulados por el poder del capital internacional que tiende hacia su ampliación e integración global.
La «Asociación Internacional de Trabajadores», que se hizo conocida en la historia de la clase obrera como la Primera Internacional, fue fundada en 1864 en el espíritu de estos objetivos estratégicos fundamentales estrechamente interconectados. Esta organización mantuvo una sólida reputación durante toda una década de existencia, en comparación con la relativamente efímera y mucho menos influyente Liga Comunista. Sin embargo, el continuo ascenso histórico del capital en ese «terreno mucho más amplio», según lo subrayado por Marx en su carta citada anteriormente a Engels, jugó también en contra de esta organización internacional mucho más amplia de los trabajadores. De hecho, tal como había advertido Marx, la revolución del 1871 también conocida como Comuna de París fue «aplastada en un pequeño rincón europeo del mundo», reprimida sangrientamente por las fuerzas brutales de la clase dominante del orden. De modo que así quedó absolutamente claro que todos los intentos de una transformación revolucionaria de la sociedad pueden esperar la misma ferocidad de respuesta que los partidarios de la Comuna tuvieron que padecer en Francia.
Esta dimensión de la relación de fuerzas internacional entre la creciente ascendencia imperialista a favor del capital a nivel mundial y las desfavorecidas organizaciones del trabajo fue una de las principales razones por las que la orientación estratégica internacional, absolutamente necesaria, del movimiento obrero sufrió una gran derrota histórica con la desaparición de la Primera Internacional. Este giro de los acontecimientos en contra del avance del movimiento de la clase obrera internacional es tanto más problemático en vista del hecho de que en términos históricos generales, el sistema capitalista hacia la mitad del siglo XIX ya había entrado en la fase descendente de su desarrollo como sistema productivo.
En su fase ascendente el sistema capitalista estaba afirmando con éxito sus logros productivos sobre la base de su dinamismo expansivo interno, aún sin el imperativo de un empuje monopólico-imperialista de los países capitalistas más avanzados para asegurar militarmente la dominación mundial. Sin embargo, mediante la irreversible circunstancia histórica de entrar en la fase productiva descendente, el capitalismo devino inseparable de una necesidad cada vez intensa de extensión monopólica-militarista y sobreextendiendo sus límites estructurales, tendiendo a su debido tiempo en el plano productivo interno hacia el establecimiento y la criminal puesta en operación de una «industria armamentista permanente», junto con las guerras necesariamente asociadas con ella.
De hecho, mucho antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, Rosa Luxemburgo identificó claramente la naturaleza de este fatídico desarrollo monopólico – imperialista en el plano de la producción destructiva escribiendo en su libro La acumulación del capital sobre el papel de la producción militar masiva que:
«El capital mismo, en última instancia, controla este movimiento automático y rítmico de la producción militar a través del Parlamento y una prensa cuya función es moldear la llamada ‘opinión pública’. Por eso, este particular empleo de la acumulación capitalista parece en principio capaz de una expansión infinita».[8]
En otro sentido, la utilización cada vez más ineficiente de energía, recursos vitales y materiales estratégicos llevaba consigo no sólo la articulación cada vez más destructiva de la autoafirmación del capital y sus determinaciones estructurales sobre el plano militar (con el Parlamento manipulando a la «opinión pública» que ni siquiera cuestionaba y, mucho menos, regulado apropiadamente), sino también con respecto al avance cada vez más destructivo de la expansión del capital sobre la naturaleza. Irónico pero de ninguna manera sorprendente, este giro regresivo del desarrollo histórico del capitalismo como tal, también llevaba consigo algunas negativas consecuencias amargas para la organización internacional del trabajo.
De hecho, en esta nueva articulación del sistema capitalista en el último tercio del siglo XIX, con su fase imperialista-monopólica inseparable de su extendida supremacía mundial, se abrió una nueva modalidad de dinamismo expansivo (más antagónica y, en última instancia, insostenible) en el gigantesco beneficio de un puñado de países imperialistas privilegiados, posponiendo así el «momento de la verdad» que acompaña la incontenible crisis estructural del sistema en nuestro propio tiempo. Este tipo de desarrollo imperialista-monopólico inevitablemente dio un gran impulso a la posibilidad de la expansión y acumulación militarista del capital. No importa cuán grande fuera el precio, tenía que ser pagado en su momento para la destrucción constante y la intensificación de la nueva dinámica expansiva. En efecto, el dinamismo de los monopolios apuntalados en la industria militar tuvo que asumir la forma de dos guerras mundiales devastadoras, así como la total aniquilación de la humanidad implícita en una posible tercera guerra mundial, además del peligro de destrucción en curso de la naturaleza que se hizo evidente -hasta por las peores apologistas- de un modo innegable en la segunda mitad del siglo XX.
Pero volviendo al desarrollo de los trabajadores en el momento de la Primera Internacional, el segundo factor histórico importante que lleva consigo una gran desventaja a la originalmente prevista constitución del antagonismo histórico al capital como un movimiento internacional de masas, son sus tentaciones e ilusiones en contraste con la solidaridad socialista combativa esencial entre los miembros nacionales del movimiento, fue el surgimiento de los partidos políticos de la clase obrera electoralmente más influyentes en unos cuantos países monopólicos-imperialistas potencialmente más exitosos. La prueba documental más dolorosa y reveladora al respecto es la Crítica del Programa de Gotha de Marx que proféticamente anticipa las consecuencias profundamente negativas derivadas de la reorientación oportunista del movimiento socialdemócrata alemán, en el momento de la unificación del ala izquierda de los «Eisenacheanos»[9] y los, cada vez más, acomodaticios «Lasalleanos» socialdemócratas. En cuanto a los lasalleanos, como dieron a entender las palabras de sospecha expresadas por Marx en una etapa anterior: estaban «probablemente en el entendimiento secreto con Bismarck»[10], el imperialista «Canciller de Hierro» de Alemania. Este «entendimiento» impío fue, efectivamente revelado medio siglo más tarde por la grave evidencia de la correspondencia de Lassalle con Bismarck, que fuera publicada recién en 1928.
Como se supo a través de esta correspondencia, Lassalle envió a Bismarck los Estatutos de la Asociación General de los Trabajadores Alemanes -una organización que él dirigía en secreto- y añade a estos documentos sus comentarios traicioneros: «Los Estatutos lo convencerán claramente que la verdad es que la clase obrera siente una inclinación instintiva hacia una dictadura, si se puede primero persuadir de que la dictadura se ejercerá en su interés, y lo mucho que, a pesar de todos los puntos de vista republicanos -o más bien, precisamente a causa de ellos- por lo que estarían inclinados, como le dije hace poco, a considerar a la Corona, en oposición al egoísmo de la sociedad burguesa, como representante natural de la dictadura social, si la Corona por su parte jamás podría tomar una determinación -ciertamente muy improbable- a dar un paso en falso en una línea verdaderamente revolucionaria y conduciendo desde la monarquía las órdenes privilegiadas hacia una monarquía social y revolucionaria del pueblo.»[11]
Sin saber nada en concreto sobre este diseño secreto pergeñado por Lassalle para vender a los trabajadores socialdemócratas a la (aspirante a la expansión imperialista, por lo tanto, en búsqueda del apoyo de la clase trabajadora) dictadura de clase enemiga respaldada rápidamente e, incluso, idealizada por Lassalle, Marx trata al hacedor de la unificación socialdemócrata con el mayor recelo. Su devastadora Crítica del Programa de Gotha -que por razones internas del partido sería mantenida bajo llaves por la cúpula del partido unificado durante dieciséis años, y publicada mucho después de la muerte de Marx, como resultado de la sola insistencia en voz alta de Engels- señala del modo más claro posible el carácter funesto del ilusorio callejón sin salida electoral emprendido por el movimiento socialdemócrata a finales de la década de 1870. Engels remarcó también en el momento de la mordaz disputa sobre El Programa de Gotha en su correspondencia con Augusto Bebel de 1875, que la unificación oportunista de las dos alas del futuro partido socialdemócrata trajo aparejadas consecuencias de largo alcance según: «el principio de que el movimiento obrero es un movimiento internacional está, para todos los designios y propósitos, completamente desautorizado.«[12]
La clamorosa confirmación de este diagnóstico justificadamente condenatorio por parte de Marx y Engels fue suministrada trágicamente por el mismo partido socialdemócrata frente al estallido de la Primera Guerra Mundial, cuando el partido se puso, sin ninguna reserva, del lado de la desastrosa aventura imperialista de su país. También, por todos los desarrollos históricos desplegados posteriormente, incluyendo el colapso de la socialdemócrata República de Weimar y el revanchismo catastrófico de movimiento liderado por Hitler -apoyado electoralmente por la mayoría de la población alemana- que arrastró a Alemania en la aún más destructiva Segunda Guerra Mundial que lo que el mundo tendría que soportar en la Primera, la socialdemocracia no podía desvincularse de su cubierta nacionalista, imponiendo así también sus propios grilletes al movimiento de la clase trabajadora internacional bajo su continuada influencia electoral.
4.
De esta forma, los tempranos intentos de establecer una organización internacional combativa de la clase obrera, terminaron en una grave decepción histórica.
Los problemas internos de la Primera Internacional -a pesar del hecho de que todavía estaba bajo la incansable dedicación intelectual y el liderazgo político de Marx- fueron acrecentándose más pronunciadamente en los últimos años de la década de 1860. Eso resultó en que, para 1872, Marx fue forzado a trasladar su centro de organización a Nueva York, en un hecho decepcionante, para intentar preservar su fuerte orientación internacional y su misma existencia.
Sin embargo, la cambiante fuerza centrífuga de los movimientos nacionales y la escalada de las naciones más imperialistas, a las cuales las organizaciones particulares estaban vinculadas, demostraron que era demasiado para soportar. Este curso fue, por supuesto, gravemente afectado por la brutal represión militar de la Comuna de Paris en 1871, a la que el Canciller Otto von Bismarck, contribuyó de la manera más cruel. En medio de la batalla de la Comuna por sobrevivir, lanzó contra los comuneros, a los prisioneros de guerra franceses capturados por su ejército, proporcionando de ese modo, un devastador material político y militar, prueba de la solidaridad de clase burguesa. Y ahí no se detuvo. Durante los años 1871-72, el canciller Bismarck trabajó en el establecimiento de una acción internacional en contra de los movimientos revolucionarios de la clase trabajadora. En octubre de 1873 sus esfuerzos fueron exitosamente implementados a través de la formación de la Liga de los Tres Imperios: Alemania, Rusia y Austria-Hungría, con un objetivo unificador consciente de tomar acciones comunes ante la posibilidad de «Disturbios Europeos» causados por la clase trabajadora de cualquier país. Así es cómo Bismarck «descubrió» el traicionero plan de Lassalle de una dictadura militar para ser instituida y ejecutada en beneficio de las clases trabajadoras», en conjunto con la Monarquía, como la proyectada «representación natural de la dictadura social».
No es sorprendente, entonces, que la Primera Internacional se haya desintegrado como resultado de las intensas presiones y contradicciones que prevalecían entre sus partes constituyentes, gracias al gran número de signos de alza recibidos por el capital en el último tercio del siglo diecinueve, a través de la apertura de su fase monopólico-imperialista de desarrollo. Lamentablemente, en ese sentido, la experiencia de la Primera Internacional, a pesar de la dedicación heroica de partidarios combativos, demostró ser un movimiento prematuro en términos históricos, bajo las condiciones dadas en gran parte del mundo, de desarrollo de la sociedad burguesa todavía en ascenso. Esta circunstancia, ayudó a superar las grandes crisis financieras de 1850 y 1860, redefiniendo la relación de las fuerzas por un largo período histórico a favor de la perversa expansión del capital, independientemente de cuán problemático -de hecho, en vista de sus sucesivas guerras mundiales globales y la destructiva usurpación de la naturaleza, mucho más que problemático- fuera ese ascenso fuera.
Naturalmente, la socialdemócrata Segunda Internacional que luego emergió de la unificación de los Eisenacheanos y los Lasalleanos no podía estar remotamente más lejos del ideal que una vez fue, una organización internacional combativa de la clase obrera. Por otra parte, demostró la fatídica inadecuación de esa organización, de la que se esperaba la afirmación de una alternativa hegemónica de los trabajadores al capital, justo en el estallido de la Primera Guerra Mundial, a través de la total capitulación hacia los intereses de la clase imperialista dominante.
A la luz de esta amarga experiencia, la implosión provocada por la capitulación de la Segunda Internacional, la Tercera Internacional se constituyó bajo la guía de Lenin, al terminar la Primera Guerra Mundial, y por un tiempo, prometió una radical reorientación estratégica del movimiento socialista internacional.
Sin embargo, no mucho tiempo después de la muerte de Lenin, también la esperanza que acompañaba a la Tercera Internacional fue una decepción total, ya que esa organización se transformó en un flexible instrumento de las políticas del Estado estalinista, y como resultado esperado, se disolvió. Ni siquiera la Cuarta Internacional, pudo remediar la situación. Probó que iba a ser incapaz de estar a la altura del designio original de Marx de constituir un combativo movimiento de masas de la clase obrera internacional, a pesar de las expectativas de su fundador y sostenedores. La fragmentación y división fueron moneda corriente en las organizaciones políticas radicales, militando erróneamente en contra de la esperanza de ganar influencia. Con respecto a los partidos alguna vez asociados a la Tercera Internacional, el triste hecho histórico es que, precisamente, algunos de los más grandes en los países capitalistas occidentales -como los partidos comunistas italiano y francés- se transformaron dentro del acomodaticio marco del sistema parlamentario, en típicas formaciones políticas neoliberales y, por ello, en pilares del orden establecido.
5.
Hoy las condiciones son muy distintas, no solo en un sentido negativo, mostrando la intensificación de los peligros para la supervivencia de la humanidad, tanto en el plano militar como en el ecológico, sino también en un lejano y negligente camino también para lo mejor.
Para estar seguro, la temprana destructividad que experimentamos hoy, -manifestada a través de las interminables guerras por el imperialismo hegemónico global (idealizadas por sus «visionarios» apologistas diciendo que: «nuestros muchachos nunca regresarán a casa«, porque necesitamos al «nuevo imperialismo de los derechos humanos y los valores cosmopolitas«, mientras sus criminales de guerra líderes políticos, se recompensan con el Premio Nobel de la Paz) a través de la destrucción de la naturaleza sin sentido- representa un potencialmente más agudo peligro nunca visto en la historia humana y, por supuesto, esto trae una necesaria respuesta combativa de parte de un históricamente sostenible movimiento de masas. Al mismo tiempo, sin embargo, el sistema capitalista tradicional pospone el «momento de la verdad» -exportando sus problemas y contradicciones al terreno de su ascendencia formalmente disponible en aquella «gran parte del mundo, en vez del pequeño lugar de Europa»- siguiendo su curso histórico. No es simplemente que la destructividad nunca la resolvió -y nunca podría resolverla- por sí misma. Principalmente, porque cada sistema productivo concebible, incluso el más poderoso jamás conocido en la historia humana: el alguna vez irresistible sistema capitalista, tiene su históricamente infranqueable límite estructural.
El «pequeño rincón del mundo» del cual Marx habló en 1858 ya no es un pequeño rincón. En las condiciones actuales, los graves problemas del sistema capitalista, incrementando la saturación y la extralimitación destructiva de sí mismo, continúa ensombreciéndose por todos lados. El histórico ascenso del capital, está por ahora totalmente consumado también en «aquel terreno más amplio», cuya desconcertante existencia, Marx tuvo que reconocer en su carta a Engels de 1858.
Por otra parte, bajo las nuevas circunstancias históricas, las crisis económicas también se desenvolvieron de una forma muy diferente. En tiempos del ascenso global del capital, las crisis irrumpieron con regularidad cíclica en forma de «grandes tormentas eléctricas» (en palabras de Marx), seguidas por, relativamente, largas fases de expansión cíclicas. En gran contraste con lo que sucede ahora, al fin de la era histórica de ascenso del capital, es la creciente frecuencia de fases de recesión que tienden hacia una depresión continua. Y dado el carácter global entrelazado de la autoafirmación del sistema capitalista, sólo a través de una organizada y sostenida acción combativa, las fuerzas destructivas del capital en detrimento del orden reproductivo, pueden ser derrotadas, contra la defensividad que caracterizaba al movimiento socialista en el pasado.
Con respecto a la constitución y exitosa puesta en marcha de una Nueva Internacional, no es sólo obviamente arduo, sino muy urgente en estos días. De hecho, la perspectiva positiva en relación con esta tarea es que es la primera vez en la historia que el combativo movimiento internacional de la clase obrera -la única alternativa hegemónica factible al capital- puede realizarla. Algunos de los mayores factores sociopolíticos, que en el pasado han contribuido al posicionamiento de fuerza del capital, tendiendo la fuerza laboral hacia una postura defensiva significativa, han sido bloqueados en nuestro tiempo, dificultando una forma práctica de salida al capital de la crisis actual.
Es importante recordar aquí la anteriormente mencionada «invasión de capitales«, subrayado por Marx en su correspondencia al Consejo General de Asociaciones de Trabajadores, sobre el tema del estándar de vida de los trabajadores, con su doble competitividad directamente afectando al trabajo. A primera vista, esta competitividad significaba el enfrentamiento del trabajo con el capital por la distribución del producto social, teniendo el capital, la obvia ventaja de controlar los medios y condiciones de producción. Al mismo tiempo, en una segunda mirada, los trabajadores individuales, así como varios sectores del trabajo, habían sido involucrados en una lucha competitiva para asegurarse las condiciones económicas de existencia, resultando nuevamente en desventaja la clase trabajadora, a través de sus divisiones internas y correspondiente orientación sectorial, tendiendo a socavar con ello, sus intereses estratégicos generales. Es por esto que Marx contrastaba con la tradicional y buscada acción contra la invasión del capital sobre la distribución de un producto social, obtenido bajo condiciones capitalistas -un tipo de acción necesariamente confinada a una competitiva división laboral para cuestionar defensivamente sólo los efectos del sistema, pero no su fundamento causal estructuralmente determinado- la necesidad de adoptar una estrategia por parte de los trabajadores para «usar sus fuerzas organizadas como palanca para la emancipación final de la clase obrera, que es lo mismo que decir, la abolición definitiva del sistema de salarios«.
Como todos sabemos, ninguna de las cuatro internacionales del movimiento de la clase obrera pudo realizar la estrategia marxista para superar, a través de una ofensiva sostenida, la estructura causal del sistema bajo las circunstancias históricas que prevalecían. En el mejor de los casos, el ala radical del movimiento podría incluir alguno de estos objetivos relevantes en sus manifiestos, pero no podría realizar esos objetivos bajo el dominio estructural históricamente favorecido del sistema capitalista, durante el curso de su ascenso histórico. Más aún, el ala reformista del movimiento internacional de la clase trabajadora siempre mantuvo sus demandas dirigidas en contra de los efectos de la invasión del capital en los estándares de vida de los trabajadores y negociando poder bien dentro de los límites manejables del sistema, ayudando a la salida del capital incluso dentro de las crisis cíclicas ensayando escasos intentos para la realización del «socialismo evolutivo», como explícitamente, pero deshonestamente, prometieron Edward Bernstein y sus almas gemelas entre los social-demócratas y laboristas tradicionales (sin mencionar a los «Nuevos»). No debemos olvidar que al final, incluso los más dóciles dogmas posibles de «reforma», para la realización del «socialismo evolutivo», fueron completamente abandonados.
Al respecto, el cambio histórico en nuestro tiempo está bloqueando el camino a la continua adopción de la ficción reformista, prometiendo la realización de un orden socialista estructuralmente diferente de la sociedad, a través de algunos insignificantes cambios económicos. En completo contraste, el capital en el pasado podía inducir a los trabajadores reformistas a internalizar y promover activamente la totalmente irrealizable promesa del «socialismo evolutivo» -y su hermano gemelo: el llamado «camino al socialismo parlamentario de Italia y Francia- y de esa forma podía mistificar y desarmar exitosamente a su potencial adversario: la clase trabajadora.
En vista de esta correlación desconcertante entre la promesa ficcional reformista, la brutal y aleccionadora realidad del «socialismo evolutivo» y «el camino parlamentario al socialismo», no es para nada sorprendente que los otrora exitosos partidos occidentales de la Tercera Internacional -los partidos comunistas italiano y francés- terminaran su camino de la forma en que lo hicieron, atrapándose a sí mismos en una posición regresiva, totalmente indistinguible del neoliberalismo. Inevitablemente, por lo tanto, la dolorosa y regresiva experiencia «reformista» desarrollada desde el movimiento obrero, reabrió la pregunta de qué curso de acción debía ser tomado en el futuro para oponerse en un camino estratégicamente sustentable, a las cada vez peores condiciones de vida de los trabajadores, incluso en los países capitalistas más avanzados, no importa cuánto tiempo tome rectificar el pasado derrotista. Porque en nuestro tiempo, incluso la realización de las más limitadas demandas y objetivos elevadas por los representantes de la clase obrera, necesitan emplear formas radicales efectivamente organizadas de acciones combativas, inseparables de la estructuración del capital, favorecido desde el núcleo del sistema salarial.
La segunda avenida bloqueada para el capital, ahora en su más profunda crisis estructural, es aún potencialmente más seria. Consiste en remover la factibilidad tradicional de resolución del sistema capitalista, agravando los problemas a través de una guerra total, en conformidad a la forma en que fue y que de hecho dos veces se intentó durante el transcurso de las guerras mundiales del siglo veinte. Nada puede desbloquear esta fatídica avenida, ni siquiera el más irracional aventurerismo, defendido por los «visionarios» apologistas bélicos del capital. Para la cuestión de fondo, es una contradicción insoluble dentro del marco reproductivo del sistema del capital como tal.
Esta es una contradicción manifiesta, por un lado, a través de la despiadada concentración y centralización del capital a escala global y, por otro lado, a través de la inhabilidad estructuralmente impuesta del sistema establecido de producir esa requerida estabilidad política en su correspondiente escala global. Incluso las más agresivas intervenciones militares del imperialismo hegemónico global -al día de hoy, aquéllas de los Estados Unidos de América- en distintas partes del planeta, están destinadas a fallar. La destructividad de las guerras limitadas, sin importar cuántas, está muy lejos de ser suficiente para imponer en cualquier lado la indiscutible regla de una sola hegemonía imperialista y su «gobierno global» –lo único que podría beneficiar la lógica del capital hoy en día. Sólo la alternativa socialista hegemónica puede mostrar un camino fuera de esta destructiva contradicción. Eso es, una alternativa organizacional e históricamente viable que respete totalmente la complementariedad dialéctica de lo nacional y lo internacional, en nuestro propio tiempo histórico.
De ese modo, la pregunta sobre la autoafirmación sobre la invasión del capital ha sido radicalmente modificada bajo las actuales circunstancias, en sus términos objetivos de referencia. Por ahora, debido al irreversible desarrollo de un sistema capitalista históricamente ascendente, sin más terrenos libres para invadir y subyugar en nuestro limitado planeta; el sistema capitalista siempre en el pasado, en su necesidad de prevalecer, con su imperativo auto-expansionista de invasión, que directamente amenaza con la destrucción del sustrato natural de la existencia humana, como un intento vano de compensar por la pérdida de conquistar nuevos territorios de dominación. En consecuencia, los riesgos históricos que se disputan entre el capital y el trabajo se han convertido hoy -y así están obligados a seguir siendo también en el futuro- en todo o nada, lo que elimina incluso la limitada racionalidad de la inevitable postura defensiva del trabajo. Salvar de la destrucción las elementales condiciones de existencia humana, no puede ser visto como una concesión a ser otorgada a un cada vez más destructivo capital en control de los procesos metabólicos sociales. Esperar eso, podría representar la mayor irracionalidad y la definitiva contradicción en el período.
6.
La postura defensiva del pasado tiene que ser consignada dónde pertenece, esto es: irremediablemente en el pasado, para que pueda ser reemplazada por una alternativa históricamente sostenible. La efectiva negación del sistema capitalista global sólo es concebible a través de una intervención estratégicamente viable, apropiadamente organizada y consciente en su marco global. Esto es factible sólo a través de la constitución y operación combativa de un tipo de estructura organizacional internacional que se adecue para sobreponerse -a través de sus principios prácticos operativos históricos y total coherencia cooperativa- al estado de defensa crónica y los daños de las divisiones internas del movimiento laboral del pasado. No es la «Quinta» o la «Sexta Internacional» -al definirse a sí mismas de una forma que inevitablemente reabriría las viejas heridas y traería controversias innecesariamente recriminatorias- pero sí La Nueva Internacional comprometida en la revolucionaria negación del destructivo orden presente del capital y en la constitución de un modo radicalmente diferente de intercambio social metabólico entre sus miembros. En otras palabras, la Nueva Internacional, también podría indicar a través de su nombre, no solo el abandono del modelo defensivo, sino también que las infelices y antiguas divisiones recriminatorias han quedado en el pasado.
De este modo, La Nueva Internacional confrontaría con una consciente y positiva determinación los inabordables desafíos históricos de las necesarias bases organizacionales de igualdad sustantiva de sus partes constituyentes, articulando estratégicamente organizaciones políticas o movimientos sociales intransigentes, con movimientos de masas con orientación radical. Esto significaría la constitución de un terreno mucho más seguro de lo que fue posible en el pasado, el modo de acción históricamente sostenible a través de la cual la vital transformación socialista de nuestras sociedades existentes se lograría en el futuro.
Sin la adopción de una perspectiva socialista internacional viable, el movimiento obrero como la alternativa hegemónica al capital, no puede obtener la fuerza que necesita. Con respecto a esto, una mirada positiva, reconsiderando la historia sobre los hechos que se dieron con las anteriores internacionales debe ser tomado en cuenta. Comprensiblemente, claro está, la capitulación de la Segunda Internacional, ha perdido total relevancia y ya no nos concierne. De todos modos, incluso hoy, la evaluación adecuada de los esfuerzos radicales internacionales sostenidos históricamente, sigue siendo un tema importante, precisamente, en relación al futuro. No podemos dejar pasar a este respecto la pesada carga de fracturas internas en el ala radical del movimiento socialista, ya que esas fracturas emergieron durante el siglo pasado y continúan ejerciendo su dolorosa influencia divisionista aún hoy. Nadie negaría que en un curso esperado, dichas fracturas debieran sobreponerse en interés de los trabajadores socialistas sobre las alternativas hegemónicas del orden existente, incluso si les toma algo de tiempo para hacerlo. Lo que es absolutamente cierto, sin embargo, es que la tarea de sobreponerse a esas fracturas sólo puede ser lograda en un marco de una organización internacional, compartido positivamente.
En términos de las prioridades estratégicas que deben ser logradas, la organización cohesiva, la articulación viable y el fortalecimiento de un marco de acción socialista internacional positivo, ocupan el lugar más prominente el día de hoy. El triunfo es inconcebible sin la más desafiante confrontación a la creciente agresividad del capital, de parte de la clase obrera organizada, en lugar de la debilidad defensiva del pasado. Porque bajo las condiciones del sistema capitalista, y su profunda crisis estructural, se puede vislumbrar la intensificación del autoritarismo agresivo del capital contra el trabajo, lo que sólo puede empeorar en el futuro. La fragmentación y la división siempre tendieron a imponerle al trabajador, una postura defensiva y su corolario, la dominación del trabajador por su adversario de clase. Eso no es ni por atisbo accidental luego que las clases gobernantes romanas inventaran y practicaran por largo tiempo, mucho antes que el capitalismo, la sabiduría de divide et impera: divide y reinarás.
Con respecto al marco cohesivo de acción internacional, la adopción de principios viables orientados organizadamente es de la mayor importancia. En el pasado, la asunción de la necesidad programática de una unidad doctrinal, en las internacionales radicales probó ir en muchos casos en detrimento de su previsto avance. Solía llevar en sus espaldas el constante divisionismo y la recurrente fragmentación en vez de la fuerza cohesiva.
Mantener los requerimientos de una unidad doctrinal como el principio orientador predefinido del marco organizativo, sería igualmente malo para el desarrollo de La Nueva Internacional. Las circunstancias sociales e históricas son necesariamente diferentes en un plano global establecido, llevando a la adopción de diferentes y significativas determinaciones organizacionales, de acuerdo a las condiciones específicas sociales y políticas, y a sus correspondientes palancas estratégicas.
Naturalmente, es un requisito evidente que todas aquellas organizaciones que pertenecerían a La Nueva Internacional se definan a sí mismas en términos de su identificación con el amplio principio general y objetivo fundamental emancipatorio de la transformación socialista de la sociedad. Sin embargo, adoptar este amplio principio general y trazar el objetivo estratégico para la transformación socialista del orden social capitalista, no significa una prescripción doctrinaria, como en los sostenibles caminos particulares de instituir las medidas prácticas y modos de acción, que conduzcan a la realización de los objetivos adoptados. Este nuevo acercamiento, prevé un filoso contraste a los términos en que formalmente se defendían los requerimientos de una unidad doctrinaria que ha sido como una regla general de expulsión en el pasado, esto en detrimento del éxito esperado. En contraste, debería ser mucho más viable en el futuro, dejar que los méritos relativos de los diferentes modos y maneras, se decidan de modo positivo para la actual realización (o no) de las tareas adoptadas por las partes constituyentes y las unidades organizacionales particulares, en su práctica social y política combativa buscada, de acuerdo a la inevitable variedad de circunstancias históricas y sociales. Ese modo de operar sería en sus resultados cooperativamente aditivo y cohesivo, en vez de fragmentador. Esa es la manera de accionar bajo las desafiantes condiciones de nuestro tiempo. El establecimiento y la combativa puesta en funcionamiento de La Nueva Internacional sería el marco de organización más apropiado para enfrentarnos a este desafío.
Notas:
[1] «The New Liberal Imperialism», The Observer Wordview Extra, Sunday, April 7, 2002. («El Nuevo Imperialismo Liberal» N. del T.)
[2] Ibid.
[3] N. del T.: Todos los destacados en la presente cita y en las que siguen a lo largo del texto corresponden al autor.
[4] Reseña de Richard Peet sobre el libro de Thomas Barnett: The Pentagon’s New Map: War and Peace in the Twentyfirst Century (El Nuevo Mapa del Pentágono: La Guerra y la Paz en el siglo XXI) en Monthly Review, Enero, 2005.
[5] Marx, K. y F. Engels, El Manifiesto Comunista, SARPE, Madrid, 1985, Pp. 31-34. Traducción de Editorial Progreso, Moscú. El autor utiliza una versión inglesa editada en Selected Works, Lawrence and Wishat, Londres, 1958, vol I, pp. 37-40.
[6] Marx, Letters to Engels, 8 October 1858. En este caso y en las cartas que siguen se optó por efectuar la traducción directa al español de la referencia aportada por el autor (N. del T.).
[7] Marx, Salario, Precio y Ganancia, discurso de Carlos Marx en inglés en las sesiones del Consejo General de la Primera Internacional celebradas el 20 y 27 de junio de 1865. Este discurso se originó de las palabras pronunciadas por John Weston, miembro del Consejo General, el 2 y el 23 de mayo. Weston trató de comprobar con sus palabras que una elevación general en el nivel de salarios no les traería provecho a los obreros y que, por tanto, las tradeuniones tenían un efecto «perjudicial». El manuscrito de Marx de este discurso se ha conservado. El discurso fue primero publicado en Londres en 1898 por la hija de Marx, Eleanor Aveling, bajo el título de Valor, precio y ganancia, con un prefacio de Edward Aveling. En el manuscrito, las observaciones preliminares y los primeros seis capítulos no llevaban títulos,y fueron añadidos por Edward Aveling. Traducción propia contrastada con la edición de 1976 efectuada por Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, 1954. El autor utiliza la versión compilada en Selected Works, op.cit.
[8] Rosa Luxemburgo, La Acumulación del Capital, Routledge, Londres, 1963, p. 466. (N de T). En este caso se optó por traducir directamente el texto citado por el autor, aunque existen diferentes versiones del texto de Luxemburgo traducidas al español.
[9] N de T: El término Eisenachers se utilizaba coloquialmente para denominar a los miembros del Partido de los Trabajadores Social Demócratas o SDAP, por sus siglas en alemán, fundado en Eisenach en 1869.
[10] Marx, Letters to Engels, 18 February 1865.
[11] Lasalle, Letter to Bismark, June 8, 1863.
[12] Engels, Letter to August Bebel, 18-28 March, 1875.
Traducción: Valentina Picchetti
Revisada para su publicación por Mario Hernandez