Una de las cosas por las que no creo en las democracias representativas es el hecho de que el modo en el que se ejerce el voto en ese caso hace que uno -inevitablemente- apoye leyes con las que no está de acuerdo. ¿Cómo es esto? Muy simple: Cuando uno se enfrenta a los procesos […]
Una de las cosas por las que no creo en las democracias representativas es el hecho de que el modo en el que se ejerce el voto en ese caso hace que uno -inevitablemente- apoye leyes con las que no está de acuerdo. ¿Cómo es esto? Muy simple:
Cuando uno se enfrenta a los procesos electorales, analiza de una manera más o menos profunda los partidos que acuden a la contienda. De sus programas electorales, el votante se fija en qué le gusta y qué no. Es muy raro que uno encuentre un partido con el que esté totalmente de acuerdo: se vota por la opción con cuyas propuestas se coincide mayoritariamente, independientemente de que en el «paquete» se incluyan propuestas a las que nos oponemos. Por ejemplo:
Supongamos que el partido A apoya diez propuestas con las que coincidimos y cinco con las que no, mientras que el partido B apoya cinco ideas que son de nuestro agrado y diez con las que no comulgamos. En este ejemplo nos inclinaríamos por la opción A, apoyando así esas políticas (diez) que nos movieron a votar por ellos, pero a la vez dando a ese partido nuestro permiso para que desarrolle programas (cinco en el ejemplo) con los que no estamos de acuerdo. ¡He ahí la trampa de la representatividad parlamentaria!
En estos sistemas, con mi voto, estoy dando mi permiso a los gobernantes para que, en mi nombre, y durante seis, cinco o los años que sean según el país, lleven adelante políticas con las que no estoy de acuerdo. Aunque sean una minoría de las medidas que lleven adelante, eso no importa: no estoy de acuerdo con ellas, y las hacen en mi nombre y con mi voto de coartada. Esto es así siempre, en todas las democracias representativas. La otra opción que le queda al ciudadano es no votar. De este modo uno queda enfrentado a una encrucijada -nada democrática- impuesta por la maniquea idea de que «no se ha inventado nada mejor»: si votas, apruebas cosas con las que no estás de acuerdo; si no votas, no tienes otro modo de ejercer tu derecho a participar.
Pero el caso de Venezuela es distinto: la Constitución de 1999, aprobada en referendum consultivo, afirma que vivimos en una democracia «protagónica y participativa». Con esas premisas no sólo tenemos la posibilidad de que nuestra participación sea más presente, real: tenemos el derecho, casi la obligación, de exigir que así sea. En las elecciones generales del pasado diciembre, en la aprobación de la primera constitución, se cumple lo mismo que en los anteriores casos: al apoyar una opción u otra, fuera la que fuera, la mayoría estaba implícitamente dando luz verde a una parte de propuestas con las que no se estaba de acuerdo. Eran otros tiempos… ¿lo eran?
Ahora estamos en un escenario muy distinto: la construcción de un partido unitario -teóricamente desde las bases- como lo es el PSUV, la paulatina transferencia de poder al pueblo organizado (Quinto motor, el Poder comunal) y una reforma constitucional. Una reforma, no una constituyente, lo que implica el cambio de un número -número limitado y determinado- de artículos.
Todavía no se ha hablado -por lo que yo sé- de fechas ni de cómo será el referendo consultivo. Pero intuyo que ese proceso será como el referendum revocatorio/reafirmatorio del que se cumplen ahorita tres años: una pantalla con un botón que diga SÍ y otro NO, sólo que en este caso los actores políticos intercambiarán sus opciones: oficialistas lucharán por el SÍ, oposición por el NO. Con todos mis respetos, creo que en este caso, por el carácter de lo que se va a debatir -una reforma, no una constitución totalmente nueva, ni un revocatorio- eso no sería ni protagónico, ni participativo, ni democrático en el sentido que uno espera de este proceso.
La propuesta de reforma incluye 33 artículos, que serán debatidos en las calles y en la Asamblea Nacional. Lo normal y democrático es que la gente pueda estar de acuerdo con una mayoría o una minoría de esos artículos, no siempre a favor o en contra de todos ellos de manera absoluta, y creo que ésta es una oportunidad única para hacer un referendo abierto, realmente participativo.
¿Qué tal que los votantes puedan, llegado la hora del referendo, aprobar o rechazar esos nuevos artículos de manera separada? Poder aprobar unos y al mismo tiempo rechazar otros. «Estoy de acuerdo con la reelección, pero lo de los vicepresidentes estadales me parece más burocracia», «apoyo el nuevo carácter que adquirirán las misiones sociales, pero no estoy de acuerdo con la nueva configuración territorial» o «la acepción del término ‘propiedad social’ cambiará al país para mejor, pero no apoyo la reelección continua» pueden ser, de hecho están siendo y serán, opiniones que podemos leer en Internet y escuchamos en las calles. Sólo han pasado 24 horas y el debate ya está que arde. ¡Bienvenido sea! Ese debate sano y abierto, que no se ve en casi ningún país del mundo menos en éste, debería verse reflejado en el proceso de votación.
Algunos alegarán que ese proceso abierto sería más complicado, más lento, más costoso, y probablemente tengan razón, pero las ventajas ganan a los inconvenientes… y por goleada: más debate, más participación, más protagonismo, explicación mucho más detallada de todos y cada uno de los artículos (puesto que todos y cada uno de ellos, individualmente, estarían en peligro de no ser aprobados), y la posibilidad de eliminar ese vicio heredado de la representatividad de que si me gustan 30 artículos y me disgustan tres, yo no tenga los mecanismos de expresarlo así con mi voto, y tenga que decir o bien «me gustan todos» o bien «no me gusta ninguno», que es al fin y al cabo lo que representa la opción SÍ/NO.
Las complicaciones en el proceso de votación pueden reducirse agrupando los 33 artículos temáticamente, de modo que se votara por, digamos, cinco puntos (por ejemplo, reelección presidencial, organización territorial, nuevos conceptos de propiedad, nuevo carácter de las misiones y nombre de las fuerzas armadas). El mayor costo sería una excusa chimba: con el proceso electoral electrónico el costo es prácticamente idéntico. ¿Será más lento el momento de votar? Sin duda, pero el camino mejor es muchas veces el más difícil. Paradójicamente, tendríamos un proceso de votación más lento, pero a la vez la democracia caminaría más rápido.
Va a resultar muy difícil convencerme de que votar ‘en bloque’ (SÍ/NO) la aprobación o no de la propuesta completa de reforma constitucional es lo que podemos esperar y debemos exigir a una democracia como la que se construye en Venezuela.
Piénsenlo: una votación así sería más participativa, más protagónica… más democrática. Entonces… ¿por qué no?
Ésta es mi propuesta.
http://okrimopina.blogspot.com/