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Reseña del libro "Existiríamos el mar", de Belén Gopegui

Refugio

Fuentes: Rebelión

No queda tiempo para dudar. No hemos hecho caso a las advertencias y ahora vienen ya, atropelladamente, las consecuencias. No hay tiempo, sobre todo para más errores. Es hora de abandonar grandilocuentes y megalomaníacos planes de transición que están abocados al fracaso y a causar más destrucción y penalidades. Llegó el otoño y se acerca el invierno. Construyamos ya el refugio, si queremos sobrevivir. Antonio Turiel. The oil Crash, (https://crashoil.blogspot.com/)

Parece el trozo de una novela, pero nunca más cerca de lo real ni más lejos de la realidad. Me refiero a la cita con la que arranca esta reseña. Está escrita casi a la par que la publicación de Existiríamos el mar, el nuevo libro de Belén Gopegui. Y no es ficción. Podría serlo.

De hecho, lo parece. Se me ocurre que encabezaría algo bien, tal vez una novela de anticipación de la que se hace una serie, de esas que imaginan lo que será. A los yonkis de netflix puede que les suene, más utopista que distópica, el pórtico del relato de un porvenir. ¡Qué hermosa palabra, porvenir!

No pongo futuro porque el futuro está hecho. Nos lo hacen los dueños del cotarro. El porvenir, en cambio, es el que construimos nosotras y nosotros, ese que, si no hacemos nada, nos espera a la vuelta de la esquina como la mano invisible del mercado, hecho futuro, diseñado por medidas que interesan a unos pocos, como llevan diciéndonos tantos entre los que se encuentran Servigne y Turiel, por dar dos nombres -indico las referencias, Petrocalipsis, de Antonio Turiel, editorial Alfabeto, 2020, y Colapsología, de Pablo Servigne y Raphaël Stevens, Arpa editorial, 2020-, y no lo hacen para ser agoreros, sino para que estemos preparados.

También lo hace Gopegui con este libro donde escribe una historia desde la ficción para estar en guardia, para organizarnos, para saber lo que se puede hacer en un planeta donde las consecuencias campan y camparán mucho más a sus anchas dentro de poco.

Vivimos como notas discordantes, empantanadas o átonas, en la partitura de las consecuencias. Lo de la nueva normalidad es una filfa.

Vivimos dentro de las consecuencias de la crisis permanente, las de la pandemia, las de la subida de la luz, idiotizados por los relatos hegemónicos que ocultan las causas, dentro de poco las de la falta de energía, habrá relatos atontolinaos, que nadie lo dude, un escenario que interesa a una parte mínima de la población mundial, donde la gente lleva años explotada, rompiéndose, como Jara, que, puede haber querido romperse del todo lejos, renunciar a mantener el tipo en una ciudad donde existir resulta cada vez más difícil. Por eso, y no solo por Jara, hay que existir el mar.

Un mundo en el que cada vez somos más soldados sin uniforme del ejército de reserva, pero dentro de ese ejército, aunque no sepamos que formamos parte de él:

Las personas en paro son un arma, y en vez de apuntar con ellas, dejamos que nos apunten.

Un mundo en el que aquella acumulación originaria del capital será peccata minuta comparada con esta apropiación exponencial por parte de los entes, las corporaciones y los fondos de inversión en el que ya vivimos. Puede que hasta se queden con el sol, con el agua, con el mar. Por eso hay que existirlo entre todas y todos, el mar, el sol, digo, el sol, esa hermosura de sol. Aunque el sol se haya puesto, las nubes emiten todavía un poco de su luz, un préstamo a fondo perdido.

Cualquiera que se acerque a esta nueva novela de Gopegui, puede que sienta un frío desasosiego a la hora de cogerla en las manos y servirse del título para tomar la decisión de comprarla, de animarse a leerla. Existiríamos el mar, es una frase extraña. Incluso parece errónea, algo que estuviera mal escrito. Pero solo es un efecto óptico provocado por el adormilamiento en el que habitamos. Este título es revulsivo, como la novela.

Pero sí, puede desconcertar a primera vista. Siempre que alquien se acerca a Belén Gopegui existe un extrañamiento primero que si se voltea es también un calor humano de aproximación, un sentirse en un nuevo lugar, donde el conocimiento es posible, da igual cómo se llame este espacio, una ciudad que siempre abre sus alamedas a lectores que quieren ver las bambalinas y no se conforman con la fachada del teatro. La escala de los mapas, Lo Real, La conquista del aire, El lado frío de la almohada, Un pistoletazo en medio de un concierto, El padre de Blancanieves.

Un lugar, decía, que tiene que ver con lo que hemos perdido, con todo lo que nos hemos gastado el cuerpo, que no el bolsillo, aunque también, de tanto consumir, de tanto esclavizarnos, que entiende la literatura como verdadero conocimiento, que se relaciona con lo que hemos ido goteando por el camino y con un horizonte al que de verdad se puede llegar, ¡ah, sí, lo que antaño se llamaba literatura comprometida!  

De ahí que los libros de esta autora tengan la misma masa enérgica, científica y en latencia que la de la escala de un mapa, el mismo bienestar que otorga un portulano recién dibujado cuando por fin se acaba y se observa, la brújula es cosa de los lectores, y para eso Gopegui es respetuosa, delicada y terrible en su ternura, exacta, porque su carácter como escritora está en poner bien el nombre a las cosas, nombrar bien lo real, lo que nos roban cada día con relatos de realidades que nada tienen que ver con lo que es, con lo que existe, nada más y todo eso. Menos estar y más ser.

Sé que explicar un título es como desnudar un chiste que no se ha pillado, algo que puede resultar hasta bochornoso para el que lo disecciona como para la que o el que escucha esta aclaración. A pesar de este inicial remilgo, doy mi valoración aquí.

Faltaría la primera parte de esa frase que vemos titular esta nueva novela. No sé, habría muchas. Cada cuál podría poner la suya. Yo me quedo con la que entiendo que la novela propone, de una manera simbólica y concreta a la vez. Aquí elijo una entre muchas de las que podrían ser esa primera parte de la frase insinuada y condicional que titula, de la que solamente vemos la consecuencia positiva, esperanzadora, mientras hablan pelan mandarinas, el olor se pega a sus manos y sobrevuela la mesa como también hacen a veces las esperanzas.

Si viviéramos de la manera en la que viven Hugo, Jara, Ramiro, Camelia y Lena en el piso de Martín de Vargas, existiríamos el mar, seríamos capaces de crear el mar, de rehacerlo, de vivificarlo, de nacerlo de nuevo y mejor. El mar como punto de llegada y recomienzo tras la vivencia en común, el mar como símbolo de última o primera escala de un viaje hacia un mundo más posible, ese que llevábamos en nuestros corazones y parece apagado, ese mar que hoy no existe como tal, esas cuatro quintas partes de la superficie terrestre en la que flotan patitos amarillos, lagos gigantescos de fuel, botellas, bastoncillos para las orejas, colillas y todo lo que se te ocurra que provenga del petróleo, el suero del capital.

Si quisiéramos, esta es la primera parte de la ecuación que a mi entender nos propone el título de esta novela, existiríamos el mar. Pero más allá de esta reflexión, lo importante es el título tal y como está puesto. Vuelvo a escribirlo, no me resisto: Existiríamos el mar.

Hay ya un hueco en esta frase. La primera parte está hurtada adrede, como se ha dicho antes, y es un acierto, es una maravilla, una de las muchas que tiene este libro, que se quedan prendidas a esta reseña tal y como en la novela, la voz narrativa nos interpela y les habla a los personajes y reflexiona y ensaya conocimiento.

Los cinco personajes principales de esta novela de anticipación, sí, de anticipación, no habla del presente, imagina un porvenir hecho desde lo común, tienen algo más de cuarenta años. Viven juntos en un apartamento desde hace tiempo y no componen una familia. Son algo más que eso: un embrión, un grupo simbólico de personas que sobreviven como pueden en un mundo que la explotación apaga y esquilma, algo que por ahora solo le pasa a gente como ellos, pero que en breve será el pan nuestro de cada día, si no hacemos algo, pero con menos pan que ahora, con menos olor a laurel en la casa, menos aroma a café y a pan tostado, esas cosas llamadas bienestar, supervivencia.

En el momento en que se inicia el libro, al grupo le falta una parte, un trozo de su cuerpo social, un brazo, un trozo de corazón, porque Jara, una de ellas, ha desaparecido, ha dejado su móvil en su habitación, ha roto la tarjeta del teléfono y la ha botado a la basura. Aquí que cada cual busque sus analogías.

No ha dicho nada más. No les ha explicado dónde ha ido, dónde está, ni siquiera mediante una nota de despedida o más bien de terminación de su vida con ellos. Sus compañeros de piso no tienen pista alguna sobre su paradero.

Un nuevo hueco, un hueco fértil, el de la desaparición de este personaje, de Jara, es el que implosiona nada más comenzar la narración de Gopegui. Y es fantástico. Esto sí que es extrañamiento, ¡puto Brecht!, y genera en el lector, así me lo ha parecido y así lo he sentido, un impulso de salir a buscar a Jara también y desata la imposibilidad de hacerlo, y también se siente la impotencia.

El lector se convierte en uno más de los que vivían con Jara hasta que ella desaparece. Y ese hueco empapa al lector y desconcierta a los otros cuatro supervivientes. Se proponen ir a buscarla, pero no saben ni cómo ni a dónde. Puede que sus trabajos precarios no se lo permitan.

De nuevo Gopegui abre un hueco en una de sus novelas, como aquellos huecos que se abrían en La escala de los mapas. Y ahora es Jara, pero hay un protopersonaje de Jara escrito en 1993 que se llamaba Sergio Prim, y hay una Lena en esta novela que en aquella empezó a nacer desde otro personaje llamado Brezo.

Ahora bien, hay mucha condescendencia en las críticas y reseñas que he leído sobre Existiríamos el mar, mucha distancia y bastante tolerancia, qué palabra más supremacista e irrespetuosa. Hablan del estilo de Gopegui, de su finura a la hora de escribir, ¡claro que sí, eso es evidente!, pero callan como bellacos sobre el contenido, porque de ese es mejor no hablar. Se parecen a los que reivindican a Miguel Hernández y no citan El Hombre acecha, uno de sus libros de poemas, porque eso les obliga a hablar del Miguel Hernández auténtico, y en sus medios de comunicación no se puede, ¡vaya hipócritas! Si este libro habla de la explotación humana y es una crítica feroz al puto sistema capitalista y neoliberal en el que vivimos, ¿por qué no lo decís?

Y esto no es una crítica de críticas, pero en algo se parece, porque, a lo que iba, en esas miradas que he leído sobre este libro hay un mirar desde arriba, desde una situación de privilegio hacia estos personajes cuarentones que son los putos náufragos de un mundo en el que las casas no son para vivir en ellas, en el que las casas y las viviendas existen para que sus propietarios ganen dinero, putos robinsones que no han llegado a la frontera de aquellos, de los propietarios del mundo,

¿La Frontera? Tres mil euros, escucharon una vez; para que el sujeto pueda permitirse el lujo de confundir la realidad con la ficción es preciso ganar más de tres mil euros al mes con sus dos pagas extraordinarias y la cuota a la Seguridad Social”, se le oye decir a Hugo, algo que rebate Ramiro en una de las cenas en las que analizan su realidad, mientras se quedan camino de esa frontera, a la que está claro que no quieren llegar,

Y yo pregunto a los economistas políticos, escribió Almeida Garret, a los moralistas, si han calculado el número de individuos que es necesario condenar a la miseria, al trabajo desproporcionado, a la desmoralización, a la infancia, a la ignorancia crapulosa, a la desgracia invencible, a la penuria absoluta, para producir un rico.

¿Cuántas Jaras hay en el mundo?, una de esas personas que no pudo más, escribe Gopegui ahora metida dentro de Lena, en el laboratorio casi nunca les siguen la pista. Nadie lo hace desde la dirección. Ellas, (Lena y sus compañeras), sí llaman, preguntan qué tal, las respuestas no suelen ser buenas. Librarse de la atadura tendría que servir, hay casos en que sí, pero, en otros, la gente va a parar a ataduras mayores, o a depresiones, o se marcha fuera y no siempre para bien. Un buen día se dan cuenta de que llevan seis meses sin noticias de esa persona que se fue. Son Jaras. Desaparecen sin ni siquiera tener que romper la tarjeta del móvil. Ingresan en un mundo clandestino no por prohibición, sino por resta, porque van perdiendo la capacidad de emitir señales o porque esas señales son tan débiles que no se perciben.

Da la sensación de que Jara también somos los lectores, en el hueco que deja Jara en esta novela entramos, nos ajustamos como una pieza de metal dentro del hueco exacto que esta máquina, esta novela nos ofrece.

Pensar en nuestra “limitada ficción diaria”, la cuota que nos otorga el sistema, la velocidad del mismo, el crecimiento imparable, los intereses de unos pocos, para seguir como ratones en su rueda, en su pequeña ficción, “dos bolsas llenas de productos”, esa es nuestra ficción, que compramos con nuestra cuota, algo que Jara sabe que le ha destruido, y que forma parte del premio por imaginar bien lo que tenemos que imaginar, lo que debemos imaginar.

Aunque hay quien se niega a renunciar a las palabras, ahora es Hugo el que habla en este libro, porque él no renuncia a pensar que hay poder en nombrar, en imaginar, como imagina ahora, que no son solo náufragos, sino que pertenecen a un archipiélago de casas comunicadas entre si por barandillas. Comunas improvisadas, personas solitarias, familias nucleares huérfanas en su nuclearidad, parejas, amistades, familias raras y otras cien combinaciones de todas las edades, no de todos los ingresos, creadas por el azar y el hambre de un refugio, personas diseminadas en la ciudad inhóspita que no solo son resistentes

Y no sería precariedad, porque no viven en precario estos personajes, como ha dicho en alguna entrevista Belén Gopegui, viven de manera humilde, nada más, viven como les han dejado vivir, como pueden hacerlo, porque precariedad es una palabra de la familia semántica de plegaria, del mismo árbol moral que la palabra caridad, de ahí la condescendencia que demuestran algunos de los que se acercaron hacia estos personajes desde otros parapetos críticos.

No creo que ese acercamiento sea correcto. Forma parte del amodorramiento colectivo que nos embarga. Reseñar un libro es leerlo sin imponer nada al libro que ya no esté en él. Reseñar un libro es hacer más transparente su lectura, la que el libro lleva preñada dentro, y sacarla, y parirla, ayudar al parto. Los críticos somos matronas.

Poco más. Si lees esta nueva novela de Gopegui puede que llegues a ser una o uno de los que existirían el mar. Belén siempre será nuestro refugio.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.