El problema del crecimiento económico es que no es posible mantenerlo de forma perpetua. La Historia está llena de sucesos de interrupción de la dinámica del crecimiento y, en buena parte de ellos, la forma violenta ha dominado la escena. Una forma más pacífica – no austente totalmente de conflictos, claro está – es promover […]
El problema del crecimiento económico es que no es posible mantenerlo de forma perpetua. La Historia está llena de sucesos de interrupción de la dinámica del crecimiento y, en buena parte de ellos, la forma violenta ha dominado la escena. Una forma más pacífica – no austente totalmente de conflictos, claro está – es promover la equidad en el reparto de recursos. No es una receta infalible porque ya el Mundo dispone de una distribución muy desigual de fortunas y accesos a los bienes y servicios, y los intentos igualitarios en sentido contrario a menudo suelen frustrarse por la vía de la fuerza, ya que en muchas ocasiones se da la circunstancia de que los fuertes lo son tanto en el ámbito financiero como en el militar. Es más: los que más tienen, normalmente, más quieren, inoculados como estamos con el virus de la eterna prosperidad y la permanente sensación de «falta», que diría el gran filósofo Iván Illich, con respecto a los oblondos consumidores de la era hiperindustrial. Nos recuerda Jorge Riechmann la cita de Aristóteles: «siendo ilimitado el deseo, los humanos desean lo infinito». Pero todo esto no quita para que lo intentemos.
Cuando los países más ricos entran en crisis, y envían a parte de su fuerza laboral al desempleo, o la clase media se dirige al empobrecimiento relativo, ya legiones de habitantes de los cinco continentes se las ven y desean para acceder a agua potable, recursos sanitarios básicos o alimentación segura.
Con ese panorama, repugna aún más la existencia de bolsas de enorme riqueza que se prodigan también por todo el Mundo, y la ostentación impúdica que de ella se hace. Bien es verdad que para muchos, lo que consideramos cotidiano en nuestro ámbito socioeconómico, no deja de ser también, en buena medida, derroche compulsivo.
Pero es ese modelo el que crea hoy empleo, y ha permitido absorver cifras ingentes de nuevos ocupados: la obsolescencia en los coches, los fondos de armario, la locura urbanística, el despliegue de la gran economía del ocio, y un largo etcétera de nuestra sociedad de servicios. Es esa dinámica de consumo creciente, no sólo en cuanto a los objetos adquiridos sino en el número de beneficiarios, la que se encuentra en el origen de la actual situación de crisis económica y energética. Hemos basado nuestro modelo productivo en el crecimiento y creación de nuevas necesidades que precisan de recursos que hay que repartir entre cada vez más, que quieren más. Al fallar el ritmo de esa gran máquina endiablada (su lubricante, el petróleo, está empezando a encarecerse, porque no crece al ritmo deseado, y además amenaza con comenzar a declinar), falla el crédito y la confianza en seguir creciendo.
Una sugerencia ante este escenario es la de repartir lo que tenemos. No sólo el capital, sino el verdadero valor de lo que representa aquél: el trabajo, que permite accionar la palanca del engranaje de producir. A veces, como dice el gran Machado, actuamos como necios, confundiendo valor y precio, y creemos que todo consiste en que tengamos más capital. Ni aún socializando todos los dineros que tienen los ricos podríamos afrontar una sociedad más equitativa, si ésta quiere seguir manteniendo los actuales niveles de consumo y, además, tener más. Evidentemente, una sociedad no funciona si genera más diferencia entre clases, por lo que urge reducir esas tremendas diferencias, pero tampoco podrá «prosperar» realmente si cree que puede seguir incrementándose lo que cada uno consume, si cree que puede crecer todos los años un 3%.
Repartir el trabajo y los recursos no es en absoluto sencillo en el actual marco socioeconómico, pero menos aún – probablemente muy difícil – pretender seguir manteniendo el crecimiento como fórmula para generar «riqueza». Si no hay reorientación del modelo hacia una economía estacionaria o en decrecimiento de consumo, de austeridad y cambio de hábitos, y se proclama que salir de la crisis es mantener la senda que nos ha llevado a ella, «recuperando el consumo y el crecimiento», ahondaremos aún más en la fosa que nosotros mismos nos estamos cavando. Difícil encrucijada, pero es lógico que sea así, porque, como nos recuerda Dennis Meadows, coautor de Los límites del crecimiento, hace tiempo que hemos sobrepasado el ritmo de extracción que el Planeta aguanta, y necesitamos adaptarnos a la realidad. Quizás repartir el empleo, disminuir el consumo y reducir las diferencias nos ayude a ello.