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La matanza de Tlatelolco y las esperanzas de cambio en México

Repaso del ’68

Fuentes: La Jornada

A Javier Barros Sierra (IM) En la segunda mitad del siglo XX, ningún año en México tiene el halo mágico como 1968 y ninguna fecha tiene una significación trágica como el 2 de octubre. El ’68 estudiantil, en ciudades estadunidenses, sudamericanas, europeas y asiáticas, tuvo la velocidad y el esplendor del relámpago. Decir 1968 en […]

A Javier Barros Sierra (IM)

En la segunda mitad del siglo XX, ningún año en México tiene el halo mágico como 1968 y ninguna fecha tiene una significación trágica como el 2 de octubre. El ’68 estudiantil, en ciudades estadunidenses, sudamericanas, europeas y asiáticas, tuvo la velocidad y el esplendor del relámpago. Decir 1968 en México es recordar intensamente varias palabras: revuelta, utopía, democracia, matanza…

Díaz Ordaz hubiera sido un presidente como otros si no hubiera ocurrido el 2 de octubre. Dejó un país, como Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos, económicamente firme; lo perdió la idea fija de que la investidura presidencial era intocable, y de que el Orden, o lo que él entendía por el Orden, era lo que importaba. Oponerse a él, como lo hicieron antes los médicos y los maestros, representaba un ataque directo a México. La noción de oposición, si no era la de los partidos domesticados (PPS, PARM), o con una presencia exigua (PAN), era una herejía medieval. Con Díaz Ordaz llegó a su extremo el presidencialismo autoritario de los regímenes priístas. Lógico: cuando hay un gobierno ciego y sordo a la crítica, al darse ésta, la respuesta invariablemente termina en un río de sangre. En el ’68, salvo levísimos atisbos (el diario menos cerrado era paradójicamente uno oficial: El Día), la prensa y la radio y la televisión estaban vigilados y controlados por el gobierno. No en balde, un lema usual en los carteles callejeros de protesta y un grito frecuente frente a las instalaciones de la televisión y de los periódicos era Prensa Vendida.

Muy bien consensuadas las seis demandas del pliego petitorio por los 210 miembros del Consejo Nacional de Huelga, representaban apenas el principio del principio de una apertura democrática. Pero un ser de trato tan despótico, tan poco respetuoso de la opinión ajena, como Díaz Ordaz, no podía entender la mínima disidencia, mucho menos cuando se pedía diálogo público, lo cual, visto en perspectiva, era menos que ilusorio. ¿Por qué? Porque los funcionarios priístas estaban habituados desde hacía décadas, primero, a la obediencia menos o más abyecta a los superiores en turno; segundo, por su falta de educación democrática para aceptar la crítica o entablar el diálogo; tercero, porque su manera de neutralizar la disidencia era a través de la compra simulada o directa de los opositores (puestos, dinero, contratos, becas), y, en último término, si esto no se daba, las amenazas y el acoso, las golpizas, la cárcel, el asesinato. En su inmensa mayoría la priísta fue una clase política mediocre acostumbrada a la genuflexión, a bajar la cabeza y a congratularse con sus superiores felicitándolos hasta por sus equivocaciones. Hasta Salinas (con Zedillo disminuye) el presidente de la República fue asimismo el verdadero presidente del PRI, e imponía sus decisiones al Legislativo y tenía, cuando lo creía conveniente, influencia sobre el poder judicial. Bajo los gobiernos priístas en México se tuvo por décadas todo tipo de libertades, menos las políticas. En el ’68 los halcones mayores, encabezados, entre otros, por Díaz Ordaz, Luis Gutiérrez Oropeza y Luis Echeverría, acabaron imponiendo su estilo personal de someter. El coro desdeñablemente menor lo representaban Alfonso Martínez Domínguez, Fidel Velázquez, Octavio Hernández y Luis M. Farías, que no perdían ocasión de denostar el movimiento.

Para entender mejor la inutilidad de la matanza debemos partir de que a grandes rasgos el movimiento del ’68 se dividió en dos partes. Si bien surge el 26 de julio, la manifestación del 1 de agosto, encabezada por el rector de la UNAM Javier Barros Sierra, como protesta por la agresión y violación de parte del ejército de la autonomía universitaria al tomar cuatro días antes las instalaciones de San Ildefonso, le da mayor legitimidad. Del 1 al 27 de agosto los estudiantes de las instituciones educativas más importantes del país, sobre todo esos que designa Sergio Zermeño como la gran base radical en su libro México: una democracia utópica (Siglo XXI, 1978), tienen la iniciativa y ponen en jaque a las instituciones. El gobierno se halla a la defensiva, y aún más, rebasado. Fue algo que no se había visto en mucho tiempo: un tiempo imaginativo de organización espontánea y de irresistible algarabía, de crítica filosa y de desahogo, luego de una contención personal de años, a través del insulto en público.

Pero allí termina la primera etapa. Después de la represión de la madrugada del 28 de agosto por parte del ejército en la plaza del Zócalo, salvo la llamada Manifestación del Silencio del 13 de septiembre, se dio una cacería implacable contra estudiantes, maestros, intelectuales y artistas. El 18 de septiembre el ejército toma la universidad y cinco días después, a sangre y fuego, Santo Tomás y Zacatenco, y en los días siguientes se dan batallas enconadas en la zona de Tlatelolco y en el norte de la ciudad. Es decir, cuando ocurre la matanza en la plaza de Tlatelolco, ha pasado más de un mes de acoso sin tregua. Los estudiantes se hallaban para entonces dispersos y, aun me atrevería a decir, en desbandada. El mitin del 2 de octubre era un intento del Consejo Nacional de Huelga de exponerle al gobierno y a la prensa extranjera que los estudiantes no estaban vencidos, o si se quiere, que existía aún resistencia. Pero el gobierno temía el boicot de los jóvenes a los Juegos Olímpicos que se inaugurarían 10 días después, y más, temía que el COI los cancelara.

Y respondió excesiva y despiadamente.

El miedo era infundado. Era más una fantasía o una paranoia que un hecho real. Desarticulados los estudiantes, la crítica, de darse, no hubiera pasado en las jornadas olímpicas de unas protestas aquí y allá, es decir, algo que no hubiera tenido mayor relevancia si México hubiera sido un país democrático. Lo que aún nos causa azoro treinta y siete años después es que al gobierno diazordacista no le importó llevar a cabo la matanza hallándose presentes los corresponsales de la prensa extranjera, y aun, una famosa periodista italiana, Oriana Fallacci, recibió en la refriega dos balazos. Octavio Paz escribió con lucidez en Posdata (Siglo XXI, 1970), cosa de un año y cuatro meses después de los sucesos: «Así, pues, puede decirse que el movimiento estudiantil y la celebración de la Olimpiada en México fueron hechos complementarios: los dos eran signos del relativo desarrollo del país. Lo discordante, lo anómalo y lo imprevisible fue la actitud gubernamental. ¿Cómo explicarla? Por una parte, ni las peticiones de los estudiantes ponían en peligro al régimen ni éste se enfrentaba a una situación revolucionaria; por la otra, ningún acto de ningún gobierno -ni siquiera el de Francia, ése sí amenazado con una oleada revolucionaria- tuvo la ferocidad, no hay otra palabra, de la represión mexicana […] Una reacción exagerada o excesiva delata, en cualquier organismo vivo, miedo e inseguridad; y la esclerosis no es sólo signo de vejez sino de incapacidad para cambiar.»

La mayor paradoja de la matanza fue que los asesinos que ordenaron disparar contra una multitud indefensa se pusieron el marbete de salvadores del país, y los estudiantes, profesores, artistas e intelectuales, que pedían en la calle un país libre y plural, fueron encarcelados y les organizaron unos juicios que representan en nuestra historia un ultraje al Derecho. Un juez que acata con sumisión las recomendaciones del poder político ya es una mancha para el sistema judicial, pero que ese juez invente para encarcelar a los opositores una decena de delitos desorbitados es una muestra de que se vive en un país de leyes sin sentido. Basta asomarse al libro Los procesos de México 68. Acusaciones y defensa (Editorial Estudiantes, 1970). Enumero solamente los delitos por los que fueron condenados sesenta y cinco estudiantes, profesores, intelectuales y artistas, y que es un ejemplo de hasta dónde puede llegar la maldad humana, que, si no fuera dramático, sería jocoso: Daño en Propiedad Ajena, Ataques a las Vías Generales de Comunicación, Sedición, Asociación Delictuosa, Invitación a la Rebelión, Robo, Despojo, Acopio de Armas, Homicidio y Lesiones contra Agentes de la Autoridad y Falsificación de Documentos y Uso de Documento Falso. Aquellos procesos del ’68 representan el remedo trágico e irrisorio de los que llevaron a cabo en el siglo XX las dictaduras fascistas y comunistas, donde de antemano ya se sabía que el acusado era culpable. El juez Eduardo Ferrer Mac Gregor vivirá para siempre, parafraseando a Borges, en la historia nacional de la deslealtad a la profesión.

El 2 de octubre, a su manera, llevó al encierro y a la soledad a los dos personajes opuestos del movimiento estudiantil: el presidente Díaz Ordaz y el rector Barros Sierra. No volvieron a ser los mismos. No volvieron a cruzar una palabra entre sí. Como recordó varias veces en entrevistas y artículos uno de sus amigos íntimos y colaborador cercanísimo en la UNAM (Gastón García Cantú), para Barros Sierra el 2 de octubre fue una herida que no cerró en los pocos años que le quedaban de vida. Vale la pena anotar que Javier Barros Sierra siempre vio con desdén intelectual al culpable mayor de la matanza; basta leer algunas respuestas que da al mismo García Cantú en sus Conversaciones. Los propios líderes estudiantiles desde la cárcel acabaron reconociendo la conducta del rector. En una conmovedora carta del 2 de mayo de 1970, a tres días del término de su paso por la rectoría, Gilberto Guevara Niebla, Eduardo Valle, Luis González de Alba y Salvador Martínez della Roca, escribieron a Barros Sierra, entre otras cosas:

Por muy distintos caminos, y aunque algunos hayan iniciado el recorrido más temprano, los hombres se encuentran en un punto común, en un cruce de caminos: la rectitud. No es la primera vez que una causa justa une a personas que obran de buena fe; más bien es la frecuente […] Ya antes habíamos comprobado juntos, que los insultos lanzados al amparo del poder, la cárcel y la persecución son las verdaderas condecoraciones de todo hombre libre; usted nuevamente viene a confirmarnos que no todo es sumisión ni alabanzas a los poderosos […] Esta es la otra cara de la moneda, tal vez distinta de la que usted vivió, pero inseparable de ella. Era necesario decirlo porque con su labor en la Rectoría termina un periodo que tuvo para todos una importancia que aún no podemos apreciar […] Estamos convencidos de que, aunque usted va por su camino y nosotros por el nuestro, no sólo nunca estaremos en campos enemigos, sino que nos seguiremos encontrando en circunstancias similares.

Pese a su aislamiento, el gran solitario de Palacio como se designó a sí mismo Díaz Ordaz, como tituló a una de sus novelas René Avilés Fabila, no disminuyó su rencor, y continuó la persecución de los disidentes del ’68, la cual culminó el día de Año Nuevo de 1970, cuando abrieron las rejas a los presos comunes para que golpearan y robaran a los presos políticos. José Revueltas escribió una crónica minuciosa del salvajismo calculado.

Nadie puede arrogarse el ’68 como suyo. Fue un movimiento colectivo donde todos los que se opusieron activamente en las aulas, en los auditorios, en las plazas, en la calle o en la prensa (líderes, estudiantes, profesores, intelectuales, artistas, periodistas) tuvieron su importancia. Sin embargo, considero que hay tres personajes altamente emblemáticos de la revuelta estudiantil: un rector, un escritor y un poeta: Javier Barros Sierra, José Revueltas y Octavio Paz. El primero, por su defensa a ultranza de la autonomía universitaria contra el presidente más autoritario del México moderno; el segundo, no sólo por sus apuntes de análisis extraordinarios sobre la realidad inmediata, y los cuales se hallan recogidos en su libro México 68: Juventud y Revolución (Era, 1978), sino por su integración a los cincuenta y cuatro años, no como líder o ideólogo, sino como un estudiante más de la Facultad de Filosofía y Letras, y el tercero, por ser el único funcionario con valor civil del gobierno mexicano en atreverse a renunciar y por publicar un año y cinco meses después el libro más brillante de análisis político del ’68. A esto, si se me permite, quisiera añadir una entre muchas imágenes de aquellos días que no he podido olvidar nunca. Es la fotografía del cuerpo acribillado en Tlatelolco de la bella edecán de diecinueve años Ana María Regina, a la cual el poeta Juan Bañuelos recordó emotivamente en un fragmento de su poema «No consta en actas»: «A ti que me hiciste hablar/ sin haberte conocido/ ¿de qué materia fuiste hecha que las balas/ no destruyeron tu belleza?»

El ’68 ha quedado como el gran estigma de los regímenes priístas. Nunca dieron una explicación satisfactoria y nunca han podido justificarlo. Pero las matanzas de opositores por los gobiernos priístas no terminaron en Tlatelolco. Baste citar posteriormente el «halconazo» echeverrista del 10 de junio de 1971; la «guerra sucia» de los años setenta y principios de los ochenta; la matanza de indígenas en el pueblo de Wololchán en mayo y junio de 1980, en la selva baja de los altos de Chiapas, dirigida por el general Absalón Castellanos, que el poeta Víctor Manuel Cárdenas, actor y testigo del hecho, describió en un poema («Árbol-de-ceniza»); los aproximadamente cuatrocientos perredistas asesinados en el sexenio de Carlos Salinas, y la matanza de Aguas Blancas, Guerrero, dispuesta por el entonces gobernador Rubén Figueroa hijo, y Acteal, consecuencia de la guerra de baja intensidad coordinada desde la Secretaría de Gobernación.

Se ha repetido en exceso que la revuelta estudiantil de 1968 cambió la historia de México. Me parece una afirmación que peca de relativa. Sólo para que se diera no el cambio, sino la alternancia en la presidencia, transcurrieron treinta y dos años de malos gobiernos, con la excepción limitadamente honrosa de la administración de Ernesto Zedillo, quien, entre sus logros, dejó una economía estable, respetó los resultados electorales, no quiso ser también presidente del PRI y permitió la alternancia. Si el PRI ya padecía esclerosis en 1968, luego de casi cuarenta años en el poder ¿qué podía decirse luego de setenta y un años de su fundación? Siendo la democracia la menos mala de las formas de gobierno, toda la clase política mexicana no ha estado, a partir de la alternancia, a la altura de sus responsabilidades históricas. Entre nosotros la democracia, menos que una política de partidos, se ha vuelto un negocio de partidos y la búsqueda del poder por el poder. Pero lo peor sería el regreso del PRI, y peor aún, la llegada a la presidencia de Roberto Madrazo. Basta ver la encuesta del diario Reforma que lo colocó como el más corrupto, traidor y no confiable de los precandidatos a la presidencia. Basta ver su facción de demócratas de última hora (Emilio Chuayffet, Manlio Fabio Beltrones, César Augusto Santiago, Mariano Palacios Alcocer, Melquiades Morales, Ulises Ruiz, José Ramón Martel, Carlos Jiménez Macías, entre muchos) como para ponerse a temblar y temer seriamente por las libertades en el país. Aun sin las facilidades de antes, el arribo del PRI sería el regreso al neolítico del autoritarismo disfrazado y un expediente de fósiles para los geólogos. Sería el regreso a la corrupción institucionalizada, a las fullerías electorales, a la vulnerabilidad económica, al sindicalismo vertical y venal, a la mediatización de la justicia, a la persecución a la prensa crítica, a la invención de delitos a los opositores, a la mentira y el engaño diarios. Madrazo utiliza, no se ha cansado de utilizar en espots, la imagen de su padre (Carlos Madrazo), quien quiso democratizar al PRI en el periodo diazordacista, sugiriendo que fue asesinado por sus ideales y que él tiene los mismos ideales. La cuestión de fondo es que los hijos no tienen por qué parecerse a los padres, y Roberto Madrazo, por su manera de hacer política, se asemeja más a Carlos Salinas que a Carlos Madrazo.

El regreso del viejo pri, si llega a darse, ya sea con Arturo Montiel o Roberto Madrazo, sería la negación oscura del México fuerte y democrático que soñábamos en 1968 y seguimos contra todo soñando.