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Réquiem por un escándalo

Fuentes: Progreso Semanal

El escándalo se ha convertido en el plato básico del reportaje político. No se reporta el castigo por los crímenes, sino los detalles poco importantes. «El escándalo», escribió Marc Danner, «sin purgar y no resuelto trasciende la realidad política para convertirse en hecho comercial». (NY Review of Books, 4 de diciembre de 2008.) Los escándalos […]

El escándalo se ha convertido en el plato básico del reportaje político. No se reporta el castigo por los crímenes, sino los detalles poco importantes. «El escándalo», escribió Marc Danner, «sin purgar y no resuelto trasciende la realidad política para convertirse en hecho comercial». (NY Review of Books, 4 de diciembre de 2008.)

Los escándalos norteamericanos surgieron hace siglos, derivados a menudo de las aventuras imperiales que violaban leyes y mentían o encubrían. Cada uno dramatiza el conflicto entre los valores de una república democrática y un imperio autocrático, entre piadosas fachadas cristianas y motivos abyectos, pero comprensibles -como la avaricia, la codicia e incluso la venganza. En 1898, Dios, por ejemplo, ordenó al Presidente McKinley que «tomara las Filipinas», como él informó a la prensa acerca de su decisión de ocupar la Bahía de Manila. La familia Dole entonces se benefició de sus inversiones en el cultivo de piña. McKinley quería convertir a los paganos, por supuesto. Las tropas norteamericanas ocuparon a las Filipinas hasta 1933. Un enloquecido anarquista ejecutó a McKinley en 1900. ¿El pago por su pecado imperialista?

«Dios te va a castigar», me advertía mi madre cuando me comportaba mal y eludía sus castigos. Probablemente yo lo creía porque, al igual que la mayoría de los niños, automáticamente aceptaba lo que decían mis padres como santa palabra, aún cuando dijeran supercherías del viejo mundo. (Mi fe en su autoridad se puso a prueba cuando mi padre me dijo que moriría si comía moluscos.) De manera similar, al igual que la mayoría de los niños norteamericanos, aprendí que las personas que comenten crímenes graves deben pagar su culpa. En las clases de Cívica, los niños aun aprenden acerca de la igualdad de la justicia. La policía arresta a los ricos o a los pobres que duerman debajo de un puente o roben un pan. A cierta edad –¿la adolescencia?-me di cuenta que los ricos no pagan, solo los pobres. Cientos de miles de pobres que se fumaron una marihuana u olieron cocaína llenan cárceles y prisiones. Los banqueros y corredores que timaron miles de millones de dólares fueron «rescatados» porque pertenecen a la fraternidad del poder y el privilegio.

¿Quién castigará a Bush, Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz, Perle y al resto de la pandilla que engañó al país para ir a la guerra? No me refiero a mí que rompí la ventana de un vecino jugando a la pelota. Los «servidores públicos» antes mencionados -y especialmente Bush-iniciaron dos guerras, iniciaron la tortura como práctica rutinaria, usurparon derechos básicos y llevaron a este país hacia los arrecifes de la burla. Como el sistema norteamericano opera sobre principios similares a los de mi madre -debemos esperar a que Dios los castigue-dudo que yo vaya a sentir alguna satisfacción en este sentido en lo que me queda de vida. Los imperios modernos no tienden a castigar a sus emperadores malhechores -a no ser que sus políticas impacten directamente en un sector poderoso de la elite dominante. Nixon, castigado por el escándalo Watergate, creó agencias especiales para reelegir al Presidente y financiar la reelección del Presidente. Al igual que los «plomeros» (con filtraciones de lo alto a la prensa) esas creaciones sortearon a las tradicionales burocracias gubernamentales y preocuparon mucho al Establishment.

Sin embargo, la mentira y la exageración se han hecho tan norteamericanas como el pastel de manzana. Los niños aprenden en las escuelas que George Washington admitió haber cortado el cerezo. A Bush, que no es ningún George Washington, le fue difícil confesar sus fechorías. Bush no admite las mentiras ni los errores. En 2004, en la Cena de los Corresponsales de Radio y TV, aún insistía en que había hecho lo correcto al comenzar la guerra de Irak y hasta miró en broma debajo de la mesa buscando las ADM de Saddam y los vínculos con Al Qaeda. Los periodistas rieron. Esos eran sus únicos pretextos para ir a la guerra. Su gabinete y sus asesores perpetraron a conciencia las mentiras y o se mantuvieron callados. Ellos sabían que no existía un solo casus belli. Colaboraron para orquestar una atmósfera de guerra para unos medios estenográficos.

Todos ellos han abandonado o abandonarán sus cargos siendo ricos y famosos. Ni el Congreso ni los tribunales han castigado a esos pecadores. Sin embargo, el mundo entero sabe que Bush y compañía comenzaron una guerra sin motivos justificados y también transgredieron la ley y la ética de muchas otras formas. Los medios, que colectivamente debieron haber exigido justicia, han disfrutado reportando los escándalos, el ascenso y la caída de los ricos y poderosos. En vez de exhortar al público a que se alce airado, el supuesto cuarto estado, con pocas excepciones, expresa lástima por el pobre presidente saliente Bush, cuya dramática decadencia de popularidad realmente debe haberle dolido..

Los Padres Fundadores no diseñaron el sistema norteamericano para que fuera un imperio de ultramar, pero sí vislumbraron una continua expansión continental. El Presidente debía ejecutar las leyes aprobadas pro el Congreso, y los derechos permanecerían en manos de los estados individuales y en los Tribunales, mientras que la nación de alguna manera adquiriría cada vez más territorios.

En 1787, James Madison comprendió el futuro de la nación como «sentar las bases de un gran imperio». Él predijo la expansión hacia el Oeste hasta el Pacífico y temió un regreso a la monarquía cuando los ciudadanos hubieran ocupado toda la tierra continental disponible. Para preservar «la República», Madison sugirió «extender la esfera», lo cual permite «una mayor variedad de partidos e intereses (y) hace menos probable que una mayoría del todo tenga un motivo común para invadir los derechos de otros ciudadanos». (Federalist X)

Esta metáfora de «extender la esfera» ha guiado la historia norteamericana desde las 13 colonias hasta el más poderosos imperio del mundo. Sin embargo, la noción de una república siempre en expansión creó una dualidad que las generaciones subsiguientes no solucionaron. Los imperios requieren de rápidas decisiones, nada compatibles con las instituciones republicanas lentas y pesadas. (Congreso, gobiernos local, del condado y estatal).

Después de la 2da. Guerra Mundial, para sortear el engorroso proceso de la república, los que gobernaban lo que ya era el poder preeminente del mundo diseñaron una agenda secreta de ultramar capaz de realizar políticas agresivas. Los iniciadores de la Guerra Fría agregaron a la capacidad de inteligencia de la CIA un aspecto «encubierto». En nombre de la protección al mundo libre (democracia y republicanismo), los hombres que rodeaban a Harry Truman comenzaron la Guerra Fría por medio de la mentira: acusaron a la Unión Soviética, maltrecha por la guerra, de conspirar para apoderarse de Europa Occidental. Después de perder 20 millones de vidas y un número aún mayor de heridos, de 200 grandes ciudades destruidas y casi no tener ropa ni comida, haría falta mucho tiempo para que un líder malvado como Stalin invadiera a Europa Occidental -además del hecho de que EEUU poseía armas nucleares.

Lo que siguió fueron escándalos institucionalizados: guerras (con ejércitos o con la CIA) basadas en «razones de seguridad» inventadas. Irónicamente, los libros de historia no registran como escandalosos la acción policial de Truman en Corea, los golpes de la CIA en Irán y Guatemala o la intervención masiva en Cuba que culminó en la fracasada invasión por Bahía de Cochinos. Cada una de estas acciones se realizó burlando la ley anunciada por el Juez del Tribunal Supremo Robert Jackson cuando explicó los tribunales de Nuremberg posteriores a la 2da. Guerra Mundial. Generalmente se considera que un agresor es el estado que «declara la guerra a otro estado», lo invade, lo ataca «con sus fuerzas armadas, con o sin declaración de guerra» o brinda «apoyo a bandas armadas formadas en el territorio de otro estado o se niega, independientemente de la solicitud del estado invadido, a tomar en su propio territorio todas las medidas a su alcance para privar a esas bandas de toda ayuda o protección».

Jackson declaró que «ninguna consideración política, militar, económica o de otro tipo debe servir como excusa o justificación para tales acciones». Comparó la guerra ilegal con la piratería y por lo tanto aplicó «el principio de responsabilidad individual tanto necesario como lógico» para mantener la paz.

«La idea de que un estado… cometa crímenes, es una ficción, Los crímenes son cometidos solamente por personas». Al igual que la dualidad entre el imperio y la democracia, los presidentes también se dedicaron a la ilegalidad desde el cargo supremo, mientras predicaban la obediencia a la ley. Bush, el cristiano fundamentalista, cree que el infierno es el lugar apropiado para los pecadores. Imaginen su pesadilla de retribución. Una variante de un viejo chiste.

El Diablo ofrece a un adusto W varias opciones, ya que él fue una figura tan poderosa.

En la Cámara uno, Bush ve a Nixon nadando en una piscina ardiente y ácida, sin que pueda salir. La piel de Nixon está enrojecida y llena de ampollas.

«No sé nadar», dice Bush.

El Diablo abre la Puerta 2. Papi Bush está partiendo rocas y sudando profusamente, y le corren lágrimas por las mejillas. Cada vez que parte una roca aparece otra.

«No», dice Bush

«Esta es su última opción», dice el Diablo y abre la Puerta ·. Clinton está sentado ante un buró como el de la Oficina Oval, con rostro satisfecho. Frente a él está Mònica haciendo lo suyo.

«Vaya», dice Bush, «creo que me quedo con este».

«OK», responde el Diablo. «Ya te puedes ir, Mónica».