En el año 2000, en Bolivia, en el escenario de la revuelta popular que impidió que el abastecimiento del agua pasara a las manos privadas de la transnacional Bechtel, transcurre la última película de Icíar Bollaín «También la lluvia», una película que narra el movido rodaje de otra, sobre Bartolomé de las Casas y su […]
En el año 2000, en Bolivia, en el escenario de la revuelta popular que impidió que el abastecimiento del agua pasara a las manos privadas de la transnacional Bechtel, transcurre la última película de Icíar Bollaín «También la lluvia», una película que narra el movido rodaje de otra, sobre Bartolomé de las Casas y su defensa humanitaria de los indios de América en el siglo XVI. Una película dentro de otra; y una historia que se repite antes y ahora aunque cambien protagonistas, tiempo y paisaje: los mismos conflictos entre explotados y explotadores; el avasallamiento; la injusticia y la milimétrica extracción hasta la última gota de sangre, petróleo o agua; la defensa de lo público frente a los que le ponen precio, casi siempre para quedárselo; y también el relato sobre cómo la unión de muchos consigue en ocasiones lo que parecía imposible; también en la vida real: no pagar por el agua de lluvia; impedir la privatización del agua, mucho más valiosa que el oro para los indígenas.
Pero la película es mucho más y sin un ápice de maniqueísmo; es una historia sobre el compromiso con el ser humano y el despertar de la conciencia; sobre las falsas apariencias; sobre cómo la vida te obliga a retratarte en tus miserias y fortalezas; sobre la inmoralidad de permanecer absortos, testigos mudos, piedras, ante la desgracia de los otros; sobre los límites de nuestro papel como espectadores (un indudable acierto plasmar este conflicto a través de unos cineastas: el súmmum del observador pasivo); porque ¿hasta dónde podemos permanecer sin hacer nada cuando asistimos en directo a un acto indigno, violento, inhumano, que sucede ante nuestra mirada, sea excepcional o cotidianamente?; ¿hasta donde continuar «rodando» sin intervenir?, ¿debemos implicarnos aunque en teoría «no vaya con nosotros» o mantener una «razonable» distancia de seguridad?, ¿dónde situar la cobardía y dónde la prudencia?, y, sobre todo, ¿donde trazar la línea que separa al testigo conformista del cómplice?
De todo esto habla el catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco, Aurelio Arteta, en el ensayo «Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente», un libro muy recomendable sobre el que me extenderé en otro artículo, y donde se desglosan toda la gama de parapetos que el ser humano instala a modo de excusa, con el único propósito de salvar el pellejo, como se muestra en la película; sencillamente por miedo a ponerse en el punto de mira; hasta cuando escoge situarse de parte de quien tiene el poder y se convierte en colaboracionista, aunque -y esto nunca lo reconocerá abiertamente- lo que le mueva sea su inseguridad, su cobardía, su vulnerabilidad, su temor al aislamiento; los cobardes siempre suman más. Se acaban auto-convenciendo de las bondades de su sometimiento, argumentan una supuesta ignorancia del mal, su burdo consentimiento como tornillo del engranaje, cuando no la sujeción a las opiniones mayoritarias; y hasta razones de equidistancia o relativismo moral. Todo ello para mantenerse al margen, para no comprometerse claramente en defensa de lo justo, como nos correspondería como seres humanos de bien. El triunfo de la confortable ideología de cuantos se reclaman libres de ideología, esa que sostiene el fin de valores universales o de cualquier fe en el progreso moral. El fanatismo de los indiferentes -los tibios-, como lo definió Chesterton.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.