Es bien conocida la ya antigua tentación a la que suelen sucumbir no pocos intelectuales de izquierdas europeos de dar lecciones de coherencia y buen hacer revolucionarios a los revolucionarios latinoamericanos, incluidos los intelectuales, que, además de escribir, van llevando a cabo como pueden los procesos de transformación social en sus propios países y cambiando, […]
Es bien conocida la ya antigua tentación a la que suelen sucumbir no pocos intelectuales de izquierdas europeos de dar lecciones de coherencia y buen hacer revolucionarios a los revolucionarios latinoamericanos, incluidos los intelectuales, que, además de escribir, van llevando a cabo como pueden los procesos de transformación social en sus propios países y cambiando, en la práctica, su realidad política, económica y social. Sucedió así desde hace mucho tiempo con Cuba y hoy sucede otra vez con Venezuela, Bolivia, Ecuador, Uruguay, Argentina o Nicaragua de formas y maneras tan diversas como las realidades y procesos de cada uno de estos pueblos.
Lo cierto es que a principios de septiembre ha tenido lugar en Buenos Aires un coloquio internacional de intelectuales de izquierdas y tal parece que a la parte europea que lo auspiciaba se le fue de las manos de alguna manera, al encontrarse con una mayoría de intelectuales latinoamericanos «adultos», con opinión formada no coincidente con la suya y, al parecer, inmunes al peso del «glamour» y la «grandeur» de la «intelligentzia» europea, tenidos como argumento de autoridad.
En efecto, cuenta Sami Nair, uno de los asistentes europeos al coloquio bonaerense, («El País». 13.10.11, p.29), que sus posiciones allí, acerca de los acontecimientos sobrevenidos en el mundo árabe, particularmente, parece, su defensa de la intervención militar contra Gadafi, fueron atribuidos por algunos a «ingenuidad» o incluso casi a «complacencia» con los intereses imperialistas. No es cuestión ahora de dilucidar acerca de la naturaleza de las opiniones de Sami Nair pero sí, desde luego, de su carácter eurocéntrico que incurre, como decía, en esa querencia por repartir lecciones de revolución bien entendida a los pueblos del «Tercer Mundo», particularmente a los latinoamericanos, a los que el profesor Nair llega a llamar ignorantes, maniqueos y obcecados «para explicar» la discrepancia con sus propias opiniones por parte de sus contertulios de la otra parte del Atlántico.
Quienes no hemos estado presentes en el coloquio de Buenos Aires no podemos pronunciarnos sobre la solvencia argumental de los interlocutores latinos del Sr. Nair, pero ello no nos impide tomar postura sobre el artículo que éste publica en «El País» y valorarlo como un texto excesivamente esquemático, poco riguroso y plagado de contradicciones.
Así, el artículo llama «revoluciones» bien a revueltas que, de manera incompleta y manteniendo la tutela de poderes fácticos han sacudido regímenes, modificando sólo el modelo político que había y derrocando gobernantes, pero manteniendo la estructura de las formaciones económico-sociales existentes, o bien a guerras civiles que han cursado además con intervención militar extranjera. Pero, enseguida, proclama con respecto a tales realidades justo lo contrario: que «querer encerrarlas en una definición que les daría la patente de revolución» es una prueba de pedantería y un insulto -dice- a los pueblos que las protagonizan.
Luego, tras una innecesaria pirueta histórica que le lleva a diferenciar los acontecimientos del mundo árabe nada menos que de la Revolución Francesa de 1789, de la Revolución Rusa y de la Revolución Cultural China, tal vez por mor de argumentar su tesis de que las revoluciones no necesitan partidos ni vanguardias, se entrega a una comparación de los conflictos dados en varios países árabes con los procesos acaecidos en Europa del Este tras la caía del muro del Berlín. Comparación no sólo anacrónica e impropia desde los puntos de vista político, socio-económico, cultural e incluso antropológico, sino además muy triste. Desde luego, si además de árabe fuese musulmán, le pediría a Alá que no dejara a nuestros pueblos hundirse en el imperio de las nuevas mafias en la corrupción, en el paro galopante, en el desplome de la protección social ( ni sanidad ni educación gratuitas, ni guarderías públicas, ni residencias de mayores, etc) en la eclosión de la mendicidad, en la prostitución infantil, en la nueva dependencia militar de la OTAN y los EE.UU…
Por lo demás, la mezcolanza de situaciones y la mixtificación de explicaciones se enseñorea de un artículo que pretende acuñar el concepto de revolución árabe sin abordar ni de lejos con un mínimo de rigor las diferencias entre los casos de Tunez y Egipto, sus orígenes, sus procesos y sus actores. Mucho menos entre estos países y Libia, donde se desemboca en una guerra que habrá que explicar por otras razones diferentes al filantrópico altruismo de la OTAN (¿o resulta que ahora en Libia no hay petróleo?). Sin referirse a Siria más que para abominar de su infame mandatario y lamentar la inhibición de la «Comunidad Internacional». Sin decir ni palabra de Argelia o de Marruecos donde las movilizaciones, por ahora, se quedaron en nada. ¿Por qué? ¿Y qué sucede con Arabia Saudí, Kuweit, Iraq, Los Emiratos, etc..? ¿O estos no son árabes? ¿O la «revolución árabe» no es tan árabe? ¿ Por qué?
Sami Nair, tan indignado frente a los «prejuicios» de la izquierda latinoamericana, incurre, en cambio, en uno típico de la izquierda «moderna» -o posmoderna- europea cuando dedica aproximadamente la cuarta parte de su extenso artículo a vapulear al ya depuesto Gadafi, como para dejar patente y singular constancia de su independencia de criterio que, a mayor abundamiento, refuerza hablando de «la trágica inhibición de la Comunidad Internacional en Siria» frente a «los crímenes bárbaros de la soldadesca de Assad». ¿Por qué buscar precisamente ese paradigma? ¿Es que Israel, por ejemplo, que comparte espacio geopolítico, no comete «crímenes bárbaros» con los palestinos? ¿No existe ahí «inhibición» de la Comunidad Internacional»? ¿ O es que resultaría políticamente incorrecto motejar de «soldadesca» al Tsahal israelí?. Además, utilizar acríticamente el concepto de «Comunidad Internacional» es simplemente hacerse eco de un camelo al uso para justificar intervenciones imperialistas remitiéndose a un ente o categoría «superior», como antaño pudo haber sido «Dios», «la Patria», «el Ideal» o lo que fuera. Hay un orden mundial con un polo hegemónico que posee sus intereses y, enfrente, hay otros intereses. Los vetos en el Consejo de Seguridad de unas Naciones Unidas, por cierto nada democráticas, que determinan unas u otras «inhibiciones», provenientes bien de los EEUU o bien de Rusia o China, no son sino la expresión de intereses geoestratégicos contrapuestos de grandes potencias que hacen que el mundo no sea hoy, como no ha sido nunca, ninguna «Comunidad».
Así las cosas, ¿Cómo no iban a pensar en «complacencias» con los intereses estadounidenses o europeos los interlocutores latinoamericanos de Buenos Aires?. Si en el texto que estamos comentando se prodiga una injustificable justificación de la agresión extranjera, que define la intervención de la OTAN como realizada «bajo mandato de la ONU» y «en un marco perfectamente limitado», refiriéndose luego a los conocidos intereses neocoloniales de Francia y Reino Unido que afortunadamente -dice- habrían visto como se impedía su intervención en solitario. O sea, como si el resto de potencias agresoras, empezando por los EEUU y terminando por España, con sus F-18, no tuvieran sus propios intereses y no hubiesen cooperado además con los franceses y británicos, que ciertamente no habrían combatido solos sino bien arropados.
Por otra parte, además de inconcebible resulta patético decir que la intervención aeronaval extranjera ha salvado de una posible «masacre segura» a «poblaciones civiles» cuando está perfectamente documentada la masacre -esa sí que segura- producida por los bombardeos de la OTAN con centenares de muertos, incluidos niños, y alcance de innumerables objetivos civiles, incluidos hospitales.
Por tanto, e independientemente de su intención, sobre la que evidentemente no es pertinente juicio alguno, lo cierto es que textos como el de Sami Nair contribuyen como ingredientes a componer un campo de cultivo ideológico favorable a otras intervenciones contra Estados soberanos de Latinoamérica o de cualquier lugar del mundo que, con mayores o menores transformaciones sociales en su interior y posturas antiimperialistas, son continuamente denostados, calumniados y amenazados por el «pensamiento único» y sus voceros, los medios de comunicación del «stablishment» global.
De otro lado, pretender, como hace Sami Nair, que la extensión del integrismo islámico se debe a los Gadafi, Mubarak, Ben Alí, El Assad y Saleh, deja estupefacto a cualquier lector mínimamente informado. Primero por su arbitraria parcialidad excluyente. ¿Por qué esos señores y no Mohamed VI, el rey Saudí o las autoridades argelinas?. Pero, sobre todo, porque es público y notorio el papel de los «servicios» occidentales a la hora de orquestar, nutrir, financiar y organizar la eclosión y consolidación del integrismo musulmán desde el final de los años setenta como baluarte y profilaxis
frente a la posible implantación o extensión de modelos socialistas o antiimperialistas en el mundo árabe. Otra cosa es que la iniciativa se haya ido de las manos y que el engendro se haya vuelto, con el tiempo, contra sus pergeñadores en una especie de réplica oriental a la fenomenología del espíritu hegeliana, en la que el criado trata de sobreponerse a su señor, en este caso aniquilándolo y no desde alfombras voladoras, sino con grandes aeronaves que convierten el World Trade Center en la zona «O». Y con más tiempo, (¡hay que ver!) más allá de sus principescos cabecillas, resulta que, integristas y todo, las masas del fundamentalismo son pobres, identifican primariamente a sus enemigos y la lógica de la lucha de clases asoma como puede la patita, rompiendo, a veces, la costra superestructural y retrógrada del integrismo religioso. Qué le vamos a hacer, la historia es así de tozuda y al propio tiempo, compleja y poco dada a dejarse encerrar en esquemas dogmáticos.
Sin embargo, el artículo que comentamos llega a la apoteosis del despropósito cuando alude a unos hombres, mujeres y niños sublevados en el mundo árabe, tan conscientes e instruidos ellos, tan formados políticamente y que lo tienen todo tan claro que, los pobres, hubieran preferido, así, en un acto de rotunda voluntad y matizada opción, «encontrar a su lado los símbolos de la revolución latinoamericana», en lugar de tener que «aplaudir a Sarkozy y a Cameron». Pero ¿ De qué está hablando?, ¿Podría identificar un beduino de Tobruk dónde queda Nicaragua?, ¿ Sabe un mercader del zoco de Hammamet quién es Evo Morales?, ¿Les suena a los ciegos de El Cairo la «operación milagro» de los médicos cubanos en la Venezuela de Chávez?, ¿Cómo se puede caer en un subjetivismo tan alejado de la realidad, en un argumento tan sensiblero y demagógico?; Y, militarmente, en el caso de Libia, que es el único que parece importar verdaderamente a Sami Nair, ¿De qué hubiera valido el apoyo moral latinoamericano a los insurgentes sin el napalm y las bombas -racimo de la OTAN?
Finalmente, en algún lugar del artículo de Nair, se reconoce que los «pueblos exangües» del Magreb tendrán que «pagar a tocateja» ciertas «ayudas» recibidas y que «hay riesgo de que se establezcan nuevas formas de dominación neocolonial». Pues bien, eso es lo que temen precisamente los revolucionarios latinoamericanos y que las nuevas formas de dominación recaigan sobre sus pueblos, abortando sus propios procesos revolucionarios. Por eso no están dispuestos a comulgar con ruedas de molino. Algunos europeos, tampoco.
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