El nuevo plan Obama constituye la enésima aportación de capital público al mercado financiero. Es en parte una muestra del fracaso de anteriores planes de rescate a los bancos en los que ya se han gastado más de 335.000 millones de dólares. Ahora se trata de generar un mercado allí donde no existe o, mejor, […]
El nuevo plan Obama constituye la enésima aportación de capital público al mercado financiero. Es en parte una muestra del fracaso de anteriores planes de rescate a los bancos en los que ya se han gastado más de 335.000 millones de dólares. Ahora se trata de generar un mercado allí donde no existe o, mejor, de hacer que activos que ahora sólo se aceptarían de regalo acaben teniendo un precio positivo. La idea consiste, primero, en generar un fondo de activos tóxicos y, después, ofrecerlo a subasta a inversores privados que los podrán adquirir con créditos asegurados por el propio Gobierno. Si al final los activos no tienen valor, el estado carga con el coste. Si por el contrario los activos resultan menos tóxicos de lo esperado, los inversores devuelven el crédito y se quedan con las ganancias. Esto sí es una red de seguridad para ricos.
El diseño de esta política se basa en la presuposición (bastante más realista que los modelos escolares de competencia perfecta) que los agentes del mercado tienen información imperfecta y que toman decisiones basándose en datos no necesariamente los reales. En este caso se supone que la falta de información fidedigna sobre el valor de estos activos retrae a los potenciales inversores. Éstos pueden temer que el valor real sea cero y no están dispuestos a correr el riesgo de perder toda la inversión. El aseguramiento rompe esta limitación al trasladar el riesgo al Estado: comprando sólo pueden ganar. Se generan incentivos positivos y la compra de estos activos ayuda a limpiar los balances bancarios. Si la cosa sale bien, esos inversores harán un buen negocio sin riesgo, los bancos mejorarán su situación financiera sin coste para sus propietarios y el sector público recuperará el coste con la devolución de los créditos. Si sale mal, serán las cuentas públicas las que correrán con todos los costes de la operación, los inversores privados no tendrán que asumir costes y la banca en todo caso queda librada de esta carga financiera. En resumen, todo el riesgo para las cuentas públicas.
Esta transmisión del riesgo del sector privado al público, especialmente en cuestiones financieras, ha sido una constante del periodo neoliberal. De hecho toda la historia de la deuda externa es una historia de este tipo. En muchos países en desarrollo se impuso a los gobiernos locales que se hicieran cargo de la deuda privada. Y aún allí donde la deuda era pública toda la negociación iba encaminada a garantizar la recuperación de todo el dinero (con intereses) de los acreedores. Una situación completamente diferente de las suspensiones de pagos mercantiles, donde la empresa con problemas financieros obtiene una rebaja sustancial de sus deudas (el riesgo se reparte entre acreedores y deudores). Lo que antes se consideraba una expresión del imperialismo dominante en las relaciones entre países ahora se advierte como un rasgo más sistémico del capitalismo neoliberal. La sistemática traslación del riesgo financiero al sector público apelando a las urgencias de las situaciones de emergencia y al doble tabú de que hay que impedir a toda costa la quiebra bancaria y de que es inadecuada la nacionalización de la banca (al menos como modelo estable: otra cosa son las nacionalizaciones de emergencia como las que se están dando a diario). Al menos, tenemos razones suficientes para erradicar el argumento de que el origen de los beneficios es el riesgo, especialmente en el caso del riesgo financiero.
La inequidad es flagrante cuando se compara la protección enorme de estos intereses financieros con la que están corriendo las pensiones privadas a las que se ha forzado a participar a buena parte de las clases medias asalariadas. Después de años de propaganda masiva y de políticas fiscales en pro de los planes de pensiones privados, después de años de escuchar la quiebra segura de los sistemas de pensiones públicas de reparto, la Unión Europea acaba de reconocer que lo que realmente está en peligro son los planes privados. Ya hay mucha gente cuyo banco le ha informado de una caída sustancial del valor de su plan de pensiones, como resultado del carácter especulativo de una gestora que prometía alta rentabilidad. Y es que si alguien actúa con información deficiente en el mercado es sin duda el «inversor» de un plan de pensiones privado. Lo que nos da nuevas razones para defender los sistemas de reparto, que no sólo son más seguros sino que son relativamente fáciles de adaptar por medio de decisiones políticas relativamente sencillas.
Esta traslación de riesgo al sector público tiene dos efectos netos evidentes. A corto plazo, aumenta el endeudamiento público, lo que puede ir en detrimento de otras fórmulas de endeudamiento más capaces de generar empleo, o incluso puede justificar políticas de recorte del gasto público similares a las de muchos países en desarrollo. A largo plazo, este endeudamiento se convierte en una obligación de pago del conjunto de la ciudadanía hacia los tenedores de títulos de la deuda. Es bastante posible que estos tenedores acaben siendo los mismos bancos que han recibido ayudas: en tiempos de gran incertidumbre siempre parecerá más segura la inversión en títulos de Estados solventes que el riesgo de un crédito privado. El plan de salvamento que libera a los bancos de sus productos tóxicos es, al mismo tiempo, una vía de servidumbre permanente de la ciudadanía respecto al sector financiero. No sólo les libera de sus responsabilidades pasadas, les concede ingresos garantizados para el futuro. Como señala acertadamente Michel Hudson en la última entrega de Sin permiso («El verdadero escándalo de AIG») el tema de los pagos millonarios a los altos directivos de la aseguradora es sólo el chocolate del loro de una transferencia escandalosa de rentas a un sector financiero depredador.
En este sentido el plan Obama es ciertamente peculiar. A diferencia de la mayoría de países donde la intervención corre a cargo bien del erario público directamente o en forma de avales públicos, bien de los fondos de garantía establecidos por el sector público desde hace años (como el Fondo de Garantía de Depósitos español), en el caso de Estados Unidos gran parte del dinero sale de la emisión de dólares por parte de la Reserva Federal. Para cualquier otro país esto puede ser imposible, pues nadie acepta divisas de países que están emitiendo dinero a lo loco. Para EE.UU., en cambio, el hecho de que el dólar sea la moneda internacional y que todo el mundo este dispuesto a aceptar dólares estadounidenses, le concede un privilegio que le dota de una importante capacidad de extender el riesgo hacia los tenedores de dólares del exterior (mayoritariamente los países del Este asiático). A corto plazo incluso es posible que esta emisión masiva se traduzca en una caída del tipo de cambio del dólar respecto a otras monedas que actúe de facto como una política proteccionista estadounidense. El imperio americano está tocado pero tiene aún muchos mecanismos de sostén. Especialmente si se compara con una Europa dominada por una ortodoxia monetarista y una incapacidad de acción colectiva que ya está generando una situación de verdadero drama. Especialmente es su desgraciada «frontera» oriental, la de aquellos países que en pocos años han pasado del despotismo burocrático al despotismo del mercado neoliberal.
Si queremos evitar que la factura que nos pasan los ricos acabe por ahogarnos es necesario más que nunca generar voces, propuestas y movilizaciones serias que, cuando menos, generen un reparto más justo del riesgo.
Seat como símbolo
Durante unos días el gran tema mediático de la crisis ha sido el referéndum de los trabajadores de Seat. Se apelaba a la responsabilidad sindical como un paso necesario para salir de la crisis. Y ya se sabe que lo que los media defienden como responsabilidad suele ser siempre la aceptación de rebajas salariales o peores condiciones salariales. Una responsabilidad que casi nunca se pide a los gestores de las grandes empresas privadas, a las que nunca se las valora por su capacidad de generar buenas condiciones de vida entre sus empleados.
Tal como se ha planteado la situación, parecía que la suerte de Seat, y con ella la de buena parte de la industria auxiliar que se mueve a su alrededor, dependía de que los trabajadores aceptaran el enésimo apretón de cinturón. Algo que resulta curioso si nos atenemos a la información sobre costes totales y laborales que manejan los delegados de CC.OO. y sobre las que baso esta nota. De acuerdo con esa información, el coste medio de un empleado en Seat es un 11,3% más bajo que el del conjunto del grupo Volskswagen, y sólo un 6% mas elevado que el de su fábrica «barata» Skoda. Cuando se contemplan los costes salariales unitarios (salarios por unidad de producto) la valoración es aún más favorable a Seat, ya que representan solo un 8,3% del coste del vehículo, frente al 12,5% del conjunto de Volkswagen y el 12,8% de Skoda (aunque los salarios son inferiores, como vende vehículos más baratos la repercusión de los salarios es mayor). Es cierto que en una industria con tantos procesos externalizados como la del automóvil los costes pueden fluctuar, pero no parece que a la luz de estos datos se pueda imputar a los costes salariales la responsabilidad de los problemas de Seat. Ni tampoco resulta evidente que el ahorro salarial aceptado por los trabajadores explique un cambio sustancial de costes. El ahorro que se obtiene con esta concesión salarial (unos 3 millones de Euros anuales) sería fácilmente alcanzable, y socialmente más soportable, con una rebaja en los bonus que reciben los altos directivos. Pero éste es siempre un tema intocable.
Ni la nueva concesión laboral ni las ayudas que está movilizando el sector público en la nueva apuesta por el Q3 garantizan el futuro de Seat y su industria auxiliar. De hecho la historia de la empresa ha estado sujeta en los últimos veinte años a los intereses de Volkswagen, primando no sólo consideraciones financieras sino también intereses de empleo en Alemania: cambios de la gama de modelos, de las líneas de comercialización han sido la otra cara de la presión por la flexibilidad, los recortes de salarios y las ayudas públicas. Y no parece que de ello hayan aprendido nada ni los responsables nacionales y autonómicos de política industrial ni algunos dirigentes sindicales. Quizás porque el efecto simbólico que tiene aún Seat en el imaginario colectivo de nuestros líderes es tan grande que éstos siguen pensando que apostar a toda costa por el fabricante de coches es lo único sensato.
La batalla de Seat es un símbolo claro de nuestras respuestas colectivas. Es ante todo el primer combate de la crisis donde se ha planteado y ha triunfado la idea que hay que seguir por la vía de renunciar a derechos a cambio de que sigan viniendo las beneficiosas multinacionales. Después del robo financiero viene el nuevo chantaje. Es también un símbolo de la incapacidad de alterar, al menos a corto plazo, el modelo productivo. Cuando éste ha mostrado su caducidad, cuando hace años que los mismos sindicatos propugnaban un cambio de modelo productivo (con argumentos bien elaborados, como se puede comprobar con la lectura de los Cuadernos de Gaceta Sindical fácilmente accesibles en la web de Comisiones Obreras) llega la crisis y lo único que moviliza es la defensa de lo de siempre. Quizás porque no existe una verdadera propuesta alternativa y también porque lo inmediato, la destrucción masiva de empleo, impide la respuesta a largo plazo (no sólo en el caso del auto sino también en el de la construcción). Y, por último, representa un símbolo de cómo abordarán los medios de comunicación los grandes debates socio-económicos: silenciando las opiniones disidentes (como les ha ocurrido en este caso a los sindicalistas de CC.OO. y CGT, como sucede a diario con las fundamentadas opiniones de los antinucleares).
Más allá de una congelación salarial, Seat expresa la congelación de la propuesta crítica. Es también una enseñanza para tratar de buscar alternativas, y maneras de defenderlas, que impidan que la crisis del neoliberalismo sea en verdad un derribo sobre nuestras cabezas.