Hilary Putnam, El desplome de la dicotomía hecho-valor y otros ensayos. Barcelona, Paidós Básica 2004, 215 páginas. Traducción de Francesc Forn i Argimon. Revisión de Miguel Candel. Se afirma en la contraportada del nuevo ensayo de Hilary Putnam -titular emérito de la cátedra John Cogan de la Universidad de Harvard y autor de libros tan […]
Hilary Putnam, El desplome de la dicotomía hecho-valor y otros ensayos.
Barcelona, Paidós Básica 2004, 215 páginas.
Traducción de Francesc Forn i Argimon. Revisión de Miguel Candel.
Se afirma en la contraportada del nuevo ensayo de Hilary Putnam -titular emérito de la cátedra John Cogan de la Universidad de Harvard y autor de libros tan decisivos en la filosofía contemporánea como La herencia del pragmatismo; Razón, verdad e historia o Las mil caras del realismo-, que, si la filosofía desempeña alguna tarea en el mundo (repárese en el prudente condicional), esa tarea tendría que ser la de clarificar nuestro pensamiento y despejar las ideas que obnubilan nuestras mentes. Sin duda, si esta loable aspiración fuera práctica constante del filosofar contemporáneo, nuestras ideas serían algo más nítidas y nuestras mentes andarían menos confusas. No es frecuente alcanzar o vislumbrar esas cimas. Empero, en ocasiones, la suerte no nos da la espalda y un singular ensayo filosófico cumple efectivamente con las funciones señaladas. El desplome de la dicotomía hecho-valor y otros ensayos es una de estas esperadas aportaciones filosóficas que aún tratándose, inicialmente, de una discusión en el ámbito académico presenta una notable e interesante arista poliética ciudadana.
En la primera parte del libro se recogen las conferencias que Putnam impartió en noviembre de 2000 por invitación de la Fundación Rosenthal. Se presenta en ellas una convincente argumentación contra la casi indiscutible dicotomía hecho-valor -herencia de la práctica filosófica de convertir en separaciones absolutas lo que en principio son distinciones inocuas-, tal y como esta división ha sido desarrollada y definida históricamente. Putnam, que fue colega durante 10 años de Amartya Sen en la Universidad de Harvard, señala la importancia del «enfoque de las capacidades» en economía de bienestar «ante quizá el mayor problema con que se enfrenta la humanidad en nuestro tiempo, el de las inmensas disparidades entre las partes más ricas y las pobres del mundo» (p.11), lo que Jon Sobrino ha llamado, con razón teológica y laica a un tiempo, la metablasfemia de nuestra época. La propuesta de Sen, que Putnam comparte, parte del presupuesto de que los temas de economía del desarrollo y los temas poliéticos relacionados no pueden mantenerse en casillas absolutamente separadas y disjuntas. La segunda parte de DDHV -«Racionalidad y valor»- se inicia con un capítulo continuación de la temática central de la conferencias; en el resto de apartados, Putnam ha recogido ensayos suyos recientes que «se sustentan directamente en los argumentos de las conferencias Rosenthal y les ayudan a tomar cuerpo» (p.12).
La tesis de que los juicios de valor, nuestras finalidades, nuestros valores, son mera y estrictamente subjetivos es una concepción filosófica que ha llegado a tomar características de principio asentado en el núcleo duro de la tradición y en el sentido común consolidado. Es la ley de Hume: «ningún debe (valor) a partir de un es (hecho)». Numerosos autores sostienen que si bien los denominados enunciados fácticos o sintéticos (aquellos que, por ejemplo, habitan en nuestras teorías científicas) pueden ser objetivamente justificados e incluso ser verdaderos, los juicios valorativos no pueden aspirar ni a lo uno ni a lo otro. Como apunta Putnam, según algunos partidarios extremos de la dicotomía, los juicios de valor están completamente al margen de la esfera racional. Lionel Robbins, uno de los economistas con mayor influencia en el siglo XX, apuntó que cuando se trata de valores no hay ni puede haber lugar para la discusión. Los argumentos que defienden esa separación tajante han tenido importantes consecuencias en «el mundo real» a lo largo del siglo XX. Pensemos, por ejemplo, en la esfera económica, donde esta separación es aire ambiental respirado intensamente, y en la decisiva influencia de los consejos de sesudos y sofisticados economistas, que, en sus palabras, «hacen ciencia, no poesía», en las actuaciones de gobiernos, alianzas políticas, o incluso de algunas organizaciones no gubernamentales.
La posición de Putnam es justa, y justificadamente, la contraria: es posible y necesario construir argumentos racionales en el ámbito ético. La pregunta por las diferencias supuestamente insalvables entre juicios de hecho («EE.UU. apoyó directamente, mediante acuerdos secretos, el golpe militar de Pinochet») y juicios de valor («La política de guerras preventivas del Imperio es inadmisible moral y políticamente») ya no es una pregunta imposible e indocumentada: «pueden muy bien estar en juego cuestiones de -literalmente- vida o muerte» (p.16). De hecho, como señala el autor en la introducción y en otros pasajes de su ensayo, la misma ciencia, paradigma positivista por excelencia de conocimiento fáctico, racional, objetivo y justificado, presupone valores como la coherencia, la plausibilidad o la simplicidad (o incluso la belleza, como señaló el mismísimo Paul Dirac) de las teorías que sin duda son también valores (en el ámbito epistémico) y que, hasta la fecha, se desplazan por las mismas turbulentas aguas que los valores éticos en lo que respecta al tema de su objetividad o justificación. Putnam opera aquí tal como Quine lo hizo en 1951 respecto a la dicotomía analítico/sintético: arguyendo que los enunciados científicos no podían ser divididos tajantemente en convenciones (enunciados analíticos) y hechos (enunciados sintéticos). Entre el negro y el blanco, existen, existían, otras tonalidades fructíferas.
Algunas de las precisiones y posiciones centrales que Putnam defiende en su ensayo, y que él mismo presenta de forma excelente en las conclusiones del capítulo III (pp. 78-83), pueden ser resumidas del modo siguiente:
1. Desinflando el hinchado globo de la dicotomía no matizada hecho/valor, lo que obtenemos es la conveniencia de trazar una distinción entre juicios éticos y otro tipo de juicios. Esta puede ser una distinción útil, como también lo es trazar una distinción entre juicios químicos y juicios que no pertenecen a este ámbito del conocimiento. «Pero no se sigue nada metafísico de la existencia de una distinción hecho/valor en este (modesto) sentido» (p.34).
2. La noción de hecho que subyace a la distinción clásica de Hume entre cuestiones fácticas y relaciones de ideas (de ahí, la posterior separación entre enunciados analíticos y sintéticos), al igual que la tesis de que nunca un «debe» debe derivarse de un «es», es una concepción muy estrecha de lo que es un «hecho» según la cual éste se corresponde con una impresión sensorial. Difícilmente encontraríamos hoy alguna práctica, realmente existente, en ciencias más o menos sofisticadas, que se moviera cómodamente en torno a estos estrechos límites de lo que es un hecho.
3. Una concepción lingüística según la cual nada puede ser a la vez un hecho y un portador de valor, y de ahí la separación tajante de ambos ámbitos, es pobre y totalmente inadecuada, dado que una enorme masa de nuestro vocabulario descriptivo usual está y tiene que estar «imbricado» por valoraciones, aunque su función predominante pero no única sea la de describir hechos, personas, lugares o situaciones. Por ejemplo, los términos que usamos en la descripción histórica, sociológica y en otras ciencias sociales están invariablemente teñidos de principios, de valores.
4. El efecto más negativo de la dicotomía tajante hecho/valor es que, en la práctica, funciona como auténtico freno de la discusión y del pensamiento. Es mucho más cómodo y fácil señalar que tal enunciado o creencia es, simplemente, un juicio de valor y que, por tanto, es meramente una cuestión subjetiva, más o menos alocada, más o menos interesada, que trabajar en la línea «que intentaba enseñarnos Sócrates: indagar quiénes somos y cuáles son nuestras convicciones más profundas, y someter estas convicciones a la exigente prueba de un examen reflexivo» (p. 59).
5. No se trata de apostar ni por el relativismo moral ni por el imperialismo cultural. Reconocer que nuestros juicios morales pretenden tener validez objetiva, esto es, pretenden estar justificados, no implica desconocer que están conformados por un determinado marco cultural y por una problemática concreta. No hay aquí incompatibilidad alguna. Lo mismo ocurre con nuestras investigaciones y teorías científicas. La solución no estriba en abandonar la discusión ni situarse en algún mirador de lo Absoluto, ajeno a todo contexto, sino en «investigar, discutir y tantear las cosas de una manera cooperativa, democrática y, por encima de todo, falibilista» (p. 60). El errar es humano no excluye, claro está, el ámbito poliético.
6. La vida no sólo mancha sino que en ocasiones enseña. Y la vida ciudadana muestra que somos capaces de distinguir entre juicios justificados e injustificados, incluyendo aquí los juicios de valor. Sin duda, eso no quita que pueda haber casos controvertidos, aún no resueltos, o incluso difícilmente resolubles. Pero lo bastante, como recuerda Putnam que sostenía Jane Austin, es bastante aunque no sea todo ni el Todo.
Putnam señala que una versión de cada una de las dicotomías centrales, la dicotomía hecho/valor, «es» frente a «debe», y de la dicotomía analítico/sintético, cuestiones de hecho frente a relaciones de ideas, ha tenido un carácter fundacional para el empirismo clásico de Locke o Hume, así como para su principal herencia filosófica en el siglo XX, el positivismo lógico y corrientes afines. De modo que, apunta el autor El desplome de la dicotomía hecho-valor y otros ensayos, llegar a pensar sin estos dogmas -término del autor- acaso sea entrar en una auténtica posmodernidad, «entrar en un campo totalmente nuevo de posibilidades intelectuales en todas las esferas importantes de la cultura» (p. 22). Si es así, si nos convencen las argumentadas «valoraciones» putnamianas, no hay que dudarlo: hay que combatir por y en esta tendencia posmoderna. Es (hecho) la buena (valor).