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Rusia: la transición al capitalismo

Fuentes: La Jornada

Los golpes de martillo que derrumbaron el muro de Berlín dieron también la puntilla al Estado soviético, surgido en 1917 con la simbólica toma del Palacio de Invierno. A la vuelta de estos 15 años, la economía rusa se ha reducido a la mitad, surgió otra oligarquía a la vera de la privatización de las empresas públicas, las redes de protección social se desmantelaron y un tercio de la población vive en la pobreza.

Herida de muerte por el agotamiento irreversible del llamado «socialismo real», la economía de Rusia sobrevivió la caída del muro de Berlín poco más de dos años hasta que los fallidos intentos de reformar el sistema y la lucha por el poder en la elite gobernante precipitaron, en diciembre de 1991, la disolución de la Unión Soviética.

A partir del colapso de la federación que formaban Rusia y 11 repúblicas euroasiáticas ­las tres bálticas se separaron meses antes­, cada uno de estos países empezó a sentar las bases de una economía de mercado, con un punto de partida común y de suyo complejo: en el espacio posoviético el fin del comunismo tuvo como adicional factor adverso, a diferencia de lo ocurrido en Europa del Este, el hundimiento del Estado.

Trece años después de iniciada en Rusia la transición al capitalismo, la economía perdió casi la mitad del producto interno bruto (PIB) durante la gestión del presidente Boris Yeltsin, y ahora presenta signos de recuperación por la coyuntura, extraordinariamente favorable, de los precios internacionales de los hidrocarburos.

La economía bajo la presidencia de Vladimir Putin crece por cuarto año consecutivo: 5.1% en 2001; 4.7% en 2002; 7.3% en 2003 y, este año 7%. El Kremlin, que tan sólo para el presupuesto de 2005 dispone de una inyección de más de 80 mil millones de petrodólares, proclama la ambiciosa meta de duplicar el PIB en un plazo de 10 años.

Del desbarajuste a la decepción

Al comenzar las reformas, en enero de 1992, el modelo socialista de economía planificada y centralizada había dejado de funcionar, estaba paralizada la red de abasto, el acopio de cereales se redujo casi a cero, el mercado de consumo estaba en ruinas, había fracasado el sistema de racionamiento, rasgos éstos de la economía soviética en su fase terminal.

Frente a ese panorama, y facultado por el Parlamento para gobernar por decreto durante un año, Yeltsin encargó a su primer ministro, Igor Gaidar, desmantelar la agonizante estructura jerárquica de planificación y distribución.

Gaidar, siguiendo las recetas de los organismos financieros internacionales, aplicó la obligada terapia de choque: liberación de precios, privatización, retiro de subsidios a la industria y la agricultura, y el etcétera de rigor. Con ello, en apenas 12 meses, en lugar de lograr la prometida estabilización se disparó la inflación hasta 2 mil 500%, lo que implica un promedio de aumento de precios de casi 7% al día.

La deformada estructura de producción soviética y el desorden monetario derivaron en una economía marcada por el incumplimiento de los pagos y el trueque, mientras el gabinete de Víktor Chernomyrdin, sucesor de Gaidar, entró en el callejón sin salida de emitir cada vez más instrumentos de deuda pública hasta producir una pirámide financiera.

Para cubrir el déficit y financiar campañas políticas, como la relección de Yeltsin en 1996, se optó por captar la inversión especulativa mediante la colocación de bonos con desorbitados intereses que llegaron a 200% anual y generaron más deuda incobrable.

El joven tecnócrata Serguei Kiriyenko, que sustituyó a Chernomyrdin cuando éste se creyó presidenciable y desafió con ello a un Yeltsin en plena decadencia física, continuó la práctica viciosa del masivo endeudamiento público.

Así se enriquecieron relevantes figuras del entorno presidencial, numerosos funcionarios del gobierno y del Banco Central que, al usar información privilegiada, se volvieron activos jugadores en el mercado de los bonos emitidos por el Estado.

Hacia agosto de 1998, se derrumbó la pirámide de las GKO, obligaciones del Estado a corto plazo, se hundió el rublo y Rusia se declaró en bancarrota al anunciar la suspensión temporal del pago de sus compromisos de deuda pública interna y congelar la deuda comercial privada con el exterior.

Con esa debacle financiera concluyó la primera etapa de la transición al mercado en la Rusia posoviética.

Consecuencias nefastas

El desmantelamiento del anterior modelo económico y la ausencia de una sociedad civil capaz de establecer controles efectivos tuvo consecuencias nefastas. Entre otras:

El reparto de la propiedad mediante privatizaciones turbias. Con la complicidad del círculo más cercano de Yeltsin, aparecieron los llamados «oligarcas», magnates que de la nada amasaron descomunales fortunas. Amañadas licitaciones, en las cuales participaban formalmente varios interesados y que, en realidad, eran sólo prestanombres del comprador designado desde el Kremlin, sirvieron para adjudicar las 500 empresas más grandes del país, que valían por lo menos 200 mil millones de dólares y se vendieron en poco más de 7 mil millones.

La concentración de la riqueza. Mientras los «nuevos dueños» de Rusia hacen ostentación de opulencia, en ocasiones con desplantes que rayan en lo grotesco, la pobreza creció hasta afectar a una tercera parte de la población, en un país de 150 millones de habitantes.

El saqueo de los recursos naturales. La exportación de materias primas, a partir de la enorme diferencia de su precio en los mercados interno y mundial, se volvió una de las principales formas de acumulación de capital al convertir en millonario a cualquiera que consiguiera, por medio de sobornos, los permisos de extracción y las licencias de exportación.

El auge de la criminalidad. La delincuencia organizada, que en sus orígenes se dedicó a la extorsión y a satisfacer la creciente demanda de asesinatos por encargo como modo de resolver las disputas de orden económico, penetró todos los sectores de la economía, entremezclándose con la política mediante sus representantes en el Parlamento y en ciertos niveles del gobierno.

La corrupción generalizada. Extendida hasta grados de hipertrofia, la corrupción beneficia a funcionarios de todos los rangos, que acumulan riqueza y hacen negocios al amparo de sus cargos. La policía y el aparato de seguridad, en lugar de perseguir los ilícitos compiten con la delincuencia organizada en otorgar «protección».

Estas consecuencias ­unas más acentuadas que otras­ persisten en la era Putin.

La economía rusa, la número 17 del mundo medida por su PIB, intenta pasar a formas menos salvajes de capitalismo con base en el tácito entendimiento de que, a estas alturas, ya es imposible revertir los resultados de las escandalosas privatizaciones en la época de Yeltsin. Y de que el maná de los petrodólares no es eterno