Una crisis económica no supone el derrumbe del sistema. Desde sus orígenes el capitalismo ha sufrido muchas, unas más suaves y otras más profundas, pero siempre ha salido de ellas, aunque dejando en el camino a muchos damnificados. En crisis estructurales como la de los años treinta del siglo pasado el capitalismo se tambaleó, y […]
Una crisis económica no supone el derrumbe del sistema. Desde sus orígenes el capitalismo ha sufrido muchas, unas más suaves y otras más profundas, pero siempre ha salido de ellas, aunque dejando en el camino a muchos damnificados. En crisis estructurales como la de los años treinta del siglo pasado el capitalismo se tambaleó, y así ha sucedido también en la actual, hasta el punto de que el Premio Nobel Stiglitz llegó a decir que esta crisis era para el capitalismo lo que para el socialismo real había sido la caída del muro de Berlín. Otro tanto dice Jacques Attali en su libro ¿Y después de la crisis, qué? (Ed. Gedisa) en un capítulo que titula «El día en que el capitalismo estuvo a punto de desaparecer». Pero de momento esto no ha sucedido, entre otras cosas por las intervenciones públicas que impidieron ese derrumbe.
Ahora se trata de ver cómo se sale de la crisis para evitar que se repitan las causas que la originaron y para crear las condiciones de otro modelo de desarrollo. El susto que se produjo en septiembre de 2008 llevó a algunos organismos y dirigentes políticos, como Sarkozy, a hablar de la refundación del capitalismo. Otros, como el G-20, llegaron a plantear la necesidad de llevar a cabo reformas. El presidente de la patronal española llegó a sugerir que se hiciera un paréntesis en la economía de mercado. Sin embargo, a medida que se avanza en el tiempo la posibilidad de introducir reformas se desvanece, y si no se pone remedio se volverá a lo de antes. Éste es el peligro que se corre.
No debemos olvidar lo que ha sucedido y lo que la crisis se ha llevado por delante, entre otras cosas, al fundamentalismo del mercado como paradigma, y la fe ciega en la bondad de la autorregulación y en la eficiencia de los mercados financieros. Por eso, ante la necesidad de crear un nuevo modelo, modestamente propongo algunas alternativas para favorecer una salida distinta al modelo que ha venido imperando en los últimos tiempos, alternativas que necesariamente han de ser a escala mundial, dada la forma como se desenvuelve la economía global en nuestros días.
Quisiera citar aquí a un economista, Eric S. Reinert, quien en su libro publicado en castellano en 2007 (antes se editó en inglés y noruego), La globalización de la pobreza (Ed. Crítica), decía: «El periodo actual representa una coyuntura en la que pueden suceder muchas cosas. En primer lugar, una crisis financiera importante es más que probable, y habrá que reinventar el keynesianismo en un contexto nuevo y global». La predicción se ha cumplido y lo probable se ha convertido en realidad, ahora hay que reinventar el keynesianismo, sobre todo en un momento histórico que ha sido testigo del derrumbe del socialismo real y de la quiebra del capitalismo financiero global. De modo que, de momento, sólo queda la posibilidad de avanzar en la economía mixta y de introducir reformas en el sistema capitalista globalizado.
Lo prioritario es acabar con la globalización financiera de las últimas décadas, lo que supone introducir una mayor regulación interna en cada país y en el plano internacional. Para ello, hay que acabar con los paraísos fiscales, hay que implantar la tasa Tobin y modificar el sistema monetario internacional. De momento, resulta urgente reformar el Fondo Monetario Internacional (FMI) dándole una mayor capacidad reguladora y vigilante, así como sustituir la hegemonía del dólar por una cesta de monedas compuesta por el euro, el yen y el yuan, que conjuntamente con la moneda de Estados Unidos y los Derechos Especiales de Giro (DEG) desempeñe un papel básico en las transacciones comerciales y financieras. Lo idóneo sería conceder un mayor papel a los DEG para tender hacia la propuesta de Keynes en los años cuarenta de crear una moneda internacional como el bancor. También sería interesante retomar la propuesta que en los años sesenta hicieron Kaldor, Mendès-France y Tinbergen de crear un fondo basado en materias primas y productos primarios procedentes de los países menos desarrollados para que, a cambio, éstos obtengan liquidez, que buena falta les hace.
Esta última propuesta, conjuntamente con la aportación de los fondos derivados de la tasa Tobin, podría favorecer el desarrollo económico. Pero, para acabar con las grandes desigualdades existentes y luchar contra el hambre y la pobreza sería necesario profundizar más, apostando por las proposiciones que hace el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), organismo al que habría que conceder el liderazgo integrando al Banco Mundial y a la Organización Mundial de Comercio (OMC) en su seno.
La incorporación de estos organismos fortalecería la acción de Naciones Unidas en la consecución de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, proyecto en el que se han comprometido los líderes mundiales que tiene entre sus fines el de reducir antes de 2015 la pobreza extrema a la mitad. Lamentablemente, como consecuencia de la crisis los datos están yendo en sentido contrario al deseado y el hambre sigue avanzando en el mundo. Un buen resumen del alcance de las propuestas del PNUD ha sido formulado por los profesores de la Universidad del País Vasco Pedro Ibarra y Koldo Unceta en su libro Ensayos sobre el desarrollo humano (Ed. Icaria), que se puede complementar con las claves que aportan Jolly, Emmerij y Weiss para comprender la historia intelectual de las Naciones Unidas en su libro El poder de las ideas (Ed. Catarata).
La adopción de estas propuestas supondría sentar las bases de un Nuevo Orden Económico Mundial sustentado en el reformismo en vez de en la ortodoxia del Banco Mundial. Estas proposiciones no sólo pretenden disminuir las acusadas desigualdades que se dan entre países y dentro de éstos, sino que servirían para luchar contra las graves privaciones materiales, sociales y de todo tipo existentes, al tiempo que se fomentaría la igualdad de género y un desarrollo sostenible.
En suma, lo que pretendo poner de manifiesto es que las propuestas posibles existen, lo que hace falta es que haya voluntad política para ponerlas en marcha, aunque para ello haya que vencer la resistencia de los grandes poderes económicos. Quienes creemos en otros valores y en otro modelo de desarrollo debemos oponer, frente a la globalización económica tal como se da hoy en día, otra globalización basada en los derechos humanos, la democracia, la igualdad en derechos y oportunidades, la extensión de la educación y la salud. Y es así porque optamos por un sistema más justo, equitativo y sostenible. Es fundamental que los cambios se produzcan a escala mundial pues vivimos todos en el mismo planeta, como resulta también prioritario exigir a los países menos desarrollados la aplicación de políticas sociales que supongan modificaciones internas estructurales para fomentar el desarrollo humano, y no sólo que cumplan determinadas variables macroeconómicas que se han convertido en el dogma máximo.
Numerosas voces de economistas ilustres y humanistas responsables se están elevando en el mundo, aportando una visión alternativa al maltrecho orden capitalista actual. Es necesario reivindicar un orden nuevo que combata los desequilibrios sociales y económicos, producto del descontrol y la desregulación internacional propios de un tiempo pasado. Superemos este trance y aprovechemos para avanzar hacia un mundo más justo. Ante nosotros también tenemos, además, los problemas que se derivan del cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la crisis energética y alimentaria. Son muchos los problemas para que sigamos actuando como hasta ahora confiando sólo en el mercado y entregados al fetichismo del crecimiento.
Carlos Berzosa, catedrático de Economía, es rector de la Universidad Complutense de Madrid.