Hay poco espacio, sólo he podido ver Salvador en una copia de vídeo y, muy probablemente, habrá que volver a comentar y debatir sobre la película especialmente si, como parece, da lugar a un debate político, del cual ya hay algunas muestras mas bien desquiciadas. Así que mejor ir rápidamente a lo esencial: Salvador es […]
Hay poco espacio, sólo he podido ver Salvador en una copia de vídeo y, muy probablemente, habrá que volver a comentar y debatir sobre la película especialmente si, como parece, da lugar a un debate político, del cual ya hay algunas muestras mas bien desquiciadas. Así que mejor ir rápidamente a lo esencial: Salvador es una rara combinación de talento y valentía, rara en general, especialmente rara en el cine español, más aún cuando trata de acontecimientos políticos contemporáneos. Yo sólo recuerdo ahora dos películas de la estirpe de Salvador, pero ambas tienen ya más de cuarenta años: El verdugo, de Berlanga y La caza, de Saura. Estas dos películas excepcionales, necesarias para entender el clima cultural y moral del franquismo de los años 60, eran parábolas sobre una realidad encarcelada por la censura. Salvador es una crónica y quiere ser, y lo logra, una «crónica popular». Éste es, a mi parecer uno de sus mayores logros cinematográficos y políticos, y es también una muestra de la valentía del proyecto: a primeros de septiembre, se van a estrenar 200 copias de la película, es decir, se va a dar la batalla del «cine de barrio» (de los «multicines», por decirlo en lenguaje actual), no simplemente la de los circuitos «progresistas». Con esa ambición hicieron magnifico cine político, por ejemplo, Elio Petri o Francesco Rosi, en los años 60 y primeros 70 en Italia.
Ojalá Salvador gane la batalla de la taquilla. Porque Salvador es la primera película que presenta digna y verazmente a militantes revolucionarios antifranquistas. No he leído libros sobre Puig Antich. Para mí sólo era, antes de ver la película, el recuerdo de un compañero asesinado, cuya imagen, paradójicamente sonriente, difundimos cuanto pudimos (por ejemplo, en la portada de Combate nº 23, de abril de 1974) durante la durísima campaña, en la calle y en las cárceles, por salvar su vida, en aquellos momentos, entre el atentado contra Carrero (diciembre de 1973) y la revolución portuguesa (abril de 1974), los más difíciles de la historia de la Liga en la clandestinidad.
Ahora he visto en Salvador a uno de los nuestros, de carne y hueso, ni héroe, ni aventurero, un militante comprometido con sus ideas, consecuente con ellas, con ganas de vivir y con conflictos, a veces, entre la vida y la militancia.
Creo que Salvador no tiene sólo valores «políticos». Es una buena película, con momentos excepcionales y otros que no funcionan tan bien. Por ejemplo, la narración de las condiciones políticas de la época en flash back al comienzo, hacen temer que la película va a discurrir por un camino doctrinal, a la manera del peor Bardem, que afortunadamente se abandona enseguida. Creo también que la relación con el carcelero pesa excesivamente (me refiero a un problema narrativo; parece que esta relación está siendo criticada muy duramente por los adversarios políticos de la película; no me parece que rebaje en nada el durísimo tratamiento que la película hace de los aparatos represivos del franquismo). Y en fin, para no coincidir en todo lo fundamental con Pepe Gutiérrez, a mi me sobra por completo la canción final de Llach, cuyo sobreénfasis a campanazos, me rompe la enorme emoción indignada de las luchas contra el asesinato y de su recuerdo (en esas luchas, la película olvida las que tuvieron lugar en las cárceles, especialmente comprometidas y arriesgadas, y por cierto, con un papel protagonista de las y los presos de la Liga; lástima de borrón).
Pero junto a estos problemas, hay momentos inolvidables: por ejemplo, el «gatillazo» en la acción de propaganda armada en el banco (que posiblemente provoque críticas de quienes consideran que la militancia revolucionaria debe presentarse siempre en forma «heroica», pero es una secuencia perfectamente creíble y nada ridícula; todos cometimos torpezas entonces y, afortunadamente, de algunas pudimos reírnos); las relaciones de tensa amistad en el grupo militante; las caricias de las hermanas tratando de aferrar a Salvador a la vida; Salvador queriendo escribir en catalán la despedida a su padre; la estremecedora interpretación silenciosa que hace Celso Bugallo de ese padre, un hombre al que el franquismo aterrorizó toda la vida (y esa función de aterrorizar durante décadas a tanta gente, amargándoles en el sentido literal la vida, se elude frecuentemente al hacer el balance de la dictadura).
Ésta es una película valiente, además en un tiempo cobarde. Porque es valiente en temas en los que se concentra la cobardía, no ya de la sociedad en general, sino también de la izquierda establecida. Porque Salvador mira dignamente a la vida de un militante revolucionario, de una organización armada, catalán, asesinado en unos tiempos en los que ya andaban haciendo méritos, entre los cuales, no mover un dedo contra el asesinato de Puig Antich, los artífices de la «ejemplar transición». Salvador es parte de nuestra historia.
Hay que verla.
Miguel Romero es actualmente director de la veterana revista política de izquierda Viento Sur, y fue uno de los fundadores de la Liga Comunista Revolucionaria Viento Sur, septiembre 2006